domingo, 27 de octubre de 2019

Los gurúes del hacha





'"El primero lo mataron a palos porque había citado a Espinoza en un talk show”. Así empieza una llamativa, provocativa novela política —Il censimento dei radical chic (El censo de los radicales chic)— del escritor italiano Giacomo Papi, publicada este año en Italia por Feltrinelli. El profesor Giovanni Prospero es apaleado hasta la muerte poco después de la cita docta en un programa de televisión. Otros intelectuales seguirán. El texto retrata una Italia del futuro, inmersa en un régimen nacional-populista, de sabor neofascista, en la que los máximos estamentos de la política azuzan el odio contra los intelectuales y se yerguen en paladines de la sencillez del pueblo. El protagonista político de la novela, en privado, explica el meollo de la cuestión: las emociones se pueden gobernar, dirigir, manipular; el pensamiento y el conocimiento, no.
La novela es una hipérbole que toca una fibra profunda. La correa de transmisión entre retórica política emocional, sentimientos identitarios, exclusión de los diferentes y violencia es un mecanismo peligroso, cuya activación fácilmente provoca consecuencias imprevisibles. Asistimos en Estados Unidos a una inquietante nueva dinámica de la vieja dicotomía nosotros/ellos, azuzada en este caso por la máxima autoridad de la república: Donald Trump. ¿Por qué no regresan a sus países?, le dijo a cuatro congresistas, obviamente todas de nacionalidad estadounidense (ninguna de trasfondo anglosajón/europeo). Poco después, en un mitin del presidente ya se coreaba la consigna: “¡que las envíen de vuelta!”. La correa de transmisión, el porqué no regresan, se convierte rápido en devuélvanlas adonde les corresponde.


Europa no está exenta de este riesgo. Por supuesto nadie agrede a los intelectuales como en la novela de Papi, pero sí ha habido casos de violencia de ultraderecha, sí hay múltiples síntomas de xenofobia, de apego muy excluyente a los valores tradicionales. Y hay un prolongado proceso de simplificación del discurso político, que banaliza problemas complejos.
La sección Materia de este diario citaba el pasado mes de febrero dos estudios —uno de las universidades de Princeton y Texas; otro de la Universidad de Ámsterdam y de Dublín— que, tras analizar una gran cantidad de discursos e intervenciones, concluyen que en Occidente la comunicación política pierde complejidad y profundidad analítica.
En una entrevista concedida esta semana a este periódico, la futura presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen lamentaba en varios pasajes esta banalización. “Las respuestas simples no nos llevan a ningún sitio”; “tenemos muchos eslóganes en el debate europeo que inmediatamente impiden cualquier posibilidad real de diálogo”, afirmaba.
La excesiva simplificación borra los matices; sin matices crece la polarización; la polarización es caldo de cultivo de la animosidad; la animosidad es madre y padre de la violencia. Conviene no perder de vista esta correa de transmisión y quién es responsable de activarla.
El mundo es crecientemente complejo. Las interconexiones espoleadas por la globalización y el descomunal avance tecnológico crean una realidad de una complejidad nunca vista antes. Cabe sospechar que las soluciones se hallan en el conocimiento más que en el sentimiento; en la interlocución más que la confrontación; en las herramientas de precisión más que en el hacha.
Y sin embargo proliferan los profetas de las respuestas sencillas, los gurúes del hacha. “Necesitan un enemigo al día”, escribe Papi en su novela. ¿Les suena? No se fijen solo en Trump, miren en sus sociedades, hay muchos políticos que razonan así. Un día los enemigos son los extranjeros con diferente religión u color de piel; otro, serán una casta de privilegiados que ha leído mucho y pretende dar lecciones. Otro, quizá, el grupo al que pertenece usted". (Andrea Rizzi, La hoguera de la complejidad en El País).

domingo, 20 de octubre de 2019

Música congelada (2)


