A veces pienso que lo que Rafael Moneo realmente querría hacer es un edificio invisible. En el Bankinter madrileño y en Cartagena se oculta tras edificios que ya existían. En Estocolmo hace falta un GPS para encontrar su museo. El Kursaal donostiarra no puede dejar de verse, pero que conste que él quería hacer unas rocas translúcidas que se confundieran con las del malecón de la playa de la Zurriola. Pues bien, con su ampliación del Banco de España en Madrid (2006), lo ha conseguido. ¿Cómo? Muy fácil: clonando el edificio existente, de tal forma que una vez acabado y olvidadas las obras el edificio nuevo quedara oculto como una continuación natural del antiguo. El truco de ilusionista (a la altura de David Copperfield, el que hizo desaparecer la Estatua de la Libertad) funciona a la perfección: a ver quién es el listo que sabe dónde empieza la ampliación y acaba el viejo banco o viceversa.
Y sin embargo, Moneo no ha querido desaparecer del todo. Nos deja sutiles pistas para marcar su territorio. Al igual que hicieron los arquitectos en el edificio original, coloca sobre la fachada medallones (mi mujer, historiadora, me sopla que su nombre técnico es clípeos) con caras pero las descompone (ahora diríamos que las pixela) con formas angulosas como si se trataran de futuristas avatares de las deidades grecolatinas que supuestamente representan. Sólo visibles para el paseante tranquilo y contemplativo, muestran una desconocida vena lúdica del sobrio arquitecto navarro.
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