lunes, 31 de agosto de 2020

Nuevos caminos

 


"Un proyecto nace de una voluntad, de un lugar, de un deseo, de una memoria, de una imagen, de una ambición. Nace para comenzar un camino. Un camino que a veces es recto y a veces tortuoso. Nace creando su propio camino, su propia evidencia.  

El proyecto nace de lo que ya aprendimos, pero también de lo que no conocemos, de aquello que deseamos. (...) El proyecto es un camino de comprensión, de descubrimiento. 

Un proyecto crea su campo de posibilidades. Lo hace caminando, acompañándonos, exponiéndonos y validando nuestras decisiones. Nuestro trabajo consiste en hacer posible que cada condición única crezca en libertad.

Sin embargo, esta circunstancia irrepetible se crea a partir de aquello que nos resulta cercano, de lo que nos es familiar y conocemos bien. De cosas inmersas desde siempre en la vida, en lo cotidiano.

Puertas, ventanas, techo, suelo, son las letras con las que escribimos. Elementos que deben ser nuestros, porque no se escribe poesía en una lengua extranjera, sólo en la materna. El proyecto combina la memoria y el descubrimiento, o el descubrimiento de la memoria. Un camino que que va integrando todos los factores de la vida, reales, físicos o culturales, eligiendo en el proceso aquellos que dan a luz una respuesta que el propio proyecto legitima.

Se proyecta por el asombro del descubrimiento, único e irrepetible. Es un trabajo que obliga a comenzar siempre desde cero. Un trabajo disponible, atento, libre, cargado de conocimientos disciplinares pero próximo a la vida". (Manuel Aires Mateus, Lo demás es silencio, en AV 225) 

"Creo que la arquitectura tiene que generar una cierta influencia en la forma en que vivimos. Y en este momento estamos demasiado acostumbrados a una forma de vida estandarizada. No es negativo, pero quiero hacer hincapié en ello porque nos hemos acostumbrado en exceso a espacios que son genéricos, no vemos la posibilidad de usar los espacios como algo que podría proporcionarnos cierta poesía necesaria en nuestras vidas. Así, vemos y experimentamos estos espacios en los edificios históricos. No fueron dictados por normas estandarizadas sino por la relación de las personas y el espacio como algo que pudiera generar una influencia en nosotros. Por ejemplo, para la gente que vive en la zona histórica de Lisboa, los espacios no fueron diseñados con la intención con la que se usan hoy en día. Pero, a pesar de ello, han sido capaces de resisitir en el tiempo y tener la capacidad de adaptarse en nuestra sociedad y mantener su sentido poético. El lenguaje de la arquitectura es en realidad el espacio que interactúa contigo. Es una relación del cuerpo con el entorno, en todas las escalas posibles". (Manuel Aires Mateus, Architecture as an Art of Permanence, en A+U 574)

viernes, 21 de agosto de 2020

En la vida real

 

Sí, esto es real

Terminé la primera parte de Teoría general de la basura de Agustín Fernández Mallo y he tomado la decisión de hacer un alto en su lectura. Estoy exhausto. De hecho a veces me pregunto si la fórmula de Mallo es la forma correcta de encarar la complejidad. Su libro, repito, es un impresionante tour de force donde se hace un magnífico ejercicio de centrifugado intelectual en el que queda claro el potencial de su cráneo privilegiado, como el de Max Estrella, para deformar la realidad hasta el esperpento a ver qué pasa. Nada que objetar a su argumentación, pero es en su puesta en práctica donde puede que el tiro le acabe saliendo por la culata a nuestro físico y pospoeta: el disparate -por más que pueda ser un saludable ejercicio mental- es fácil que acabe produciendo rechazo. Si se trataba de ganar adeptos que acepten la complejidad como forma de entender la realidad, igual esta no es la forma de hacerlo. Existe otra manera consistente en simplificar lo complejo, ojo, sin renunciar a defenderlo. Personalmente me admira ver a otros cráneos privilegiados (no daremos nombres porque alguno pensará que me dan comisión de tanto que aparecen en este tu blog) haciendo un esfuerzo acaso similar al de Mallo, solo que en dirección contraria, para explicar a las mentes medias (que somos la mayoría) ideas complejas de una manera menos alambicada y seguramente más efectiva. Nunca tendrán, eso sí, el glamour del intelectual irreductible, no serán pensadores estrella. Sé lo que estás pensando, querido lecteur: que soy un pequeñoburgués crepuscular y reaccionario. Puede. En fin, como regalo a tu paciencia para conmigo, te dejo con una bella cita pospoética del libro: "Vivir, y sus productos, es instalarse en la sucesión de instantes en los cuales se ponen en intersección vida y muerte, dando lugar al impuro residuo que llamamos existir: realimentación que da lugar a una forma individual -el yo- o colectiva -las sociedades y sus mitos y aspiraciones-. En el apogeo del verano, en cada uno de sus instantes, sentimos que, en efecto, está ya contenido todo el fin del verano, todo su posverano, todo su septiembre y toda su muerte, sin la cual agosto nada sería; no hay competencia entre vida y muerte, y si la hay se ve disuelta en un mutuo apoyo". 

