Hoy te traigo un edificio olvidado e insólito descubierto hace poco por internet y que necesitaba ver para creer. Brutalista hasta las trancas, está en una ciudad que no te esperarías, la muy nostálgica Donostia. Eso sí, no vayas a buscarlo a la San Sebastián romántica como se llama al centro decimonónico revivalista, aunque si seguimos a Denslagen, el autor de Romantic Modernism, sería justo lo contrario dado que esa imitación de estilos caducos casaba mal con el espíritu innovador del Romanticismo. Para encontrarlo tendrás que irte un poco a las afueras, justo detrás del estadio de Anoeta. Bajo la lluvia pertinaz de un día gris, que potencia aún más el componente brutalista, la visión del mamotreto de hormigón te puede dejar desubicado, como si de pronto estuvieras en Camden Town. Se trata del frontón largo Carmelo Balda (qué distinto del Beti-Jai modernista con toques neo-mudéjares recién rehabilitado en Madrid), un equipamiento construido en 1974 sin concesiones a la galería salvo acaso unas vidrieras redondas representando diversas modalidades del juego de pelota, deporte que hoy asociamos al País Vasco pero que hizo furor en España e Hispanoamérica a finales del XIX y principios del siglo pasado, cuando el fútbol era solo una ocurrencia, de nuevo, británica. Flanqueado por dos imponentes torreones fabriles, la fachada principal de este monumental mamut aparece cruelmente empalada por una especie de vigas que provocan estupor al menos en el que esto suscribe (¿harán referencia a las palas con las que se juega al frontón, especialmente en este cuyas dimensiones permitían el uso de especialidades "de herramienta"?). Luce hoy el cincuentón inmueble ajado, su cruda piel deja entrever a través de extensos costurones la armadura del hormigón y de nuevo nos preguntamos cómo se rehabilita un edificio como este en el que no es posible separar fachada externa de estructura. Se le ha añadido una extensión en su lado izquierdo que pega malamente con el resto.
Su autor fue Luis Jesús Arizmendi Amiel (1912-1981), arquitecto municipal de San Sebastián desde 1941 y sucesor por tanto del más recordado Juan Rafael Alday, quien fuera a su vez responsable de algunos de los símbolos más románticos (o anti-románticos) de la ciudad como la barandilla de la Concha o las enormes farolas del bello paseo que circunda la playa. Arizmendi fue un arquitecto formado en Madrid que con tan solo 15 años al parecer entraría en la Residencia de Estudiantes (justo a tiempo para asistir a las conferencias que dio Le Corbusier en 1928). Durante sus más de 20 años al frente del cargo dejaría Arizmendi su lógica impronta en la capital guipuzcoana, levantando por ejemplo la barriada en torno a la abrupta calle Alto de Amara, complejo ideado para empleados municipales con un estilo que emula ligeramente al caserío vasco y cuyos bloques hoy lucen pintados de diferentes y alegres colores. Otros edificios de viviendas cercanos a estos en la trasera de la plaza Easo, también firmados por él, sucumbieron hace unos años a la piqueta para erigir nuevas construcciones dentro de la operación urbanística conocida como San Bartolome Muinoa (la colina de San Bartolomé), proyecto impulsado por Odón Elorza en el que podemos destacar el colegio Aldapeta María de IDOM. Como urbanista, Arizmendi fue autor del Plan Director de la Ciudad de San Sebastián de 1959 y realizó numerosos estudios sobre defensa de cascos urbanos, circulación viaria, parques y jardines, estacionamientos y limitación de crecimiento de ciudades. Pero quizá su intervención más sonada fuera la remodelación del antiguo Casino donostiarra para alojar al ayuntamiento, uno de los edificios más conocidos de la ciudad. Le dio nueva entrada por la parte trasera, zona que dignificó abriendo grandes ventanales y rodeándola de recoletos jardines y transformó el antaño fastuoso salón de baile en serio Salón de Plenos. El Casino, que había sido inaugurado en 1887 en el socorrido estilo ecléctico del momento, nació con fecha de caducidad: en 1947 