miércoles, 30 de junio de 2021

Baile de máscaras

 


Este edificio de Zúrich lleva por nombre Ballet Mécanique. Observa en este video por qué. Su autor, Manuel Herz (al que mencionábamos el verano pasado, por cierto que ya ha estrenado su hospital en Tambacounda), arquitecto iconoclasta que gusta de jugar con dicotomías (abierto-cerrado, legal-ilegal, provocación-conformismo) proclamaba en un mini manifiesto que escribió para la Bienal de Venecia de 2004: "Al infierno con la síntesis. No necesitamos el término medio ni hacer aún más gris nuestro consensuado tejido urbano. No necesitamos anular el desacuerdo mediante la negociación en un interminable mar de conformidad. Negarse a negociar llevaría a una búsqueda de soluciones con un fundamento crítico". Algo en plan Bjarke Ingels pero con angst. En el edificio que hoy te traigo, con sus estructuras hidráulicas móviles y componentes metálicos, podemos encontrar acaso referencias a Price o Prouvé, aunque la conexión más evidente (está a escasos 100 metros) es nada menos que el museo Heidi Weber, edificio póstumo de Le Corbusier, donde el también suizo, lejos ya de su afición al blanco nuclear y el hormigón crudo, diseñara una estructura metálica adornada con colores primarios que también pueden verse en el baile mecánico de Herz. Otro referente bastante evidente es esta película de Léger

Dicho edificio puede además ser un reflejo de nuestro tiempo más inmediato. Andamos, como esta alocada casa que puede quedar totalmente enmascarada ipso facto, en un continuo ballo in maschera, indecisos entre cerrar o abrir. Hacemos malabarismos con la mascarilla para tomarnos el pinchotortilla, medimos cual topógrafos improvisados los metros que nos separan del convecino para ver de ajustarnos o no el dichoso apósito, gozamos, algo aún culpables, de la libertad del mask-less mientras contemplamos con pasmo las caras que se escondían tras las mascaretas. En fin. Pero para edificio enmascarado el que te muestro a continuación: la casi borde iglesia de Neviges, de Gottfried Böhm, al que acabamos de perder a los 101 años, bizarra construcción que he descubierto con asombro estos días. Brutal, se cierra a cal y canto a su entorno bajo una erizada montaña de hormigón aunque esconde, para goce de los que, intrépidos, se atreven a penetrar en su interior, espacios de una intensa belleza. O eso me parece a mí. 

En Vilajuiga (Gerona), Luis Twose y el estudio Two-Bo han renovado un complejo de aguas minero medicinales que data de 1904. En superficie no han construido nada nuevo, se han limitado a restaurar los edificios ya existentes, pero es bajo tierra donde los arquitectos han echado el resto: alrededor de un estanque circular que se hunde seis metros en el suelo, horadan una galería que desenmascara el rugoso muro que encierra la balsa, pared ciega que se hace protagonista de un recorrido subterráneo que busca el agua y la memoria ocultas (recordando un algo a la rehabilitación de la Bolsa parisina de Ando, recién estrenada). El contraste entre el hormigón perfectamente liso de la galería de acceso y el irregular muro de la balsa debe ser espectacular. Una obra menor, dirán muchos, pero acaso es en estos espacios insospechados donde podemos librarnos de nuestras máscaras y encontrar lo que Muñoz Molina, reseñando la novela La vida pequeña de J. Á. González Sáiz (que acaso rememora la "little life" de Eliot en La tierra baldía), llama "luz de paraíso": "La vida pequeña propone, desde su título, una actitud inversa, un curarse en salud de las feroces mayúsculas que tanto daño hicieron al mundo en el siglo pasado -y siguen amenazando todavía- mediante el cultivo a conciencia de lo menor, lo concreto, lo próximo, el paraíso de cada momento presente, lo tangible de un bloque de madera que huele todavía a savia y que un artesano convertirá en un valioso objeto cotidiano, la soledad acompañada que no se rinde a las fantasmagorías narcisistas del yo, las metáforas contenidas en la lengua común de todos los días". O lo que Pablo d'Ors (en Biografía de la luz) llama "iluminación", con él me despido: "La sabiduría se postra ante la fragilidad y reconoce que solo ahí está la vida. (...) Revestimos la iluminación de tanta solemnidad y grandilocuencia que apenas resulta creíble que suceda ante la visión de algo tan pequeño y cotidiano como un niño. Un niño...¿parece pequeño? Pues la iluminación puede acontecer gracias a realidades aún más pequeñas: una gota que cae del grifo, por ejemplo, o un abrir y cerrar de ojos, un traspié que te hace caer de bruces, una llamada de teléfono...(...). La iluminación no la da el poder, sino el conocimiento, el co-nacimiento: nacer con lo que tenemos delante, nacer siempre a nosotros mismos ante cualquier realidad".