Lo que ves en la foto que abre hoy la entrada te parecerá un disparatado fotomontaje, pero no, es real como la vida misma. Se trata de un tiburón plástico de 8 metros estrellado contra el tejado de un anodino adosado de Oxford. Lo aburrido del entorno fue precisamente lo que llevó a su dueño, el periodista de origen americano Bill Heine, a preguntar a un escultor amigo (John Buckley) si podía hacer algo para dar más mordiente al barrio. Y lo consiguió. De inmediato las autoridades locales, horrorizadas, se enzarzaron en una batalla legal para desmantelar la escultura que, según sus promotores, pretendía ser un alegato contra la guerra (corría el año 1986 y los ingleses estaban colaborando junto a los Estados Unidos en el bombardeo de Libia). Seis años duró la batalla legal que se zanjó con el inaudito informe de un burócrata revolucionario (valga el oxímoron) que dio respaldo institucional a la follie. En dicho informe, casi una nueva Carta Magna, se incluían perlas como esta: "En este caso no se discute el hecho de que el tiburón no esté en armonía con su entorno, pero lo cierto es que no tenía intención de estarlo" o esta: "El ayuntamiento está con razón preocupado por la creación de un precedente. La primera preocupación es simple: la proliferación de tiburones (y a saber que otras cosas) impactando contra los tejados de la ciudad. Este temor es exagerado. En los cinco años transcurridos desde que el tiburón fue erigido, no se han dado otros ejemplos". Puro Monty Python. Y la mejor: "Cualquier sistema de control debe dejar un pequeño espacio para lo dinámico, lo inesperado, lo directamente extravagante". Y, como ves, ahí sigue el escualo de fibra de vidrio, incrustado en el adosado, más de 30 años después. Más aún, nuestro tiburón ha devenido influencer: ha inspirado la próxima intervención del Antepavilion, una suerte de concurso anti-Serpentine que, desde 2017, tiene como objetivo principal "liberar el arte y la arquitectura del control institucional" promoviendo así "el pensamiento independiente y la creatividad simbiótica" en palabras de Russel Gray, responsable del evento. En este caso serán no uno sino cinco los tiburones de pega creados con gran realismo por un arquitecto, Jaimie Shorten que, agárrate, echarán burbujas por la boca, cantarán (¿esto quizás?) e incluso darán conferencias sobre arquitectura (posmoderna, imagino) en un canal (de agua) cercano a Londres; así como lo oyes lo cuenta Oliver Wainwright. Si no te basta tienes más información y fotos delirantes aquí. Shorten, quien quizá también cansado de hacer grises adosados haya decidido despendolarse de tan desorbitada guisa, se explica: "La creencia según la cual las cosas nuevas deben estar "a tono" es ilógica. Si las cosas encajan entre sí, entonces todo va a ser siempre igual" (qué buenas migas haría con Mallo) y deja caer sin entrar en detalle que los tiburones, "esas criaturas amorales", parecen muy apropiadas para nuestro tiempo. Interesante. ¿Es el tiburón un icono tardoposmoderno? Vamos a darle una breve vuelta a la idea, que todo no va a ser copypaste. En primer lugar habría que plantearse por qué en concreto el mundo anglosajón es tan proclive a dicho animal. Lo hemos visto en la famosa Tiburón de Spielberg y sus secuelas y múltiples imitaciones, llegando al paroxismo en la tremenda serie Sharknado (amalgama de "tiburón" y "tornado"), en la que aparecen escualos voladores acaso inspirados en el tiburón de Oxford, no te pierdas el tráiler (o sí). "Tiburones" se les denomina también a esos y esas cracks de las finanzas (ver Billions), actividad tan cara en la pérfida Albión y sus excolonias, hogar y escuela de tales escualos: el tiburón sería así una metáfora de la insaciable voracidad financiera, marca de éxito en la moral calvinista (quién sabe si el tiburón en formol de Hirst no pretendía representarlo). Una voracidad que además puede ser entendida de otras maneras (esa búsqueda insomne de carne, esas fauces de potencia desmedida, esos colmillos penetrantes...). A su vez, en estos tiempos acelerados e individualistas, el tiburón es de nuevo perfecta metáfora de eficiencia rauda y despiadada. Finalmente, el mismo Mallo, a menudo tendente al melodrama, menciona en su libro que la identidad occidental siempre fue apocalíptica ("no ha habido época en la que la civilización occidental no haya ficcionado su propio Apocalipsis") haciéndolo siempre a través de la figura del otro, "el extranjero que cuando no toma la forma de humano de carne y hueso lo hace transfigurado en accidentes naturales o, en su delirio máximo, en criaturas extraterrestres" (o en monstruoso animalario), recordando en esa "pulsión de catástrofe" a Paul Virilio, quien ya hablaba del "accidente integral" debido a la aceleración desproporcionada de nuestras vidas: el tiburón como epítome del excitante caos posmoderno. 

