domingo, 16 de mayo de 2021

Grises

 


He leído esta semana en Postales Inventadas que Carvajal, el autor de la torre de Valencia madrileña, recordaba cómo Aalto le dijo en una ocasión que lo que de verdad importa en la vida es servir a los problemas y resolverlos, no servirse de ellos ni crearlos. Una frase oportuna y reveladora. Desconozco si esta conversación, que me cuesta imaginar teniendo en cuenta lo contrapuesto de sus protagonistas (el brutalista y frío español frente al orgánico y cálido escandinavo, estereotipos para qué os quiero) tuvo lugar durante la famosa visita del finlandés a Madrid en la que fue conducido a El Escorial (aunque imagino que no, pues Carvajal sería muy joven por entonces). Ya que estamos, deja que te recuerde las dos más conocidas anécdotas de aquel viaje. Estamos en 1951, en una España oscura, aislada y pobre. Imagino que la llegada de una estrella de la disciplina a nuestro país supuso todo un acontecimiento para la comunidad arquitectónica, que quiso agasajar a Aalto con una visita a la que se consideraba ejemplo más excelso de la arquitectura hispana: El Escorial. Aalto manifestó no querer verlo, lo que no impidió a sus entusiastas colegas embutirlo en un coche y llevarle hasta el imponente monasterio. Aalto seguía en sus trece: cuando intentaron mostrárselo desde una terraza cercana, le dio literalmente la espalda, para pasmo de sus compañeros de profesión. El Escorial, en su retícula perfecta, su despojamiento ornamental, su geometría agobiante, era acaso un edificio ya moderno (recordemos lo entusiasmado que se ve a Le Corbusier junto a Mercadal en otra visita al edificio, en 1928, cuando dicen que dijo: "¿Qué puedo yo enseñar de arte moderno a esta nación que ha creado El Escorial?", hay quien señala que su proyecto no realizado para el Mundaneum de Ginebra está basado en el monasterio), y no olvidemos que Aalto había empezado a abandonar la rectilínea modernidad veinte años atrás con el extraño silo de Oulu que traíamos aquí hace poco. Ya de vuelta a Madrid, Aalto se fue a comprar algunos recuerdos y se encaprichó de unas castañuelas de precio exorbitante ya que el arquitecto enamorado de la madera había puesto el ojo en las más caras del establecimiento. Quién sabe si el finlandés vio en ellas un reflejo de las alabeadas formas orgánicas de sus edificios. 

Todos estamos, como Aalto, cansados del artificio de retículas perimetrales y ansiamos la libertad de las lejanas cumbres, de las azarosas formas de la naturaleza. Escucho lo último de Jean Michel Jarre, Amazonia, un soberbio muestrario de sonidos electrónicos (en formato Binaural además) inspirado en las fotografías de Sebastiao Salgado, donde nada es blanco o negro, sino un gris de paleta casi infinita, se diría que posmoderna. La jungla libertaria nos reclama: ¿estás preparado para ella? "El orden es el placer de la razón y el desorden la delicia de la imaginación" decía Paul Claudel, como nos recordaba ayer Fernando Savater

En la foto, la rehabilitación de la aldea de Ruesta en Zaragoza, donde Sergio Sebastián ha respetado el irregular tejido urbano de la villa y sus ruinas. 


sábado, 1 de mayo de 2021

Blanco feroz

 