tenía que ser revertido al ayuntamiento. Ya bastante antes había entrado en crisis pues Primo de Rivera decretó la prohibición del juego cuando dio su golpe de estado en 1924 (tras el desastre de Annual no estaba el horno para bollos). En esta reconversión hay un componente de bella justicia poética. El padre de Luis Jesús, Javier Arizmendi, era un conocido y combativo abogado donostiarra que se significó especialmente en la lucha para que el Casino tributase como correspondía a sus extraordinarias ganancias. La sociedad que lo gestionaba contribuía a financiar saraos populares (fuegos artificiales, demostraciones aeronáuticas y demás), que encima servían para atraer más turistas que acabarían probando suerte al bacarrá, pero su contribución para gastos sociales comparada con otros grandes casinos como el de Montecarlo era ridícula según las crónicas (¿sabías que en la primera década del siglo pasado se matricularon más coches en San Sebastián que en Madrid o Barcelona?). Don Javier en una de las múltiples trifulcas llegó a retar a los dueños del Casino, que se quejaban de que no llegaban a fin de mes, a que le dejaran a él la gestión del negocio. En uno de esos alegatos, en 1931, se sintió mal nuestro impetuoso letrado, cayendo de inmediato fulminado ante el horror del público asistente a la audiencia, que nada pudo hacer para salvar su vida. Nos preguntamos si su hijo, al dar la puntilla al antiguo Casino para convertirlo en ayuntamiento, al que su padre además había servido como concejal, no sentiría una discreta pero intensa satisfacción. Otra anécdota más y cierro párrafo. Su hermana pequeña, María Elena Arizmendi, con solo seis años ganaría un concurso de Charlestón (estamos ya en los roaring twenties) celebrado, lo que son las cosas, en el Gran Salón de este mismo Casino, el mismo que pasados los años sería convertido por su hermano en Salón de Plenos municipal. La pequeña acabaría siendo famosa bailarina a la que Balenciaga vestiría para sus actuaciones y una no menos valorada antropóloga, autora de Vascos y Trajes, libro prologado por Caro Baroja. Casaría con Jose María Iribarren Cavanilles, arquitecto municipal de Irún que sustituyó en el cargo a Luis Vallet cuando dejó el puesto vacante al huir a Francia en los inicios de la Guerra Civil. Jose María, a quien le tocaría rehacer la ciudad fronteriza, arrasada en la guerra, junto a su hermano el prestigioso ingeniero de puertos Ramón Iribarren (autor del aeropuerto de Fuenterrabía), aprovechó el destrozo para crear un urbanismo moderno y fue autor de un curioso edificio conocido popularmente como La Visera, hoy desaparecido.
Pero volvamos a Luis Jesús Arizmendi, el autor de nuestro frontón. En el número 69 de la revista Arquitectura del COAM de septiembre de 1964, dedicado en exclusiva a San Sebastián, nos lo volvemos a encontrar como autor de un artículo en el que se queja del edificio Orly ya que como arquitecto municipal dice haberse sentido presionado para dar vía libre a un edificio que supera en altura a las construcciones circundantes. Arizmendi no se muerde la lengua: "Pero esta deliciosa armonía original se quiebra
en cuanto irrumpe en el núcleo urbano ya planificado un nuevo ser de otro tiempo.
Ese "ente", que atrapando el ámbito superior por
el simple hecho de hallárselo encima (el paisaje es
de todos) sin respeto alguno al dominio público
y olvidando es la vida pura coexistencia, acaba por
erguirse "hoy" sobre la ciudad de "ayer", desdeñoso y petulante". Esta agresión, que ve más admisible en la periferia de las ciudades, tiene además un agravante claro, beneficiar a unos pocos: "Se da pie a la creación de "volúmenes privilegiados
adscritos a particulares". Y a que surjan por ello las víctimas de los hechos consumados: los siniestrados
del urbanismo". Vemos que Luis Jesús es digno hijo de su padre. El texto dialoga con el libro de Denslagen: "En la ciudad, la subsistencia de su pequeña historia humilde y afectiva, y la de su ambiente artesano puro, son tan necesarios como el pan vital.