Pero un momento, ¿son los tiburones el tema que nos ocupa? Y es que nos quedamos en la anécdota y se nos olvida lo principal, especialmente cuando la anécdota está tan salida de madre -si me permites la castiza expresión- que la conexión con la vida real se pierde. El tiburón de Oxford que abre nuestra entrada pretendía ser un alegato antibelicista, pero ha quedado en mero chascarrillo chusco, un disparatado canto a la libertad como mucho. Los tiburones cantores del Antepavilion pretenden defender un arte y arquitectura libertarias, pero me temo quedarán igualmente en tronchante ocurrencia. Del mismo modo, las correspondencias de Mallo -algunas tan descabelladas como nuestros escualos plásticos- pueden acabar provocando el rechazo hacia la necesidad cierta de comprender nuestra poliédrica realidad de otra manera. Fallan por lo inadecuado del envoltorio que recubre el mensaje (tan espectacular que oculta su verdadero sentido, convirtiéndose en mensaje en sí mismo), no por su contenido.  

Y sin embargo, no deja de ser cierto que a veces necesitamos de un shock para salir del letargo en el que se encuentran nuestras vidas, a menudo dirigidas en modo piloto automático. Y es precisamente a través del arte, en sus múltiples manifestaciones, donde tal catarsis puede conseguirse de manera más efectiva. Todos (bueno, casi todos) somos conscientes, de una manera teórica, de la necesidad del otro, ahora lo hemos experimentado de manera ciertamente traumática. Pero, en aquellos felices tiempos pre-covid, seguro que unos cuantos, hasta que no entraron en la instalación Tu sombra incierta de Olafur Eliasson, en la que una niebla densa (que encima cambia de color) te envuelve haciendo que pierdas de inmediato contacto visual con la persona que está a tu lado sintiéndote totalmente perdido en mitad de la nada, no fueron conscientes de su extrema vulnerabilidad y la necesidad que tenían de ayuda para encontrar la salida a tan intrincado laberinto, metáfora de la vida. Eliasson, un optimista (ingenuo por tanto para muchos) convencido de la capacidad del arte para hacernos cambiar, llama a dicha experiencia "we-ness", "nosotredad": "la sensación de estar juntos sin estar vinculados a credo alguno ni a un propósito específico" como explica Mark Godfrey, comisario de la exposición En la vida real, una antología de las obras más conocidas del artista islandés que ahora podemos ver en el Guggenheim bilbaíno tras haber pasado por el Tate Modern. Otro día debatimos si algunas de sus intervenciones están más cerca del parque de atracciones que del verdadero arte (es lo que cree Hal Foster), pero deja que te diga que entre eso y las calaveras de Hirst tengo claro lo que prefiero. Es en cómo conseguir esa conexión entre obra y mensaje, cómo lograr que la obra no sea un simple objeto alienado que recordaremos -si es que lo recordamos- tan solo por una espectacularidad vacía sino que afecte a nuestra realidad y nos cambie de alguna manera, donde posiblemente radique hoy el sentido del artista, del pensador y (acaso más que ningún otro) del arquitecto. 