Von der Leyen no ha leído a Wolfe. Harquitectes, seguramente sí. Los arquitectos de Sabadell (junto a los suizos Christ & Gantenbein) han resultado vencedores en el concurso para ampliar el MACBA, reto feroz donde los haya pues la ampliación se sitúa justo enfrente del icónico edificio de Meier al que no tiene otra que encararse. Meier, que bien podría ser uno de los dioses blancos de los que hablaba Wolfe, levantó en 1995 un bello monumento níveo, como todos los suyos, que hacía caso omiso al entorno y se erigía, no sé si autista o chulesco, en mitad del Rabal barcelonés. Harquitectes no han temido al feroz Bauhaus y han optado por ignorar la imponente presencia, que me ha recordado de pronto al Gigante Blanco que Poe imaginó en La narración de Arthur Gordon Pym, volviendo sus ojos al barrio que a su vez ignorara Meier con una arquitectura matérica, grávida y atenta a lo preexistente como es habitual en ellos (echa un vistazo a su soberbia rehabilitación de las Cristalerías Planell). Ya dice Fernández-Galiano que toda plaza es una plaza de armas a la que pugna por asomarse el poder en sus diversas formas, y en esta (de nombre Plaça dels Àngels) veremos cruenta batalla en la que se blandirán dispares estiletes estilísticos, contienda  comparable a la que se produce en la murciana del Cardenal Belluga en la que Moneo se enfrentó a cara de perro (por una vez) al contexto representado por la torturada fachada barroca de la catedral. 

Tiene su gracia que sea en esta plaza de los Ángeles donde Meier levantara el MACBA ya que es precisamente en Los Ángeles donde tiene su obra más señera, el Getty Center, una acrópolis por supuesto blanca que fuera famosa por su desorbitado presupuesto (1.000 millones de dólares); Stirling, uno de los tres finalistas, exclamó desaforado al enterarse de la victoria del americano: "Oh no! Otra condenada lavadora!" (esta vez la victoria fue para los modernos heroicos, pero en la City de Londres fue el inglés más posmoderno el triunfador en la batalla contra el Estilo Internacional frente a la torre póstuma y copypaste de Mies). Por cierto que fue en el Centro Getty, en 1997, cuando aún se ultimaba, donde recibiría Moneo su premio Pritzker. Nuestro navarro universal acaba de recibir otro galardón, el León de Oro de la Bienal de Venecia, acaso por realizar una arquitectura que aúna contrarios y por ello no se ve afectada por la "obsolescencia simbólica que tanto perturba los edificios levantados con ánimo de dar testimonio de un tiempo fugaz", en palabras de nuevo de Fernández-Galiano en Moneo el profesor. Si me permites aún una conexión más para cerrar párrafo tan disperso, decir que en esa enfilade con arcos de medio punto que podemos ver en los rénderes de la ampliación que traemos hoy, uno podría imaginar un guiño a Mérida. 

Pero volvamos un momento a Wolfe, tremendo en sus estocadas contra los arquitectos modernos a los que no duda en denominar también "jóvenes turcos". Debe referirse a los que, a principios del siglo pasado, lanzaron una encarnizada campaña de exterminación de los armenios (de Armenia hablábamos por cierto en la anterior entrada) para la que se inventó el término genocidio. Gropius, con su "empezar de cero", y el primer Le Corbusier, obsesionado con los sistemas puros, de blancura y geometría impolutasnos remiten a un mundo binario, de blanco o negro, por el que no pocos sienten nostalgia. La complejidad, oye, es muy cansina (y a veces surrealista). En estos tiempos de unanimidades feroces, como dice Muñoz Molina al hilo de la ópera Peter Grimes, donde se da caza al diferente solo porque no cuadra, es mucho más cómodo montarte una realidad a medida (la realityvidad), elegir tu blanco y hacer tiro al ídem junto al resto de la manada. 

Cierro con cita de Moneo, del libro antes mencionado: "Realmente aprendimos muchísimo de Venturi, así que para la gente de nuestra generación que estaba, digamos, diez o quince años detrás de Venturi y Rossi en términos de cronología, la lectura conjunta de ambos seguramente fue fundamental para lo que iba a ser el desarrollo de nuestras carreras. La búsqueda del valor de la anomalía, el entendimiento de lo contingente, la sensación de que no había que excluir, porque la arquitectura no estaba llamada a la creación de un lenguaje universal como la modernidad parecía exigir, suscitaron en las gentes de mi generación una voluntad de entender de un modo más amplio, y una voluntad de actuar con mayor libertad, que sin duda debemos a Venturi."