Seguiremos hoy dándole una vuelta a Romantic Modernism de Wim Denslagen, que al fin terminamos de leer. Acompaño los comentarios con fotos que te explicaré al final si no te importa. Te preguntarás qué pintan en un blog que se llama Arquitectura Última. Igual los edificios en ellas son más últimos de lo que te piensas.
El siguiente capítulo del libro de Denslagen se titula Self-Seeking Romantics (algo así como "Románticos que se buscan a sí mismos"), y es tan escurridizo como el título. Nos va a hablar aquí de los dos polos en torno a los que se han movido la conservación de edificios. Uno de ellos, el más romántico, estaría liderado por John Ruskin, que despreciaba olímpicamente toda copia de la arquitectura clásica. En Las piedras de Venecia (1851) lo deja claro, señalando que toda arquitectura que regrese a la tradición griega o romana es producto de una mentalidad falsa, así por ejemplo critica la Basílica de San Giorgio Maggiore de Palladio nada menos por su forzado clasicismo. Igualmente le parece criticable la Queen Street de Edimburgo, en sus Edinburgh Lectures de 1853 dice que la repetición de los mismos elementos en todos los edificios de la calle le parece mortalmente aburrida por demasiado homogénea, dato que habría sorprendido a Arizmendi, el arquitecto que se quejaba del edificio Orly por desfigurar el equilibrado skyline donostiarra. La vieja arquitectura no debería ser "invadida", sino que había que dejar simplemente que desapareciera: "Su día nefasto debe llegar al fin; pero que llegue declarada y abiertamente, y que ninguna deshonra ni falso sustituto lo prive de los funerales de su memoria" afirma en Las siete lámparas de la arquitectura. Ruskin, señala Denslagen, era inflexible en este punto, y rechazaba incluso las intervenciones para salvar edificios especialmente valiosos aunque en su defensa alega que en aquellos tiempos las restauraciones resultaban a menudo lesivas para los infortunados inmuebles que las necesitaban. El otro polo en este tema es el representado por Viollet-le-Duc, que no solo restauraba con fruición, sino que estaba convencido de que sus intervenciones mejoraban el original ya que "era capaz ponerse en el lugar del arquitecto primitivo". Semejante iluminismo dio lugar a intervenciones como Carcassone, donde el resultado parece el decorado acartonado de una peli histórica de serie B si se me permite aportar una apreciación personal. En Notre Dame de París se cargó el coro de 1700 porque el barroco le disgustaba, era un estilo "sin interés en términos artísticos", como recoge Louis Réau en su Histore du Vandalisme (1958). Algo parecido haría George Gilbert Scott, otro medievalista convencido, en su intervención en Westminster Abbey. Frente a estos extremismos Denslagen señala como más sensata la postura intermedia de otros críticos como Edward A. Freeman, partidario de rehabilitaciones respetuosas como mal necesario, quien sostenía que "los sacrificios en el altar del Romanticismo eran difíciles de digerir". Finalmente sería Willian Morris quien daría, al parecer (con Denslagen nunca se sabe), con la solución: restaurar "en el espíritu de la época actual". Efectivamente, al poco el neerlandés afirma que esto fue "quizá una pseudo-solución" peor que el mal que intentaba curar pues la estructura a conservar no se preservaba ni siquiera como copia, y señala que otras culturas realizan copias perfectas sin que ello les suponga ningún tipo de conflicto ético-estético, así en Japón, donde es "un deporte nacional" y que tendría que ver con una cierta nostalgia por el poderoso imperio nipón de antaño. Recuerda como colofón la reconstrucción filológica de la Stoa de Átalo en Atenas de los años 50 financiada por los Rockefeller, otra resurrección en plan Pabellón de Alemania.