domingo, 9 de agosto de 2020

Redes

 

Acabábamos la entrada anterior con el “realismo-real” de Santiago de Molina, y en la penúltima, citábamos a Daniel Innerarity y la necesidad de la “complejidad de una modernidad reflexiva”. Hoy unimos felizmente ambos términos y te traemos el concepto de “Realismo Complejo” de Agustín Fernández Mallo en el libro que hemos empezado a leer, de estridente nombre Teoría general de la basura (cultura, apropiación, complejidad). Conocíamos el Realismo Mágico (algo hay también de él en este libro), no el Complejo, y aunque intuíamos que la realidad moderna de fácil no tenía un pelo, nos ha llamado la atención el enfoque así que vamos a darle una vuelta a esta y alguna otra idea presente en el singular ensayo.

Aún no he acabado ni el primer capítulo pero ya te puedo decir que el libro es original, deslumbrante y, por supuesto, complejo. Su autor, licenciado en Físicas, novelista, poeta y teórico de variopintos temas, se mete en jardines de frondosidad considerable ayudado por una apabullante cultura que bebe de las disciplinas más variadas y una inaudita habilidad para conectar lo aparentemente inconexo, jardines de los que el lector medio sale con dificultad, aunque es obvio su paciente empeño por guiarte a través del proceloso periplo intelectual que nos propone en el que como digo mezcla sin el más mínimo empacho churras, merinas y todo lo que se le pone por delante sin diferenciar la, llamemos, alta cultura de lo más rabiosamente pop. Aunque habla de la posmodernidad como una “cosmovisión” ya superada, yo diría que Mallo parte de ella para llevarla a un paroxismo casi surreal en esa hibridación desmedida que recuerda al Complejidad y Contradicción de Venturi y Brown o al Espacio Basura de Koolhaas, por mencionar a otros ilustres guerrilleros de las ideas que batallaron en el campo arquitectónico. Nosotros, que en necio empecinamiento criticábamos no hace mucho la posmodernidad por poco seria hasta que nos dimos cuenta de que, inadvertidamente, elaborábamos un blog descaradamente posmoderno en el que la mezcla impura también campaba (y campa) por sus fueros, caída del caballo (que no del cabello, que también) comparable al momento en que Luke Skywalker es consciente de que su padre es Darth Vader (el terrible “I am your father”), o, si me permites más símiles, a aquel en el que Harry Potter se da cuenta de que es un horrocrux, que lleva en su interior una porción de su mayor enemigo, Voldemort (¿ves lo que te digo?), diremos que nos sentimos cómodos en este mestizaje cultural que nuestro físico y poeta nos propone. En ese reciclaje salvaje que se nos presenta casi como cruzada, el residuo, lo desechado (la basura, vaya), cobra singular protagonismo, como valioso objeto casi arqueológico que oculta jugosos relatos, pero dejemos que el autor se explique: “Preguntarse hoy qué es lo real equivale a dar un paso adelante respecto a aquellas cosmovisiones del siglo XX a fin de intentar construir una imagen que se adapte a la complejidad en la que se ha instalado lo contemporáneo. (...) Y es que cada día asistimos al discurso de la fragmentación y atomización de la realidad contemporánea, pero, por otra parte, y en un discurso contrapuesto, se nos dice que la globalización y la absoluta conectividad se ha apoderado de nuestras vidas de tal modo que todo tiene apariencia de un amontonamiento de residuos. La contradicción de tales discursos resulta evidente: ¿cómo es posible que algo fragmentado pueda estar al mismo tiempo hiperconectado? La solución a la falacia pasa por cambiar el punto de vista: la realidad ni ha estado, ni está ni estará nunca, fragmentada sino organizada en red: la fragmentación tan sólo es una apariencia fruto de no haber cambiado la óptica de nuestro instrumento de visión. Lo que eran desdeñables residuos materiales o simbólicos que sin orden ni taxonomía se amontonaban ante nuestros ojos, pasan, bajo esta nueva óptica y con tal de enfocar un poco mejor, a ser considerados como residuos complejos, coherentemente conectados en múltiples redes, no fragmentados y por tanto culturalmente aprovechables de otro modo.(...) De esas redes trata la complejidad. Es a las derivaciones más orgánicas de esa configuración a lo que llamamos realidad compleja, y a su correspondiente modo de narrarla, Realismo Complejo”.

