Abrimos hoy entrada con el colegio de ladrillos perforados en la ciudad de Tambacounda (Senegal) según un diseño de Manuel
Herz, arquitecto suizo que está construyendo también allí un hospital con el
mismo tipo de fachada (en origen la idea era crear sólo dos fachadas para
testar su rendimiento, pero a un constructor local, Magueye Ba, se le ocurrió
cerrar el espacio y dar lugar a una escueta escuela). Las fachadas se construyen
así para que las estancias del futuro hospital y ahora también del colegio se
ventilen de manera natural sin necesidad de recurrir a un costoso sistema de
aire acondicionado. Al ver las fotos de recinto tan básico, la verdad, como que
se te cae un poco el alma a los pies, y sin embargo, dándole vueltas al tema, igual
más de uno hubiéramos preferido dar clase en esta escuela accidental antes que
tener que ejercer de ciberprofesor durante el accidentado trimestre
pandémico.
En este punto voy y te traigo no uno, sino dos artículos de
David Trueba. El primero, para El País (Suspense general) lo leí durante
el confinamiento, te cito un par de frases: “Los mejores profesores se
esfuerzan porque la enseñanza telemática no sea una mera pantomima. Pero los
peores seguro han encontrado la guarida perfecta para su vagancia. Como los
alumnos”. Y hablando sobre un docente universitario en su último año de
docencia que le marcó especialmente, apostilla: “Pero precisamente hoy conviene
reconocer que la presencia física, su voz, su apariencia, la distancia entre
infinita y mínima que provoca el aula, preservan como algo incomparable la
clase sobre todo lo demás. No pidamos a la tecnología que sustituya lo que es
mágico”. Aunque poco se puede añadir a ideas tan nítidas, apuntaré únicamente que
dicha magia, que sin duda existe, no sólo la aportan los profesores (y bastante
más los jóvenes que los talludos, aunque seguramente en la universidad sea al
contrario que en los colegios), sino que también, y no pocas veces, los magos
son los alumnos. Habrás oído montones de veces experiencias deprimentes en el
aula contadas por sufridos profesores, pero apuesto que casi nunca habrás oído el
argumento contrario, no en vano el pesimismo siempre vende más y aporta un cierto
aura de intelectualidad que el optimismo nunca tendrá, como recuerda Daniel Innerarity
en el último capítulo de su libro Política para perplejos, donde señala
que para muchos ”un intelectual contento o es un impostor o es poco
inteligente”. El filósofo argumenta que el pesimismo, simplemente, no es razonable,
y para ilustrar su punto de vista (perdona el rodeo, pero me parece
relevante en estos tiempos inciertos) menciona una fábula de Esopo: Un anciano
cortó en cierta ocasión leña, cargó con ella a cuestas y emprendió un largo
camino de vuelta a casa. Cuando se sintió vencido por el cansancio, decidió arrojar
la carga y llamar a la muerte. Ésta apareció rauda y le preguntó por qué le
había llamado. El anciano, cambiado su parecer, contestó: “para que me coloques
de nuevo la carga encima”. Mientras hay vida hay esperanza: “Por eso lo más razonable
es resistirse a dar al presente el carácter de lo definitivo” y propone
nuestro pensador “posponer la respuesta, dejarla abierta”. Pero vuelvo ya con
Trueba. En el segundo artículo que te mencionaba, una entrevista publicada por
el Heraldo de Aragón hace sólo unos días, el escritor y cineasta responde así a
una pregunta sobre cómo va a verse afectado el mundo de la cultura por la
pandemia: “Por mucho que se desarrolle la cultura digital, es un oxímoron en sí
mismo. La cultura es de cuerpo entero. Sin contacto humano no puede haber
cultura”.
Regreso al inicio, qué mareo. Se me ha ocurrido traerte la ventilada
escuela senegalesa, con ese espíritu moderno en su sencillez y voluntad
higiénica (con tanta obsesión por la profilaxis, ¿volverá el Movimiento
Moderno?) tras leer un curioso artículo en el NYT en el que, hablando de las
aulas y el coronavirus, se menciona una algo estrafalaria experiencia que se
llevó a cabo en Nueva York en varios centros educativos a principios del siglo
pasado, cuando la tuberculosis campaba por sus fueros. Como en aquellos tempos
predigitales no había alternativa a la clase presencial, los valientes directivos
de algunos colegios decidieron que las clases se impartieran en aulas donde las
ventanas, por supuesto siempre abiertas, permitieran una buena ventilación o incluso
en patios o azoteas siguiendo las últimas tendencias educativas que venían de
Alemania. En el crudo invierno neoyorquino los alumnos no tenían más remedio que
llevar “Eskimo sitting bags”, una especie de mantas-saco similares a las usadas
por los esquimales (el artículo se ilustra con impagables fotos). Al parecer,
la experiencia funcionó: las clases se dieron y ningún chaval enfermó de
pulmonía. La autora del artículo (Ginia Bellafante) propone sin la más mínima
sorna dar clases ocasionales en el exterior el próximo curso en lugar de mandar
a los chavales a casa a estudiar vía internet, considerando que, pese a lo
extremo de la solución, padres exhaustos tras un trimestre de homeschooling
y maestros hartos de chapuzas telemáticas no lo verían con malos ojos. Entre
eso y las algo ridículas pantallas plásticas que, rememorando a las burbujas
setenteras de las que aquí hablábamos, proponen los responsables educativos allí
para proteger a los docentes (¿alguien ha pensado en las consecuencias
medioambientales de volver al plástico ahora que estábamos deshaciéndonos de él?),
la idea, con las necesarias adaptaciones, no parece tan descabellada.
Muchos serán, con todo, los que sin duda preferirán la
vuelta de la enseñanza a los mundos virtuales ahora que ya hemos presuntamente
aprendido cómo gestionarlos. Además, con el prestigio del que goza lo tecnológico,
pocos se atreverán a proponer soluciones tan pedestres como las que sugiere
Bellafante. Máxime si las administraciones educativas, responsables de configurar
“sistemas inteligentes” que den pautas firmes y claras para el regreso a la famosa nueva normalidad vuelven, como ya
hicieron en el trimestre pandémico, a proponer medidas vagas, contradictorias e
inasumibles. Y no olvidemos que está mucho en juego: la oportunidad única de hacer
pasar por el aro virtual a una profesión que, al menos en lo que se refiere a
las etapas preuniversitarias y salvo ejemplos aislados, siempre se había
considerado inmune a la reconversión digital. Estos días hay una exposición de
nombre Cybernetics of the Poor: tutoriales, partituras y ejercicios que pone
el dedo en la llaga, reflejando cómo el arte hace frente, muy a duras penas, a esta
nueva “arquitectura del poder” que domina el mundo mediante procesos de
planificación, anticipación y sistematización facilitados por la masiva
recopilación de datos. La exposición muestra las obras (a menudo crípticas) de
un buen número de artistas en las que se utilizan diversas tácticas para
desafiar el orden cibernético imperante en lo que los comisarios de la muestra
han denominado la cibernética del pobre. Más información aquí.
En fin, que el debate está servido. Termino con cita de
Santiago de Molina en Hambre de arquitectura: “Hoy que nos
relacionamos con más seres humanos que nunca antes gracias a las tecnologías sociales,
hoy que parece que la virtualidad está cobrándose el mayor número de víctimas
posibles en almas sin cuerpo, reclamamos la realidad con el ansia del que
reclama una pausa en un descenso sin frenos. Si T.S. Eliot dijo en el siglo pasado
que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir
este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto
con la realidad-real es cada vez más acuciante”. No lo perdamos también en
las aulas.
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