La tradición requiere mantener cosas que no sirven
para nada y dicen mucho ... espiritualmente.
Por ello una comisión de "expertos" dictaminará
siempre cualquier previa demolición o reforma.
Sin embargo, llegado el caso de hacer la obra
nueva, no somos partidarios de la llamada "arquitectura de acompañamiento"; de una arquitectura de
compromiso (el estilo de ayer creado por el hombre
de hoy no es posible "sentirlo")". En otro artículo más breve donde presenta un bloque de viviendas de rotunda modernidad que acababa de terminar en el paseo de la Concha deja cumplida constancia de que su edificación se debe a la "demolición involuntaria" de un inmueble decimonónico (la casa ardió, se adjunta foto de la antigua construcción en llamas) y no a "incentivos especuladores", demostrando por un lado respeto a la tradición pero también espíritu moderno al negarse a hacer una "arquitectura de compromiso" (una réplica más o menos exacta del edificio desaparecido). Hoy en día, aunque el Orly se hace de notar en el muy homogéneo skyline de la Donostia supuestamente romántica, su argumento produce cierta hilaridad teniendo en cuenta el regalito de 76 metros de altura que nos dejaron Mariano Oteiza y Juan Cruz Saralegui en los primeros setenta; alegan los autores como atenuante que para tamaño desmadre, la llamada torre de Atotxa, se inspiraron en el famoso hotel en Copenhague de Jacobsen.
Te estarás preguntando qué pinta Ernesto Rogers en una revista española sobre San Sebastián. No, no construyó nada en la capital guipuzcoana (ni en España) pero estuvo en esa alhaja llena de luz como la piropea en su artículo formando parte del jurado del primer concurso para el nuevo Kursaal, el segundo gran Casino donostiarra que tuvo aviesa fortuna: se inauguraba en 1922 y en 1924 Primo de Rivera prohibía el juego. De estilo, cómo no, ecléctico, sería finalmente demolido en 1973. Ahora entiendo por qué estaba su primo Richard, el futuro coautor del Pompidou y la T4 madrileña, en la Concha aquella romántica noche en la que la policía le pilló en cueros vivos; al calabozo que fue. Recordemos brevísimamente que se convocaron nada menos que tres concursos, casi a uno por década, para suplir al desaparecido edificio. Como todo el mundo sabe, no sería hasta 1999 cuando los famosos y magníficos cubos traslúcidos (rocas varadas) de Moneo ocuparían finalmente el llamado solar K. Volviendo a los 60, decir que el proyecto seleccionado de manera, en mi opinión, inexplicable, era una suerte de Kraken alienígena de 130 metros de alto que con sus enormes tentáculos parecía iba a arrasar la incauta ciudad. Pero ya me he caído de nalgas cuando he descubierto que entre los miembros del jurado se encontraba Secundino Zuazo, señores, el arquitecto responsable de los Nuevos Ministerios madrileños, acaso el edificio más peñazo de España (otros miembros del jurado serían Rafael de La-Hoz, del que hablábamos aquí hace poco, Cano Lasso o Chillida). Me pregunto qué pasaría en ese jurado para llegar a tomar semejante decisión. ¿Querían despertar a San Sebastián de su rancia modorra decimonónica y dejarla de paso en shock anafiláctico para los restos (eran por tanto verdaderos románticos siguiendo la definición de Denslagen)? ¿Querían demostrar al mundo lo modernos que podíamos ser cuando nos lo proponíamos (el complejo que teníamos de casposos debía ser de campeonato)? ¿Estaba el jurado bajo los efectos alucinógenos del LSD (recordemos que hasta 1968 fue legal)? ¿Fueron poseídos por un ente extraterrestre? (así podría seguir todo el día). Tienes aquí el lisérgico fallo al completo con el proyecto seleccionado y los siguientes clasificados, todos moles brutales -incluyendo una absurda pirámide-; el más interesante en nuestra opinión es el de Roberto Puig y Fernando Pulin, pero juzga tú mismo. En todo caso, con buen criterio, se dio carpetazo al asunto.
Despedimos al fin entrada tan intensa deseando a nuestro mamut herido una pronta (y respetuosa) recuperación.