Su propuesta podría quizá asemejarse a ese pasatiempo infantil que consiste en unir puntos numerados en una misteriosa red para, tras conectarlos siguiendo el orden numérico, hallar la figura que se encontraba oculta tras esa maraña de nodos inconexos. Mallo sugiere no seguir el orden establecido por los números, sino unir los puntos siguiendo nuestra intuición liberada de prejuicios y conocimientos, digamos, estandarizados, y esperar a ver qué forma, concepto o relato surge de las "correspondencias” que hayamos establecido. Dos ejemplos extremos te quiero contar de este afán que promulga Mallo de realizar “descubrimientos” de esta manera. En el primero el autor pretende explicar el verídico suceso que aconteció a Nietzsche en Turín el 3 de enero de 1889 cuando, tras salir de su casa para pasear hacia el centro de la ciudad, observa cerca de una de las puertas del palacio Carignano una escena que cambiará su vida para siempre: un cochero está maltratando un caballo porque el animal, exhausto, no quiere continuar la marcha. Nietzsche se lanza a ayudar al pobre cuadrúpedo, rodea su cuello con los brazos y entre sollozos pronuncia “una de las más crípticas frases de la historia del pensamiento moderno” en palabras de Mallo: “Madre, soy tonto”. Tras volver a su casa pierde el habla y la consciencia, que no recuperará hasta su muerte en 1900, diez años después. Nadie sabe qué vio el filósofo en esa plaza, qué pensamientos le hicieron derrumbarse mientras abrazaba al caballo. Pero ahí está Mallo para lanzar su teoría. En lugar de unir los puntos de manera convencional (Nietzsche venía de un periodo de intensa actividad intelectual, etc.), en 2013 ni corto ni perezoso marcha a Turín para replicar el trayecto del filósofo desde su casa en la calle Carlo Alberto 6 hasta el punto exacto en el que ayudó al caballo. Le sorprendió a nuestro físico que en ese justo punto había una boca de alcantarillado, y ya tenemos la correspondencia, cito porque si te la explico yo no me creerías: “El sistema de alcantarillado, esa red de nodos y links que agujerea el subsuelo de nuestras ciudades es, ante todo, una estructura moral, una red moral, algo que iguala al habitante del Palacio de la plaza de Carignano con el de un suburbio de Turín. Podemos pensar que fue eso lo que vio Nietzsche, aquello que le hizo enmudecer para siempre: la refutación de la moral pregonada años atrás por su superhombre. El Zaratustra que regresa de la montaña para llevar a cabo su prédica se da cuenta de que ese gesto de regresar para contar nada tiene que ver con la moral del superhombre sino que (...) resulta un paso más en la construcción del humanismo, la construcción del sujeto occidental, aquel que, en efecto, regresa a la superficie terrestre para elaborar una narrativa, una parábola, un cuento que, como lo hacen las alcantarillas, ha de propagarse sin distinciones sociales”. Por lo que he entendido, las alcantarillas, acaso la primera red de redes, no admite distingos, ni el mismísimo superhombre estaba exento de liberar sus residuos orgánicos en tan democrático sistema. Eso sería lo que habría descolocado sin remedio al filósofo. Flipante.

El segundo ejemplo de correspondencia que te traigo parte de la obra de Luis Macías iniciada en 2011 (sigue en proceso al parecer) de nombre Where Western Civilization Ends. Mallo habla aquí de la existencia de un “Músculo Universal” que uniría dos extremos espacio-temporales: Atenas y California. Para elaborar su obra Macías viaja a Los Ángeles y alrededores y, tras recorrer lugares de culto, observar basuras varias vertidas a la playa por las corrientes marinas, “vertederos de aguas fecales” (la escatología de nuevo) y demás, concluye que en esta zona de América se produce un “punto de acumulación” de una masa cultural originada en la Grecia clásica que no puede ir más allá. Pero eso no es todo. En ese punto hace su aparición el “mito de la línea, el ansia de viaje y conquista occidental” que debe continuar de algún modo, y para ello no tiene otra que “constituirse en movimiento vertical: el cohete, la conquista del espacio”, representada en chusca metáfora paraarquitectónica por la noria que en “irónico duelo cinético” se eleva en la playa de Santa Mónica, última frontera de Occidente.  

