sábado, 26 de julio de 2025

Oferta de sentido

 


Llevo varias semanas intentando hilar entrada y no hay manera. Me preocupa.¿Estaré acaso en mi ocaso como creador de contenidos? Alegaré en mi defensa que se me ha juntado por azar la lectura del demoledor Sin relato de Lola López Mondéjar, y eso que lo he leído en pequeñas dosis, con el visionado de la serie Adolescencia (y justo después Los secretos que ocultamos, también con adolescente chungo) y me ha dado un bajón de narices. Si eres padre o profesional del ramo te recomiendo no los mezcles. Pues eso, que hoy iré a lo fácil, me marcaré otro ¿Quién sabe dónde? y andando. Por aquello de que estamos en verano no te lo he puesto muy difícil, además te doy pistas. En 1979 el autor del matérico edificio que hoy te traigo enseñó un icono de la arquitectura española no menos matérico, el mismo que había obnubilado a Le Corbusier pero no a Aalto, a otro arquitecto de renombre que, como él, fue inquieto crítico. De los que trataban de ofrecer sentido (en palabras de Santiago de Molina), no meros contenidos, qué tiempos aquellos. Analógico uno, cultísimo el otro, tan amantes del cubo como el arquitecto del edificio que visitaban, acabaron enzarzados en debate sobre un famoso cuadro que se expone en la ciudad natal del analógico, una obra pintada por un señor al que Francisco I puso casoplón en Amboise, donde vendría a morir por cierto. 

Hace unas semanas, en el Espacio Arquia de Madrid, fui testigo de otro encendido debate, con momentos desopilantes, entre nuestro culto arquitecto y Diana Agrest en torno al muy interesante documental que la arquitecta argentina, profesora en Princeton, Columbia y la Cooper Union, realizara sobre el Instituto de arquitectura y urbanismo fundado por Eisenman en Nueva York en 1967, documental en el que nuestro misterioso arquitecto aparecía fugazmente. Primero tomó la palabra para comentar que, aunque le había gustado, el reportaje le parecía algo desordenado, a lo que Agrest le respondió que quería ser un reflejo de aquellos tumultuosos años y de cómo se vivían en el think tank neoyorquino. Él replicó que no lo recordaba así, a lo que ella señalaba, ya algo mosca, que los recuerdos son personales y subjetivos. Después, siempre correcto, arremetió nuestro protagonista contra el título del documental (The Making of an Avant-Garde), indicando que la vanguardia era un concepto que remitía a las corrientes artísticas de principios del siglo XX y quizá no era del todo apropiado para los años 60. Agrest, ya molesta, le pidió que dejara meter baza en el debate a los jóvenes (un golpe bajo, la verdad) pero no había manera de que nuestro insigne e insistente arquitecto soltara el micrófono. Finalmente, viendo que la cosa iba a mayores, cerró el debate en tono conciliador felicitándole encarecidamente por el documental. 

Le tenía justo en la fila de delante y me habría gustado decirle algo en plan mire, soy muy fan de usted. No tuve el valor, claro. Viví una situación similar que me da, la verdad, algo de vergüenza relatar pero hoy tengo el día from lost to the river. Como ya te comenté asistí a la charla-entrevista que en la fundación March dio hace unos meses Fernández-Galiano, otro portador de sentido. Oculto en mi gabán llevaba uno de sus libros para que al final del evento me lo firmara pensando, iluso, que iba a ser un encuentro íntimo y familiar. Cuando al concluir fue rodeado por VIPs (De la-Hoz, Nieto, Sobejano y otros que no reconocí) me di cuenta que allí pintaba lo mismo que pulpo en garaje e hice raudo mutis por el foro con mi gabán y mi libro sin firmar.  

Pues termino. Entrada floja, ya lo siento. Me he dejado llevar por el stream of conciousness, que en el mundo digital se llama lore, una forma de enriquecer narrativas, crear conexiones emocionales con la audiencia y construir una ilusión de comunidad entre los fans, me cuenta la IA (bueno, ella dice sentido de comunidad). Un churro, vamos. 

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