El siguiente capítulo, Edificios maleducados, retoma el epígrafe de un capítulo anterior ya dedicado a inmuebles que se llevan mal con su entorno. Aquí amplia el repertorio y nos presenta alegatos modernos defendidos con pasión por estudios díscolos como Coop Himmelb(l)au, ávidos deconstructivistas que como veíamos levantaron el Banco Central Europeo en Fráncfort. En 1980 soltaban perlas románticas rozando el ridículo como la que sigue (por eso seguramente la trae Denslagen a colación, me da que gusta de jugar con dados cargados): "Porque no queremos que la arquitectura excluya todo lo inquietante. Queremos que la arquitectura tenga más; queremos una arquitectura que sangre, que agote, que gire e incluso que se rompa; una arquitectura que arda, que pique, que desgarre, que se deshaga bajo tensión. La arquitectura debe ser cavernosa, ardiente, lisa, dura, angular, seductora, repelente, húmeda, seca, palpitante". A renglón seguido titula el siguiente epígrafe con el conocido Fuck the Context de Koolhaas, cómo no. Te comento un par de casos que le parecen especialmente significativos. El primero son dos edificios de oficinas erigidos en 1979 por un tal F.J. van Gool sobre el canal justo frente al Rijksmuseum, el principal museo de Ámsterdam que hace unos años fue reformado por Cruz y Ortiz tras agónico proceso. Así los describe Denslagen, sin cortarse: "Quería que sus torres proyectaran una cara fea hacia un edificio que él consideraba feo [el Rijksmuseum]. Para evitar cualquier diálogo con su despreciado vecino del otro lado de la calle, diseñó dos bloques de aspecto recalcitrante y severo. Por eso sus pequeñas ventanas miran con desdén y distancia al agua. Son bloques que profieren imprecaciones y por eso no encajan en este canal civilizado donde sus vecinos siempre muestran una gran cortesía decimonónica". Al parecer el arquitecto manifestó en persona a Denslagen su desprecio por el museo. Es una de las pocas ocasiones en las que nos muestra a las claras su opinión:"Por desgracia nací demasiado tarde para comprender lo que arquitectos como Van Gool encontraban tan exasperante sobre el siglo XIX. Y quizá nací demasiado pronto para poder entender por qué la respuesta a la fealdad decimonónica tenía que ser también fea". Aunque su planteamiento es comprensible, quizá habría que recordarle que términos como "bello" o "feo" son tremendamente subjetivos, igual para Van Gool sus edificios no son tan voluntariamente horribles (¿tan mezquino le juzga?) y solo quieren plantar cara al museo desde un enfoque moderno. Otro caso que Denslagen destaca, aquí seguramente con más razón, es la Haas Haus en Viena de Hans Hollein (otra gracia como el MKM), "un grito artístico violando el silencio de esta plaza histórica". El tercer y último ejemplo que te presentaré está en la ciudad holandesa de Groningen y resulta que lo conozco. Lo vi hará casi 30 años y aún lo recuerdo vivamente. Seguramente influida por el "efecto Guggenheim", la ciudad decidió promover a principios de los 90 un museo ruidoso (regalo de Gasunie, pilar económico de la ciudad) que, de nuevo es una opinión personal, le sienta como un tiro a su tranquilo entorno de edificios decimonónicos e históricos cinturones verdes en torno a los canales que hasta hace poco más de un siglo habían sido de propiedad privada. La propuesta ganadora fue la de de Alessandro Mendini, más famoso por sus coloridos diseños que por sus edificios, de hecho -Denslagen lo obvia- su trabajo fue principalmente seleccionar a los tres estudios que llevarían acabo el proyecto: Philipe Starck, Michele de Lucchi y, de nuevo, Coop Himmelb(l)au, quienes en su desquiciado pabellón ponen en práctica la cita que te ponía más arriba. Desde luego el resultado llama la atención así que prueba conseguida pero, especialmente el pabellón de los austriacos, parece más una tienda pop up que una construcción seria y queda totalmente fuera de lugar. En fin, juzga tú mismo. Pero no pensemos que Denslagen está totalmente en contra de la modernidad, también critica por ejemplo cómo se ha desfigurado la urbanización de líneas modernas Kleine Driene en Hengelo que diseñaran Van den Broek y Bakema en 1959 para hacerla más sostenible y defiende una casa unifamiliar rabiosamente contemporánea en Delft a cargo del estudio Cepezed.