Charles Jencks se nos acaba de ir. Toca hacer mención al crítico que decretó la muerte de la modernidad (el 15 de julio de 1972 a las 15.32, día y hora en que se terminó de demoler uno de los proyectos más emblemáticos del fracaso moderno: el conjunto de viviendas sociales Pruitt-Igoe en San Luis, Missouri, del japonés Minoru Yamasaki, autor de las Torres Gemelas neoyorquinas o la Torre Picasso en Madrid) y dio denominación de origen a la corriente que le sucedería, el traído y llevado posmodernismo caracterizado por un eclecticismo exacerbado y liberador que surge del hastío frente al racionalismo unidireccional y asfixiante de la modernidad. Ya hablamos aquí suficiente del tema cuando el que nos abandonó fue Venturi, no diremos más, tan solo, como certeramente apuntara Eduardo Prieto en un artículo indispensable, que si bien fue un movimiento que en lo arquitectónico ofreció resultados más bien pobres, su verdadero éxito radica en su triunfo como ideología que, al infiltrarse en todos los ámbitos imaginables, cambió para siempre el concepto de cultura. Oliver Wainwright, en su obituario para The Guardian, comenta que otros historiadores más ortodoxos veían a Jencks más como un Zeitgeist chaser (un cazazeitgeists) un punto pop que como un crítico de verdad (sus cacofónicos estilismos al parecer no ayudaban), lo que no impidió que sus más de 30 libros, su provocadora ironía, su famoso evolutionary tree en el que explica de manera visual los intrincados caminos de la arquitectura desde 1960 (acaso inspirado en el diagrama no menos famoso de Alfred H. Barr) y su pasión por la discrepancia, que aprendió de Reyner Banham, le convirtieran en una figura ampliamente respetada. Sus Maggie´s Centres, centros para el cuidado de enfermos de cáncer inspirados por la muerte de su esposa Maggie y diseñados por los arquitectos más prestigiosos, también han contribuido a ese reconocimiento.

Dando tumbos en internet sobre su figura me he topado con una conferencia que dio hace dos años en Berlín con ocasión del Festival Mundial de Arquitectura. Tras verla un par de veces, he de decir que Jencks me ha cautivado por su exacta lucidez, su facilidad de verbo (con 78 años), su capacidad de relacionarlo casi todo con todo lo demás y su contundente ironía, así que te cuento ya puestos un algo. La conferencia se centra en la Elbphilharmonie de Herzog y de Meuron (con presencia del segundo) en Hamburgo. De entrada, en pleno escándalo por los sobrecostes del edificio, que llegó incluso al parlamento alemán (el coste final se elevó a casi 800 millones de euros, diez veces superior a lo inicialmente presupuestado), Jencks hace gala de su fama de agent provocateur repitiendo varias veces que el icono de mil millones es "the new normal". Vamos, que pelillos a la mar y póngame dos más. Jencks pone como ejemplos la nueva embajada americana en Londres o el Louvre de Nouvel en Abu Dhabi, a los que no tiene empacho en etiquetar de posmodernos (como a la propia filarmónica de Hamburgo), a pesar de que el posmodernismo pensaba yo que estaba ya criando malvas. De Meuron no dijo ni esta boca es mía cuando le tocó hablar, pero me pregunto lo que habría dicho Nouvel si hubiera estado también allí. Igual llegan a las manos. Jencks da como argumentos el doble código de su arquitectura (moderna y vernácula a la par), junto al hecho de haber querido hacer (y cita textualmente a Nouvel) un edificio simbólico y contextual. Lo dejamos ahí. Centrado ya en el edificio de H&dM para Hamburgo (que considera el mejor de la década), Jencks habla de la voluntad de los suizos por realizar un auditorio que denomina "a time city", un edificio que mezcla sin contemplaciones lo nuevo y lo viejo, lo histórico y lo último, comparándolo con el edificio que, según él, marcó los 80: la Staatsgalerie de Stirling en Stuttgart, este sí canónicamente posmoderno. Tras incidir en la importancia de Hamburgo como ciudad comercial (sede de la Liga Hanseática), compara el emplazamiento del auditorio, en una dramática esquina sobre el río Elba, con la Punta della Dogana en Venecia. Hace referencia también a otro edificio de los suizos en Madrid, el Caixaforum, que también se eleva sobre una construcción preexistente, una obra que Jencks ve profundamente musical: según él la fachada estaría dividida horizontalmente en seis "melodías" que se entrecruzarían con sendas divisiones verticales (aquí me pierdo). De nuevo en el Elba, el crítico hace referencia a las formas onduladas del techo que parecen imitar a las olas del mar como música congelada (utilizando la famosa metáfora de Goethe) y de nuevo crea un interesante paralelismo con la architectural promenade de Le Corbusier: la arquitectura como descubrimiento al adentrarnos en el edificio, algo muy presente en el auditorio alemán en esa misteriosa escalera mecánica que se curva  para no dejarnos ver qué viene a continuación, en la "piazza" que marca el límite entre el antiguo almacén y la enorme peineta (esto es mío) cristalina sobre él, que permite dramáticas vistas sobre la ciudad, por no hablar de la azotea superior, en mitad de las encrespadas "olas". Jencks hace también referencia a la cultura musical de la ciudad, que no es solo ópera (los Beatles dieron aquí varios conciertos y es la ciudad alemana que más musicales ha tenido en cartel), lo cual vemos en un edificio que es también "high-low" en sus referencias estéticas (con momentos incluso kitsch según el crítico en la iluminación elegida para su interior). Jencks finaliza su charla haciendo ver que, como Garnier dijo de su Ópera de París en el siglo XIX, H&dM han querido hacer una especie de "fuego de campamento" que, con el acicate de la música, convocara a todas las clases sociales en un solo lugar. En fin, un brillante batiburrillo que engancha hasta al más reacio. Aquí tienes el video de la conferencia, de la que he hecho sólo un breve y acelerado apunte.

