viernes, 21 de agosto de 2020

En la vida real

 

Sí, esto es real

Terminé la primera parte de Teoría general de la basura de Agustín Fernández Mallo y he tomado la decisión de hacer un alto en su lectura. Estoy exhausto. De hecho a veces me pregunto si la fórmula de Mallo es la forma correcta de encarar la complejidad. Su libro, repito, es un impresionante tour de force donde se hace un magnífico ejercicio de centrifugado intelectual en el que queda claro el potencial de su cráneo privilegiado, como el de Max Estrella, para deformar la realidad hasta el esperpento a ver qué pasa. Nada que objetar a su argumentación, pero es en su puesta en práctica donde puede que el tiro le acabe saliendo por la culata a nuestro físico y pospoeta: el disparate -por más que pueda ser un saludable ejercicio mental- es fácil que acabe produciendo rechazo. Si se trataba de ganar adeptos que acepten la complejidad como forma de entender la realidad, igual esta no es la forma de hacerlo. Existe otra manera consistente en simplificar lo complejo, ojo, sin renunciar a defenderlo. Personalmente me admira ver a otros cráneos privilegiados (no daremos nombres porque alguno pensará que me dan comisión de tanto que aparecen en este tu blog) haciendo un esfuerzo acaso similar al de Mallo, solo que en dirección contraria, para explicar a las mentes medias (que somos la mayoría) ideas complejas de una manera menos alambicada y seguramente más efectiva. Nunca tendrán, eso sí, el glamour del intelectual irreductible, no serán pensadores estrella. Sé lo que estás pensando, querido lecteur: que soy un pequeñoburgués crepuscular y reaccionario. Puede. En fin, como regalo a tu paciencia para conmigo, te dejo con una bella cita pospoética del libro: "Vivir, y sus productos, es instalarse en la sucesión de instantes en los cuales se ponen en intersección vida y muerte, dando lugar al impuro residuo que llamamos existir: realimentación que da lugar a una forma individual -el yo- o colectiva -las sociedades y sus mitos y aspiraciones-. En el apogeo del verano, en cada uno de sus instantes, sentimos que, en efecto, está ya contenido todo el fin del verano, todo su posverano, todo su septiembre y toda su muerte, sin la cual agosto nada sería; no hay competencia entre vida y muerte, y si la hay se ve disuelta en un mutuo apoyo". 

Lo que ves en la foto que abre hoy la entrada te parecerá un disparatado fotomontaje, pero no, es real como la vida misma. Se trata de un tiburón plástico de 8 metros estrellado contra el tejado de un anodino adosado de Oxford. Lo aburrido del entorno fue precisamente lo que llevó a su dueño, el periodista de origen americano Bill Heine, a preguntar a un escultor amigo (John Buckley) si podía hacer algo para dar más mordiente al barrio. Y lo consiguió. De inmediato las autoridades locales, horrorizadas, se enzarzaron en una batalla legal para desmantelar la escultura que, según sus promotores, pretendía ser un alegato contra la guerra (corría el año 1986 y los ingleses estaban colaborando junto a los Estados Unidos en el bombardeo de Libia). Seis años duró la batalla legal que se zanjó con el inaudito informe de un burócrata revolucionario (valga el oxímoron) que dio respaldo institucional a la follie. En dicho informe, casi una nueva Carta Magna, se incluían perlas como esta: "En este caso no se discute el hecho de que el tiburón no esté en armonía con su entorno, pero lo cierto es que no tenía intención de estarlo" o esta: "El ayuntamiento está con razón preocupado por la creación de un precedente. La primera preocupación es simple: la proliferación de tiburones (y a saber que otras cosas) impactando contra los tejados de la ciudad. Este temor es exagerado. En los cinco años transcurridos desde que el tiburón fue erigido, no se han dado otros ejemplos". Puro Monty Python. Y la mejor: "Cualquier sistema de control debe dejar un pequeño espacio para lo dinámico, lo inesperado, lo directamente extravagante". Y, como ves, ahí sigue el escualo de fibra de vidrio, incrustado en el adosado, más de 30 años después. Más aún, nuestro tiburón ha devenido influencer: ha inspirado la próxima intervención del Antepavilion, una suerte de concurso anti-Serpentine que, desde 2017, tiene como objetivo principal "liberar el arte y la arquitectura del control institucional" promoviendo así "el pensamiento independiente y la creatividad simbiótica" en palabras de Russel Gray, responsable del evento. En este caso serán no uno sino cinco los tiburones de pega creados con gran realismo por un arquitecto, Jaimie Shorten que, agárrate, echarán burbujas por la boca, cantarán (¿esto quizás?) e incluso darán conferencias sobre arquitectura (posmoderna, imagino) en un canal (de agua) cercano a Londres; así como lo oyes lo cuenta Oliver Wainwright. Si no te basta tienes más información y fotos delirantes aquí. Shorten, quien quizá también cansado de hacer grises adosados haya decidido despendolarse de tan desorbitada guisa, se explica: "La creencia según la cual las cosas nuevas deben estar "a tono" es ilógica. Si las cosas encajan entre sí, entonces todo va a ser siempre igual" (qué buenas migas haría con Mallo) y deja caer sin entrar en detalle que los tiburones, "esas criaturas amorales", parecen muy apropiadas para nuestro tiempo. Interesante. ¿Es el tiburón un icono tardoposmoderno? Vamos a darle una breve vuelta a la idea, que todo no va a ser copypaste. En primer lugar habría que plantearse por qué en concreto el mundo anglosajón es tan proclive a dicho animal. Lo hemos visto en la famosa Tiburón de Spielberg y sus secuelas y múltiples imitaciones, llegando al paroxismo en la tremenda serie Sharknado (amalgama de "tiburón" y "tornado"), en la que aparecen escualos voladores acaso inspirados en el tiburón de Oxford, no te pierdas el tráiler (o sí). "Tiburones" se les denomina también a esos y esas cracks de las finanzas (ver Billions), actividad tan cara en la pérfida Albión y sus excolonias, hogar y escuela de tales escualos: el tiburón sería así una metáfora de la insaciable voracidad financiera, marca de éxito en la moral calvinista (quién sabe si el tiburón en formol de Hirst no pretendía representarlo). Una voracidad que además puede ser entendida de otras maneras (esa búsqueda insomne de carne, esas fauces de potencia desmedida, esos colmillos penetrantes...). A su vez, en estos tiempos acelerados e individualistas, el tiburón es de nuevo perfecta metáfora de eficiencia rauda y despiadada. Finalmente, el mismo Mallo, a menudo tendente al melodrama, menciona en su libro que la identidad occidental siempre fue apocalíptica ("no ha habido época en la que la civilización occidental no haya ficcionado su propio Apocalipsis") haciéndolo siempre a través de la figura del otro, "el extranjero que cuando no toma la forma de humano de carne y hueso lo hace transfigurado en accidentes naturales o, en su delirio máximo, en criaturas extraterrestres" (o en monstruoso animalario), recordando en esa "pulsión de catástrofe" a Paul Virilio, quien ya hablaba del "accidente integral" debido a la aceleración desproporcionada de nuestras vidas: el tiburón como epítome del excitante caos posmoderno. 