El lugar de esta complejidad nodal defendida a capa y espada por nuestro físico, donde todas las contradicciones y correspondencias colisionan, es lo que llama “Centro”: “Un lugar atractor donde convergen cielo y tierra, la delgada capa a la que va a parar todo cuanto vamos haciendo”, que por supuesto no es un espacio estable sino un “atractor complejo”, y apostilla: “esta capa de contacto entre cielo y tierra, rugosa y más bien extraña que habitamos, es, por así decirlo, la neurosis del planeta, lugar al que viene a manifestarse y donde toma forma cuanto ocurre tanto a nivel atmosférico y celeste (...) como a nivel de subsuelo”. Ya decía Chillida, otro obseso de los límites y el horizonte (al que tan bellamente elogió en Gijón con otro eje atractor que viene a reunir horizontal y vertical) aquello de que “en una línea el mundo se une, con una línea el mundo se divide, dibujar es hermoso y tremendo”. Otra afirmación del artista que abandonó la arquitectura por la escultura acerca también su obra al mundo de correspondencias inauditas de Mallo: “A mí me interesa más lo que pasa entre las formas que las obras en sí mismas”. En el cartesianismo revisitado (“simetría heterodoxa”) de Chillida, en esa desconfianza no exenta de admiración hacia el ángulo recto adorado por la modernidad, seguro que Jencks vería la oportunidad de señalar que Chillida es tan posmoderno como Mallo, aunque probablemente sería más apropiado decir que el donostiarra era más bien premoderno, sus ángulos blandos quizá inspirados por las imperfectas vigas de olivo que sostienen ancestrales caseríos vascos como el de Zabalaga de 1543 (en la foto), que vació como una escultura más, dejando al aire una bellísima pero inexacta red de vigas que es acaso la visión más hermosa de Chillida Leku: “El ángulo recto me ha llegado a parecer el ángulo más hermoso que hay entre todos los ángulos, pero es algo intolerante, no admite diálogo nada más que con sus iguales. Ante este poder del ángulo recto, pienso que hay ángulos a su alrededor desde los 88 hasta los 93, que son casi tan poderosos, y al mismo tiempo son más tolerantes, dialogan entre ellos. Creo que la virtud está cerca del ángulo recto, pero no en él” (del libro Aromas).

En fin. Mallo en realidad no creemos que invente nada nuevo en su libro, Fernández-Galiano ya hacía crítica arquitectónica con deslumbrantes correspondencias cuando nuestro físico estudiaba el BUP (aquí tienes una de las más recientes, una poética introducción a la obra de Sou Fujimoto en el último número de AV que se abre con la foto de una perfecta red de intransigentes ángulos rectos en simetría, esta vez, totalmente ortodoxa), pero es en el etiquetado de procesos y conceptos y, vuelvo a repetir, en las alucinantes (y valientes) conexiones interdisciplinares, sin olvidar una muy cuidada prosa, donde realmente brilla Mallo.

Termino. La ficción parece imponerse en todos los órdenes, hasta en la crítica arquitectónica, Jane Rendell nos lo recuerda en un reciente artículo (lo llaman architectural ficto-criticism nada menos). Bien está poner en valor aquello de la imaginación al poder ahora que el dataísmo y el sacrosanto algoritmo pueden acabar aniquilando la creatividad; lo mismo podríamos decir de esa desinhibición interdisciplinar de la que Mallo hace gala, que trae aire fresco a una insana compartimentación del conocimiento. El problema es, como todo, saber cuándo parar. Entre el dataísmo y el dadaísmo habría que buscar un término medio (si no fuera por lo bien hilvanado que está el discurso de nuestro físico, a veces diría que nos está tomando el cabello). En una exposición comisariada por Mariana Pestana para la Trienal de Lisboa de 2013, de inquietante título The Real and Other Fictions, ya se nos daba a entender que la realidad pronto quedará tan oculta bajo capas de ficción que no sabremos distinguirla de la pura invención (y es que, como decía Koolhaas en Espacio Basura, la realidad nunca ha interesado a nadie), pero ojo, que esto tiene mucho peligro. Como sabemos, el referéndum del Brexit se “ganó” con una campaña basada en información ficticia, por poner sólo un ejemplo, y ahí están las famosas fake news. Pero no nos pongamos rancios, que es verano, y sigamos disfrutando del estimulante pasatiempo intelectual que nos propone Mallo. Su mayor valor al cabo es no rehuir la complejidad de nuestro tiempo, abrazarla con enjundia, mostrando el camino a recalcitrantes nostálgicos instalados en una cómoda parálisis.