Por cierto que el último Icon Design publicado hace un par de semanas dedicaba su portada, todo un inquietante presagio, a la casa de Jencks en Londres (que él denomina la Casa Temática), otro batiburrillo imposible de referencias clásicas tanto en su exterior como en el interior que hay que digerir acaso con almax, aunque ya se sabe que para gustos los colores. Planteada como manifiesto posmoderno, recibió el año pasado protección oficial de "grado uno" (como la Torre de Londres, por ejemplo). A Stephen Bayley, que escribe en la revista, no le gusta mucho, habla de arquitectura travestida, colección de apliques kitsch y lujo excéntrico. Aravena dijo de ella que era la casa más intensa desde la de Soane, que no es poco.

Me despido hoy con un pequeño apunte ad hoc (Adhocism: The case for Improvisation es uno de los libros de Jencks). En nuestro túnel negro como la pez, en el que nadie está dispuesto a mover un ápice en sus heroicas convicciones y donde la racionalidad objetiva ha perdido la batalla frente a las emociones viscerales, acaso nos vendría bien improvisar a la manera posmoderna, echándole toneladas de imaginación transversal.

domingo, 13 de octubre de 2019

Música congelada




" 'Una canción cualquiera puede a veces, con su hermosura elemental, herirnos de muy mala manera el corazón', nos dice el poeta Eloy Sánchez Rosillo en su libro Oír la luz. ¿Cómo se puede oír la luz? Él mismo nos explica en otro poema que cuando era niño, ante un cielo lleno de estrellas, 'además de mirar tanto fulgor, podía oír la luz'. Quizá esa luz que oía el poeta era la armonía secreta que está en ese otro mundo que intuían los gnósticos, ese mundo al que de verdad pertenecemos y al que aspiramos todo el tiempo, de acuerdo con esta sabiduría, a volver. Esto nos invita a pensar que nadie es de donde se cree que es, y a mirar con saludable escepticismo los nacionalismos, los separatismos, los provincialismos que proliferan en nuestro siglo XXI.

