viernes, 7 de mayo de 2010

De marquismo, techno-kitsch, starchitect victims y urbanismo viagra



El otro día me di a uno de mis vicios confesables favoritos: la lectura de Arquitectura Viva (en biblioteca pública como siempre, no me puedo permitir su exorbitante precio aunque debo decir que algún número ha caído). Y disfruté especialmente con el prólogo de La arquitectura milagrosa de Llàtzer Moix (crítico de La Vanguardia), que la revista incluía íntegro en sus páginas finales. Con un estilo chispeante, sin contemplaciones y muy ameno sin dejar de ser informativo el autor se dedica a no dejar títere con cabeza en el escenario de la arquitectura de autor condenando los excesos que en nuestro país han dejado a su paso los starchitects. Muy al estilo periodístico anglosajón, que gusta de etiquetar de manera pintoresca y certera tendencias y modas, Moix introduce el término marquismo para referirse a la obsesión de capitales, ciudades, municipios y pueblos de nuestro país por tener un icono identitario de firma tras el éxito del tan traído y llevado efecto Guggenheim bilbaíno lo que les convertiría según el autor en penosos starchitect victims. Introduce también etiquetas del fenómeno de otros autores más o menos memorables como el síndrome de "ponga un foster en su vida", el techno-kitsch o el jocoso de urbanismo viagra (éstos dos últimos del historiador y crítico William J. Curtis, lee aquí un interesante artículo suyo de hace unos años sobre la arquitectura española actual), y menciona una alarmante cita de Deyan Sudjic según la cual, cada vez que el actual director del Museo del Diseño de Londres oye hablar del efecto Guggenheim le dan ganas de desenfundar su arma (de hecho en una entrevista para El País soltó que el inventor del efecto Guggenheim fue Hitler).

Está claro que, con eso de que España iba bien (qué tiempos aquéllos) aquí hemos tirado de tarjeta pagando los increíbles sobrecostes de obras que probablemente no fueran necesarias. Y que se ha caído en el papanatismo de la marca. Y que muchos de esos proyectos a poco de nacer (o incluso antes) han quedado arrinconados cual juguetes rotos en el armario de los trastos inútiles. Todo eso es cierto y debemos tenerlo en cuenta para el futuro. Ahora bien, conviene matizar (también Moix lo hace, muy suavemente, muy al final, en su prólogo). Que un alcalde quiera un icono para su ciudad (siempre que sea útil, no deje de construir un hospital para pagarlo o no saque tajada de la operación), me parece loable. A lo mejor eso es lo que diferencia un país vibrante y moderno de otro cutre y antiguo. Ahora se pone de moda cuestionar a Bilbao y Barcelona, especialmente a esta última, a la que cada vez se considera más como un simple parque temático de la arquitectura hecho para turistas. Habría que preguntar a los que opinan eso si preferirían vivir en Detroit. En segundo lugar, parece que el arquitecto de renombre debe ser poco menos que demonizado por...¿tener éxito? (a eso en mi pueblo lo llaman envidia). Claro que hay proyectos suyos que básicamente son deposiciones pinchadas en un palo, pero para evitar que nos cuelen un churro están los jurados que eligen los proyectos ganadores y los periodistas especializados. Así andan, que últimamente cuando los entrevistan parecen monjes franciscanos (en una actitud muy poco creíble salvo excepciones: Rogers, Moneo, Siza, Ito...). Me molesta también que algunos den a entender que este fenómeno de la arquitectura verbenera se da sólo en España, ahí tenemos esa especie de torre Eiffel artrítica que Kapoor ha diseñado para Londres como nuevo símbolo de la ciudad. Y qué decir de la desproporcionada Torre Califa...

Lo difícil es encontrar el equilibrio entre lo necesario y lo superfluo. Porque ¿qué es necesario realmente? ¿Lo son las Pirámides? ¿Las catedrales góticas? ¿La Torre Eiffel? ¿La Ópera de Sydney? No. Y sin embargo el mundo sería un lugar mucho menos interesante sin ellos.

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