domingo, 26 de julio de 2020

Aulas



Abrimos hoy entrada con el colegio de ladrillos perforados en la ciudad de Tambacounda (Senegal) según un diseño de Manuel Herz, arquitecto suizo que está construyendo también allí un hospital con el mismo tipo de fachada (en origen la idea era crear sólo dos fachadas para testar su rendimiento, pero a un constructor local, Magueye Ba, se le ocurrió cerrar el espacio y dar lugar a una escueta escuela). Las fachadas se construyen así para que las estancias del futuro hospital y ahora también del colegio se ventilen de manera natural sin necesidad de recurrir a un costoso sistema de aire acondicionado. Al ver las fotos de recinto tan básico, la verdad, como que se te cae un poco el alma a los pies, y sin embargo, dándole vueltas al tema, igual más de uno hubiéramos preferido dar clase en esta escuela accidental antes que tener que ejercer de ciberprofesor durante el accidentado trimestre pandémico.

En este punto voy y te traigo no uno, sino dos artículos de David Trueba. El primero, para El País (Suspense general) lo leí durante el confinamiento, te cito un par de frases: “Los mejores profesores se esfuerzan porque la enseñanza telemática no sea una mera pantomima. Pero los peores seguro han encontrado la guarida perfecta para su vagancia. Como los alumnos”. Y hablando sobre un docente universitario en su último año de docencia que le marcó especialmente, apostilla: “Pero precisamente hoy conviene reconocer que la presencia física, su voz, su apariencia, la distancia entre infinita y mínima que provoca el aula, preservan como algo incomparable la clase sobre todo lo demás. No pidamos a la tecnología que sustituya lo que es mágico”. Aunque poco se puede añadir a ideas tan nítidas, apuntaré únicamente que dicha magia, que sin duda existe, no sólo la aportan los profesores (y bastante más los jóvenes que los talludos, aunque seguramente en la universidad sea al contrario que en los colegios), sino que también, y no pocas veces, los magos son los alumnos. Habrás oído montones de veces experiencias deprimentes en el aula contadas por sufridos profesores, pero apuesto que casi nunca habrás oído el argumento contrario, no en vano el pesimismo siempre vende más y aporta un cierto aura de intelectualidad que el optimismo nunca tendrá, como recuerda Daniel Innerarity en el último capítulo de su libro Política para perplejos, donde señala que para muchos ”un intelectual contento o es un impostor o es poco inteligente”. El filósofo argumenta que el pesimismo, simplemente, no es razonable, y para ilustrar su punto de vista (perdona el rodeo, pero me parece relevante en estos tiempos inciertos) menciona una fábula de Esopo: Un anciano cortó en cierta ocasión leña, cargó con ella a cuestas y emprendió un largo camino de vuelta a casa. Cuando se sintió vencido por el cansancio, decidió arrojar la carga y llamar a la muerte. Ésta apareció rauda y le preguntó por qué le había llamado. El anciano, cambiado su parecer, contestó: “para que me coloques de nuevo la carga encima”. Mientras hay vida hay esperanza: “Por eso lo más razonable es resistirse a dar al presente el carácter de lo definitivo” y propone nuestro pensador “posponer la respuesta, dejarla abierta”. Pero vuelvo ya con Trueba. En el segundo artículo que te mencionaba, una entrevista publicada por el Heraldo de Aragón hace sólo unos días, el escritor y cineasta responde así a una pregunta sobre cómo va a verse afectado el mundo de la cultura por la pandemia: “Por mucho que se desarrolle la cultura digital, es un oxímoron en sí mismo. La cultura es de cuerpo entero. Sin contacto humano no puede haber cultura”

Regreso al inicio, qué mareo. Se me ha ocurrido traerte la ventilada escuela senegalesa, con ese espíritu moderno en su sencillez y voluntad higiénica (con tanta obsesión por la profilaxis, ¿volverá el Movimiento Moderno?) tras leer un curioso artículo en el NYT en el que, hablando de las aulas y el coronavirus, se menciona una algo estrafalaria experiencia que se llevó a cabo en Nueva York en varios centros educativos a principios del siglo pasado, cuando la tuberculosis campaba por sus fueros. Como en aquellos tempos predigitales no había alternativa a la clase presencial, los valientes directivos de algunos colegios decidieron que las clases se impartieran en aulas donde las ventanas, por supuesto siempre abiertas, permitieran una buena ventilación o incluso en patios o azoteas siguiendo las últimas tendencias educativas que venían de Alemania. En el crudo invierno neoyorquino los alumnos no tenían más remedio que llevar “Eskimo sitting bags”, una especie de mantas-saco similares a las usadas por los esquimales (el artículo se ilustra con impagables fotos). Al parecer, la experiencia funcionó: las clases se dieron y ningún chaval enfermó de pulmonía. La autora del artículo (Ginia Bellafante) propone sin la más mínima sorna dar clases ocasionales en el exterior el próximo curso en lugar de mandar a los chavales a casa a estudiar vía internet, considerando que, pese a lo extremo de la solución, padres exhaustos tras un trimestre de homeschooling y maestros hartos de chapuzas telemáticas no lo verían con malos ojos. Entre eso y las algo ridículas pantallas plásticas que, rememorando a las burbujas setenteras de las que aquí hablábamos, proponen los responsables educativos allí para proteger a los docentes (¿alguien ha pensado en las consecuencias medioambientales de volver al plástico ahora que estábamos deshaciéndonos de él?), la idea, con las necesarias adaptaciones, no parece tan descabellada.

Muchos serán, con todo, los que sin duda preferirán la vuelta de la enseñanza a los mundos virtuales ahora que ya hemos presuntamente aprendido cómo gestionarlos. Además, con el prestigio del que goza lo tecnológico, pocos se atreverán a proponer soluciones tan pedestres como las que sugiere Bellafante. Máxime si las administraciones educativas, responsables de configurar “sistemas inteligentes” que den pautas firmes y claras para el regreso a la famosa nueva normalidad vuelven, como ya hicieron en el trimestre pandémico, a proponer medidas vagas, contradictorias e inasumibles. Y no olvidemos que está mucho en juego: la oportunidad única de hacer pasar por el aro virtual a una profesión que, al menos en lo que se refiere a las etapas preuniversitarias y salvo ejemplos aislados, siempre se había considerado inmune a la reconversión digital. Estos días hay una exposición de nombre Cybernetics of the Poor: tutoriales, partituras y ejercicios que pone el dedo en la llaga, reflejando cómo el arte hace frente, muy a duras penas, a esta nueva “arquitectura del poder” que domina el mundo mediante procesos de planificación, anticipación y sistematización facilitados por la masiva recopilación de datos. La exposición muestra las obras (a menudo crípticas) de un buen número de artistas en las que se utilizan diversas tácticas para desafiar el orden cibernético imperante en lo que los comisarios de la muestra han denominado la cibernética del pobre. Más información aquí.

En fin, que el debate está servido. Termino con cita de Santiago de Molina en Hambre de arquitectura: “Hoy que nos relacionamos con más seres humanos que nunca antes gracias a las tecnologías sociales, hoy que parece que la virtualidad está cobrándose el mayor número de víctimas posibles en almas sin cuerpo, reclamamos la realidad con el ansia del que reclama una pausa en un descenso sin frenos. Si T.S. Eliot dijo en el siglo pasado que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto con la realidad-real es cada vez más acuciante”. No lo perdamos también en las aulas.  


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