Volvamos a la música, a esa canción que nos hiere con su hermosura elemental, de la que habla el poeta, sin perder de vista el otro mundo gnóstico. Para empezar, la música ordena el entorno; vivimos normalmente rodeados de un caos atómico del que somos parte integral; los átomos que nos constituyen pertenecen al mismo universo de partículas al que pertenecen la silla, el escritorio y el perro, y esta promiscuidad atómica en la que vivimos permanentemente, como si estuviéramos en medio de una borrasca, se disipa cuando el entorno es intervenido por una pieza de música cuya armonía coincide con la armonía secreta de ese otro mundo del que de verdad somos. Cada quien tiene su música para ordenar el entorno, la única condición es que su armonía coincida con la armonía secreta del otro mundo. La música nos gusta, nos emociona, nos levanta el ánimo y nos hace llorar precisamente porque nos lleva a intuir, y a veces a vislumbrar, ese mundo armónico del que de verdad somos, y al vislumbrarlo nos libra de nuestra permanente condición de extranjeros.
La música nos pone en contacto con zonas perdidas de nuestra memoria, de nuestra historia personal; hay veces que una canción nos hace no solo recordar, también sentirnos otra vez como la persona que éramos en otra época, y esto no puede despacharse irresponsablemente como un ataque de nostalgia, porque estaríamos ignorando todo lo que nos enseñaron los sabios de la antigua Grecia, que no verían nostalgia en la situación que acabo de plantear, sino la conexión directa que ha hecho esa persona con la armonía secreta del cosmos, gracias a una canción.

Este siglo nos ha puesto toda la música que existe al alcance de un clic, lo cual es una de las maravillas de la modernidad, pero también es verdad que esta maravilla nos ha arrebatado el deseo, el anhelo, esa desesperación por tener un disco especifico de la que gozábamos los habitantes del siglo XX. Hoy ya no es posible desear oír una canción, no hay que esperar, podemos escucharla un instante después de desearla, y el deseo sin el tiempo de espera no existe, se convierte en una gestión, en un trámite. En el siglo XX, la entrañable actividad de escuchar música tenía lugar bajo el yugo de la materia; por ejemplo, la única forma de llevarla contigo a la intemperie era en un casete, que necesitaba una aparatosa máquina de reproducción que funcionaba con baterías que nunca duraban lo suficiente. Aquellos años estaban marcados por la pérdida trepidante de energía, todas las fuentes se agotaban rápidamente, no había posibilidad de recargarlas, y la única forma de escuchar música sin la zozobra de que en cualquier momento se interrumpiera la pieza era con un enchufe a la pared.

Las pilas que se vaciaban de energía y no podían volver a recargarse eran un recordatorio continuo, una alegoría, de lo perecedera que es la vida; no sería difícil que los aparatos que hoy forman parte de nuestra cotidianidad, cuyas baterías se recargan cada vez que se agotan, hayan sembrado en nosotros la alegoría contraria: la ilusión de que la vida puede perpetuarse cuando se recarga con la energía que promueven los hábitos saludables.

Pero la materia que ataba a la música tenía un capítulo más sutil. Cada vez que escucho una de esas piezas que llevan dentro la armonía del universo, no solo disfruto de la música, también vibro con el recuerdo de ese objeto material que hoy llamaríamos soporte físico; porque antes la música estaba asociada al objeto que la contenía, a la cubierta, al trabajo gráfico, a las fotografías, a la funda que protegía el disco, y al disco mismo, que tenía siempre una etiqueta en el centro con los títulos de las canciones, o con un complemento gráfico que redondeaba el concepto general de la obra; todo eso era parte indisociable de la experiencia de oír música. Lo mismo pasa con los libros, uno recuerda la historia que leyó, la voz del narrador que la cuenta, las particularidades de su estilo, pero también la portada del libro, su peso, su olor, la época, las circunstancias y el sillón en el que fue leído. Todo este universo memorioso y sensorial ha sido erradicado por el libro electrónico, de la misma forma en que Spotify, además de arrebatarnos el derecho de desear largamente un disco, nos escatima esa experiencia física que en el siglo XX era parte de la música.

En la Edad Media, la música estaba asociada con las matemáticas y la astronomía; la figura que representaba el movimiento matemático de los cuerpos celestes era la música de las esferas, una música universal que desde luego influye también en nosotros y que es, sin duda, esa luz que oía el poeta. En la Universidad medieval se instruía a los alumnos con el quadrivium, un sistema de conocimientos que los ayudaba a aproximarse a los misterios del universo. Quadrivium quiere decir encrucijada, cruce de caminos, que eran las cuatro materias que se enseñaban para lograr esa aproximación: aritmética, geometría, astronomía y música. El quadrivium nos enseña, a los habitantes del siglo XXI, el lugar que ocupaba la música en la vida de nuestros antepasados; sin la música no podía entenderse el funcionamiento del universo, la música era una de las cuatro vías para entender qué somos, y, desde este punto de vista, a la luz del quadrivium, no se entiende por qué hemos terminado confinando a la música, esa materia fundamental para entender el universo, en el rincón de los pasatiempos. Hoy, la música no es más que otra de las formas de la ociosidad, la usamos para llenar el tiempo libre, sin saber que es la llave de la armonía secreta del universo. Qué insensatez vivir sin esa llave" (Jordi Soler, Oír la luz, en El País). 