Dejemos si te parece el libro de Denslagen por el momento (ya solo me quedan dos capítulos de los que hablar) y veamos qué te propongo como acompañamiento gráfico de la entrada de hoy. La foto primera parecería una pequeña iglesia neoclásica como de finales del XVIII, ¿verdad? Pues no. Lo creas o no fue terminada en 1928, casi al mismo tiempo que el Pabellón de Barcelona, y es una réplica exacta de otra situada a su derecha. Aquí no se reproduce algo que existía pero fue destruido en catástrofe, guerra o desmantelamiento sino que hablamos, simple y llanamente, de una clonación arquitectónica. Tenemos por tanto otro subgénero más dentro del tema reconstrucción por si no teníamos ya suficiente carajal. ¿Y por qué?, te preguntas pasmado. Pues para proteger la otra iglesia, la original de 1798 erigida por Felipe Fontana, donde Goya pintó unos famosos frescos que estaban en serio peligro de deterioro y donde además sería enterrado el pintor tras traer sus restos desde Burdeos, donde había muerto en 1828 (la cabeza se la quedarían los franceses de recuerdo). Nos referimos a la ermita bis de San Antonio de la Florida en el Madrid más castizo, que Juan Moya Idígoras, iniciador de la saga arquitectónica de los Moya (en la que destacará su sobrino Luis Moya Blanco), construyó exactamente igual a la de verdad, y eso a pesar de que las autoridades eclesiásticas le presionaron para levantar un templo mayor. Acaso para distinguirlas se situó una escultura del genio maño, todo un moderno prerromántico, justo en frente de la original (recordemos que muy cerca de aquí 43 madrileños fueron fusilados por levantarse contra el invasor francés, episodio recogido por Goya en uno de sus más conocidos cuadros). Para Ruskin y demás románticos modernos la ermita fake sería el timo del siglo. Viollet-le-Duc habría "mejorado" el original. Y a Morris tampoco le convencería ya que no refleja (en absoluto) el espíritu de la época en que fue replicada. ¿Por qué lo haría así Moya? Puede explicarse quizá por su temperamento, extraordinariamente discreto y respetuoso (en muchas obras en las que intervino su autoría quedó en la sombra y solo recientemente, gracias a la documentación aportada por su nieto, se ha descubierto su participación en ellas), pero también por propia convicción: la modernidad no iba con él como dejaba claro en 1923 en su discurso de ingreso en la RABASF:“Nada es posible adelantar sin apoyarse en lo ya hecho, y consecuencia de este convencimiento es el que en todas partes se estudie el Arte de edades pasadas, en busca, no de formas exteriores, que son lo accidental, sino de su espíritu, de lo sustancial, que inspirándose en realidades de cada época y pueblo que les dio el ser, estimulando en cada uno el resurgimiento de un nacionalismo artístico, que sin excluir ninguna influencia exótica que pudiera fecundar lo tradicional, neutralice la irrazonable uniformidad de un cosmopolitismo que, cundiendo más de día en día, amenaza ahogar nuestro noble Arte".
