sábado, 5 de octubre de 2019

La belleza de las cosas inconexas

Rehabilitación de una casa en El Cabanyal por David Estal
1978 fue un año interesante. Aquí nada menos que vio la luz nuestra Constitución, se estrenó La escopeta nacional de Berlanga, quizá la mejor película española de la década, y en música llegaban al número uno de Los 40 Principales temas de Camilo Sesto, Miguel Bosé, Tequila o Los Pecos. De fuera nos llegaron verdaderos hitos sociológicos como Grease y las taquilleras Superman, La invasión de los ultracuerpos (con un terrorífico Donald Sutherland que hace unos días andaba por el festival de cine de San Sebastián), La vida de Brian con los Monty Python, El expreso de medianoche (inolvidable su banda sonora de Giorgo Moroder) o El cazador de Michael Cimino. Y en música eran los tiempos en los que barrían los Bee Gees, Boney M., Umberto Tozzi, Abba, Donna Summer, el clásico Baker Street de Gerry Rafferty, el genial Every kinda people de Robert Palmer o el arrebatador Morir al lado de mi amor (versión en español de Because aunque las letras curiosamente no tienen nada que ver entre sí) de Demis Roussos.

Antes de continuar, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Murcia, no puedo resistirme a reivindicar (brevemente, tranquilo, aunque le dedicaré el párrafo porque él lo vale) a uno de estos autores ya caídos en el olvido que no es otro que el enorme Demis Roussos. Lo sé, no es reto pequeño. Famoso en toda Europa (y no solo en los países del Sur sino también en las frías Alemania o Gran Bretaña, donde su música traía sin duda recuerdos de felices vacaciones en España o Grecia), extravagante en sus looks imposibles (esos tremendos caftanes que devinieron carne trémula de parodia, por no hablar de su indómita pelambrera) y poseedor de una portentosa glotis capaz de tonalidades extraterrestres, Roussos es el Sinatra mediterráneo, y para él pedimos respeto. Te enlazaré a un solo tema que, lejos del repertorio de hits geriátricos que todos conocemos (y muchos disfrutamos en secreto) considero muestra a las claras que se trata de un cantante de una gran calidad (no se venden 60 millones de discos por nada). Es un tema del album Magic publicado en 1977 donde se incluía el superventas mencionado Morir al lado de mi amor, número uno en la lista de ventas española ese mismo verano, que contó con los arreglos de Vangelis, músico junto al que formara el exitoso grupo Aphrodite´s Child disuelto unos años antes. El tema del que te hablo (My Face in the Rain) había sido compuesto por el propio Vangelis para su álbum en solitario Earth de 1973 donde era interpretado por Robert Fitoussi, quien a principios de los 80, ya con el seudónimo de FR David, triunfaría con su famoso tema Words (el de Words don´t come easy...). Roussos ofrece una versión del tema mucho más cálida y redonda, casi como salida de la factoría Motown. Aquí la tienes, juzga tú mismo. Artista pertinazmente periférico pero al mismo tiempo global que combinaba alegremente música griega tradicional con arriesgados arreglos electrónicos (proporcionados por Vangelis, que por aquel entonces se entregaba sin descanso a la experimentación sintética más puntera), delicado en sus tiernas baladas pero al mismo tiempo de apariencia ruda, un poco como de descargador de muelle en El Pireo, Roussos era un oxímoron con piernas, un señor felizmente imperfecto. Como curiosidad (y ya acabo), pocos años más tarde, el propio Vangelis reconvertiría un archifamoso tema suyo en balada para que Roussos se luciera: ¿lo reconoces? Concluyo este párrafo que se nos va de las manos por momentos diciendo que los 80 acaso estén sobrevalorados y que haríamos bien en mirar más a los 70. La Casa Azul, ese grupo que canta a la belleza de las cosas inconexas (podría valer como título de este tu blog) lo sabe, y en sus temas combina sin pudor samples setenteros muy electrónicos, coreografías robóticas que recuerdan a Kraftwerk y letras en la que la típica balada edulcorada se aliña con demoledora ironía y angst milenial para acabar hecha picadillo. Sus videoclips reflejan mundos de repelente perfección bajo la que se esconden fantasmas espeluznantes. Como te veo interesado, te voy a enlazar a uno de sus temas más emblemáticos, La revolución sexual.  Por si te gusta el coreano, aquí tienes el tema en dicho idioma (el grupo arrasa en Corea, obviamente, del Sur).