sábado, 5 de octubre de 2019

La belleza de las cosas inconexas

Rehabilitación de una casa en El Cabanyal por David Estal
1978 fue un año interesante. Aquí nada menos que vio la luz nuestra Constitución, se estrenó La escopeta nacional de Berlanga, quizá la mejor película española de la década, y en música llegaban al número uno de Los 40 Principales temas de Camilo Sesto, Miguel Bosé, Tequila o Los Pecos. De fuera nos llegaron verdaderos hitos sociológicos como Grease y las taquilleras Superman, La invasión de los ultracuerpos (con un terrorífico Donald Sutherland que hace unos días andaba por el festival de cine de San Sebastián), La vida de Brian con los Monty Python, El expreso de medianoche (inolvidable su banda sonora de Giorgo Moroder) o El cazador de Michael Cimino. Y en música eran los tiempos en los que barrían los Bee Gees, Boney M., Umberto Tozzi, Abba, Donna Summer, el clásico Baker Street de Gerry Rafferty, el genial Every kinda people de Robert Palmer o el arrebatador Morir al lado de mi amor (versión en español de Because aunque las letras curiosamente no tienen nada que ver entre sí) de Demis Roussos.

Antes de continuar, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Murcia, no puedo resistirme a reivindicar (brevemente, tranquilo, aunque le dedicaré el párrafo porque él lo vale) a uno de estos autores ya caídos en el olvido que no es otro que el enorme Demis Roussos. Lo sé, no es reto pequeño. Famoso en toda Europa (y no solo en los países del Sur sino también en las frías Alemania o Gran Bretaña, donde su música traía sin duda recuerdos de felices vacaciones en España o Grecia), extravagante en sus looks imposibles (esos tremendos caftanes que devinieron carne trémula de parodia, por no hablar de su indómita pelambrera) y poseedor de una portentosa glotis capaz de tonalidades extraterrestres, Roussos es el Sinatra mediterráneo, y para él pedimos respeto. Te enlazaré a un solo tema que, lejos del repertorio de hits geriátricos que todos conocemos (y muchos disfrutamos en secreto) considero muestra a las claras que se trata de un cantante de una gran calidad (no se venden 60 millones de discos por nada). Es un tema del album Magic publicado en 1977 donde se incluía el superventas mencionado Morir al lado de mi amor, número uno en la lista de ventas española ese mismo verano, que contó con los arreglos de Vangelis, músico junto al que formara el exitoso grupo Aphrodite´s Child disuelto unos años antes. El tema del que te hablo (My Face in the Rain) había sido compuesto por el propio Vangelis para su álbum en solitario Earth de 1973 donde era interpretado por Robert Fitoussi, quien a principios de los 80, ya con el seudónimo de FR David, triunfaría con su famoso tema Words (el de Words don´t come easy...). Roussos ofrece una versión del tema mucho más cálida y redonda, casi como salida de la factoría Motown. Aquí la tienes, juzga tú mismo. Artista pertinazmente periférico pero al mismo tiempo global que combinaba alegremente música griega tradicional con arriesgados arreglos electrónicos (proporcionados por Vangelis, que por aquel entonces se entregaba sin descanso a la experimentación sintética más puntera), delicado en sus tiernas baladas pero al mismo tiempo de apariencia ruda, un poco como de descargador de muelle en El Pireo, Roussos era un oxímoron con piernas, un señor felizmente imperfecto. Como curiosidad (y ya acabo), pocos años más tarde, el propio Vangelis reconvertiría un archifamoso tema suyo en balada para que Roussos se luciera: ¿lo reconoces? Concluyo este párrafo que se nos va de las manos por momentos diciendo que los 80 acaso estén sobrevalorados y que haríamos bien en mirar más a los 70. La Casa Azul, ese grupo que canta a la belleza de las cosas inconexas (podría valer como título de este tu blog) lo sabe, y en sus temas combina sin pudor samples setenteros muy electrónicos, coreografías robóticas que recuerdan a Kraftwerk y letras en la que la típica balada edulcorada se aliña con demoledora ironía y angst milenial para acabar hecha picadillo. Sus videoclips reflejan mundos de repelente perfección bajo la que se esconden fantasmas espeluznantes. Como te veo interesado, te voy a enlazar a uno de sus temas más emblemáticos, La revolución sexual.  Por si te gusta el coreano, aquí tienes el tema en dicho idioma (el grupo arrasa en Corea, obviamente, del Sur).