De todas formas intervino Moya en la iglesia de San José de Pedro de Ribera en la muy madrileña calle de Alcalá, y aquí sí que retocó visiblemente su fachada para igualar la altura de los laterales con las construcciones aledañas. Del mismo modo diseñó (aunque, en su estilo, no firmó el proyecto) la "casa del Cura" justo a la izquierda de la iglesia, en el solar de la primera edificación demolida en las obras de la nueva Gran Vía con intervención, simbólica claro, de Alfonso XIII, quien golpearía el inmueble con piqueta de plata el 4 de abril de 1910. Nos sorprende que Moya osara enmendar la plana a Pedro de Ribera, starchitect del Barroco español reconfigurando como decimos la fachada de la iglesia de San José y sin embargo calcara milimétricamente la ermita de Fontana, un arquitecto boloñés de mucha menos importancia especializado en escenografía (sus primeros trabajos en España fueron perspectivas arquitectónicas "fingidas"en iglesias y casas nobiliarias), quién sabe si Goya diseñó sus trampantojos en la cúpula de la ermita por influencia suya. En todo caso tanto esfuerzo por igualar alturas resultaría a la postre vano pues dos décadas más tarde el arquitecto bilbaíno Manuel Ignacio Galíndez Zabala levantaría a la derecha de la iglesia, en lo que fuera el Teatro Apolo, la voluminosa mole gris del Banco de Vizcaya, hoy ocupada por la Comunidad de Madrid, edificio que sobresale claramente sobre sus compañeros de manzana. Es con todo este peculiar mix arquitectónico una interesante lección de arquitectura del siglo XX. Hay más similitudes entre el edificio de Moya y la iglesia de Ribera, separados por siglo y medio, que entre el de Moya y el de Galíndez, que se llevan como te digo solo 20 años. Todos ellos soberbios en su estilo, el del madrileño hace frente sin quedarse atrás al muy icónico edifico Metrópolis, su chaflán acaso recordando la popa de un galeón (Moya era muy aficionado a los barcos, que pintaba con maestría) y el del vasco es una elegante muestra de clasicismo depurado ya casi moderno. Un poco más arriba de la Gran Vía hay otro edificio de rompe y rasga en el que Moya también participó. Se trata del edificio de Telefónica nada menos, para algunos el primer rascacielos de Europa, que fue en un primer momento asignado a él. Ignacio de Cárdenas, uno de los arquitectos colaboradores que además había sido alumno de don Juan, acabaría asumiendo el proyecto al parecer debido a las diferencias de Moya con sus superiores en temas de diseño. Resulta un tanto sospechosa la descripción que en el anteproyecto hace Cárdenas del diseño de su antiguo profesor con referencias casi (o del todo) ofensivas:“Moya se lanzó a proyectar una fachada a la Gran Vía que cuajó en toda su altura de decoración barroca. Cada ventana estaba encuadrada por pilastras y frontones, hojarasca retorcida, conchas y no sé si angelotes que sostenían cada jamba. Algo de locura. Y la portada que llegaba hasta el piso tercero o cuarto recordando por su epiléptica decoración a la del Hospicio madrileño, pero en peor”. Más sangrante si cabe es el hecho de que en la documentación sobre Moya que como decíamos su nieto (Juan Moya Arderius) aportó a la Comunidad de Madrid en 2011, se descubrieran dos diseños de dicha fachada que en absoluto presentan esa desaforada decoración epiléptica de la que habla Cárdenas y, para remate, se parecen bastante a la fachada que hoy luce el edificio. Sea como fuere, Moya gozó siempre de la mayor consideración entre sus compañeros de oficio y fue el último profesional que ostentó el título de Arquitecto mayor de la Casa Real y Sitios Reales otorgado por Alfonso XIII, en el marco del cual realizó intervenciones para sanear el Palacio Real y restaurar el monasterio de las Huelgas en Burgos o el Palacio de la Granja tras un incendio. Fue también el arquitecto a cargo del Congreso de los Diputados, siendo el responsable de la fisonomía actual del hemiciclo, y sería nombrado arquitecto director de las obras de la catedral de la Almudena, puesto que asumió desde 1922 hasta el inicio de la Guerra Civil y en el que, con buen criterio, moderó el planteamiento inicial del Marqués de Cubas, quien, en un neogótico desatado, había planteado un descomunal cimborrio que habría hecho parecer la Cornisa una suerte de Cabo Cañaveral en día de lanzamiento. Propuso un diseño también neogótico, inspirado en la catedral de León que nunca llegaría a hacerse realidad; tras la Guerra Civil sería Chueca Goitia el arquitecto que daría a la catedral la forma que hoy podemos ver.
Si estás interesado en el trabajo de Juan Moya, te voy a enlazar a una web donde puedes consultar el completo catálogo de la exposición que en 2022 le dedicó el Archivo y Biblioteca Regional de Madrid (hablando de rehabilitaciones, una magnífica reconversión de la Fábrica de El Águila a cargo de Mansilla y Tuñón). Nosotros nos despedimos ya hasta una próxima ocasión recordando las palabras de Berenice Abbott: "Algunas personas aún no son conscientes de que la realidad encierra bellezas incomparables. Lo fantástico e inesperado, lo cambiante y renovador no se encuentran en ningún otro lugar tan ejemplificados como en la vida real".
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