No sé si tiene mucho sentido continuar con esta entrada que está, a qué negarlo, casi ya echada a perder en su totalidad. En fin, como somos de moral alcoyana y siempre, aunque no lo parezca, tenemos thesis statement (recuerda además que solemos dejar lo mejor para el final) me atrevo a pedirte un poco más de tu precioso tiempo para ver si al cabo logro enderzar este delirante sindiós o definitivamente naufragamos con estrépito. Todo esto de empezar hablando de 1978, si me has leido con atención en la anterior entrada, sabrás a qué se debe. Es el año en el que se publicaba Delirio de Nueva York, y nuestro objetivo en esta entrada no era otro que relatar con asombro cómo este libro apenas ha envejecido si lo comparamos con buena parte de las otras manifestaciones culturales (o similar) que hemos listado aquí, muchas de las cuales aguantan más bien mal un visionado o escucha atenta. Si me dicen que está escrito el año pasado yo al menos me lo creo a pies juntillas. Y de nuevo, no me cansaré de repetirlo, es pasmosa la capacidad de Koolhaas para enumerar los orígenes y los síntomas de acaso la enfermedad más grave que corroe nuestra traída y llevada civilización occidental. En Coney Island, en esa necesidad casi enfermiza de mejorar la realidad mediante la creación de un mundo artificial a espaldas de la naturaleza gracias a tecnologías que aún hoy asombran, está no sólo el germen de Manhattan, sino del Antropoceno. Mientras en la otra punta del continente se conquistaba el Far West, en el Este se iniciaba otra conquista: la de la superación de las imperfecciones y miserias de nuestra débil condición humana, una lucha en la que seguimos immersos (la realidad aumentada o virtual tiene allí su prehistoria) y que ha llevado a logros indiscutibles pero también a aberraciones nunca antes vistas en la historia de la humanidad. Todo en nuestras occidentales vidas debe ser inmediato, indoloro, exacto y seamless, o sea, encajar sin fisuras ni contradicciones, que si no nos da un vaído. Habla el one: "La perfección es más ruta que meta. (...) El dilema entre camino y destino se abrevia en la réplica del poeta Juan Ramón Jiménez a los discípulos que lo consideraban perfecto: "Quiero serlo; pero no quisiera serlo". El empeño creativo en el perfeccionamiento no excluye la aceptación de la imperfección, rasgo al cabo ineludible de toda tarea humana, donde el vértice inalcanzable de la exactitud se somete a la ley económica de los rendimientos decrecientes. Para la arquitectura y el arte, la belleza imperfecta no es sólo la que se halla en una etapa intermedia del camino, sino aquella que se asume como destino estético e imperativo ético, en un tiempo devorado por la bulimia del consumo y el descarte de lo que muestre huellas de desgaste físico o de erosión simbólica.(...) Estas arquitecturas se hallan en singular sintonía con la estética japonesa del wabi-sabi, que celebra la belleza de lo imperfecto, mudable e incompleto, reconciliándose con la naturaleza a través de la sencillez y la modestia. (...) No es difícil hallar vínculos de esta actitud con la técnica también japonesa del kintsugi, que repara las piezas de cerámica subrayando las grietas con polvo de oro para exaltar con su huella indeleble la imperfección que las sitúa en el devenir temporal. Esas bellezas imperfectas son también las nuestras, seres frágiles arrojados al río del tiempo". (Luis Fernández-Galiano, La belleza imperfecta, en Arquitectura Viva 217).

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