No sé si tiene mucho sentido continuar con esta entrada que está, a qué negarlo, casi ya echada a perder en su totalidad. En fin, como somos de moral alcoyana y siempre, aunque no lo parezca, tenemos thesis statement (recuerda además que solemos dejar lo mejor para el final) me atrevo a pedirte un poco más de tu precioso tiempo para ver si al cabo logro enderzar este delirante sindiós o definitivamente naufragamos con estrépito. Todo esto de empezar hablando de 1978, si me has leido con atención en la anterior entrada, sabrás a qué se debe. Es el año en el que se publicaba Delirio de Nueva York, y nuestro objetivo en esta entrada no era otro que relatar con asombro cómo este libro apenas ha envejecido si lo comparamos con buena parte de las otras manifestaciones culturales (o similar) que hemos listado aquí, muchas de las cuales aguantan más bien mal un visionado o escucha atenta. Si me dicen que está escrito el año pasado yo al menos me lo creo a pies juntillas. Y de nuevo, no me cansaré de repetirlo, es pasmosa la capacidad de Koolhaas para enumerar los orígenes y los síntomas de acaso la enfermedad más grave que corroe nuestra traída y llevada civilización occidental. En Coney Island, en esa necesidad casi enfermiza de mejorar la realidad mediante la creación de un mundo artificial a espaldas de la naturaleza gracias a tecnologías que aún hoy asombran, está no sólo el germen de Manhattan, sino del Antropoceno. Mientras en la otra punta del continente se conquistaba el Far West, en el Este se iniciaba otra conquista: la de la superación de las imperfecciones y miserias de nuestra débil condición humana, una lucha en la que seguimos immersos (la realidad aumentada o virtual tiene allí su prehistoria) y que ha llevado a logros indiscutibles pero también a aberraciones nunca antes vistas en la historia de la humanidad. Todo en nuestras occidentales vidas debe ser inmediato, indoloro, exacto y seamless, o sea, encajar sin fisuras ni contradicciones, que si no nos da un vaído. Habla el one: "La perfección es más ruta que meta. (...) El dilema entre camino y destino se abrevia en la réplica del poeta Juan Ramón Jiménez a los discípulos que lo consideraban perfecto: "Quiero serlo; pero no quisiera serlo". El empeño creativo en el perfeccionamiento no excluye la aceptación de la imperfección, rasgo al cabo ineludible de toda tarea humana, donde el vértice inalcanzable de la exactitud se somete a la ley económica de los rendimientos decrecientes. Para la arquitectura y el arte, la belleza imperfecta no es sólo la que se halla en una etapa intermedia del camino, sino aquella que se asume como destino estético e imperativo ético, en un tiempo devorado por la bulimia del consumo y el descarte de lo que muestre huellas de desgaste físico o de erosión simbólica.(...) Estas arquitecturas se hallan en singular sintonía con la estética japonesa del wabi-sabi, que celebra la belleza de lo imperfecto, mudable e incompleto, reconciliándose con la naturaleza a través de la sencillez y la modestia. (...) No es difícil hallar vínculos de esta actitud con la técnica también japonesa del kintsugi, que repara las piezas de cerámica subrayando las grietas con polvo de oro para exaltar con su huella indeleble la imperfección que las sitúa en el devenir temporal. Esas bellezas imperfectas son también las nuestras, seres frágiles arrojados al río del tiempo". (Luis Fernández-Galiano, La belleza imperfecta, en Arquitectura Viva 217).