Pero un momento, ¿son los tiburones el tema que nos ocupa? Y es que nos quedamos en la anécdota y se nos olvida lo principal, especialmente cuando la anécdota está tan salida de madre -si me permites la castiza expresión- que la conexión con la vida real se pierde. El tiburón de Oxford que abre nuestra entrada pretendía ser un alegato antibelicista, pero ha quedado en mero chascarrillo chusco, un disparatado canto a la libertad como mucho. Los tiburones cantores del Antepavilion pretenden defender un arte y arquitectura libertarias, pero me temo quedarán igualmente en tronchante ocurrencia. Del mismo modo, las correspondencias de Mallo -algunas tan descabelladas como nuestros escualos plásticos- pueden acabar provocando el rechazo hacia la necesidad cierta de comprender nuestra poliédrica realidad de otra manera. Fallan por lo inadecuado del envoltorio que recubre el mensaje (tan espectacular que oculta su verdadero sentido, convirtiéndose en mensaje en sí mismo), no por su contenido.  

Y sin embargo, no deja de ser cierto que a veces necesitamos de un shock para salir del letargo en el que se encuentran nuestras vidas, a menudo dirigidas en modo piloto automático. Y es precisamente a través del arte, en sus múltiples manifestaciones, donde tal catarsis puede conseguirse de manera más efectiva. Todos (bueno, casi todos) somos conscientes, de una manera teórica, de la necesidad del otro, ahora lo hemos experimentado de manera ciertamente traumática. Pero, en aquellos felices tiempos pre-covid, seguro que unos cuantos, hasta que no entraron en la instalación Tu sombra incierta de Olafur Eliasson, en la que una niebla densa (que encima cambia de color) te envuelve haciendo que pierdas de inmediato contacto visual con la persona que está a tu lado sintiéndote totalmente perdido en mitad de la nada, no fueron conscientes de su extrema vulnerabilidad y la necesidad que tenían de ayuda para encontrar la salida a tan intrincado laberinto, metáfora de la vida. Eliasson, un optimista (ingenuo por tanto para muchos) convencido de la capacidad del arte para hacernos cambiar, llama a dicha experiencia "we-ness", "nosotredad": "la sensación de estar juntos sin estar vinculados a credo alguno ni a un propósito específico" como explica Mark Godfrey, comisario de la exposición En la vida real, una antología de las obras más conocidas del artista islandés que ahora podemos ver en el Guggenheim bilbaíno tras haber pasado por el Tate Modern. Otro día debatimos si algunas de sus intervenciones están más cerca del parque de atracciones que del verdadero arte (es lo que cree Hal Foster), pero deja que te diga que entre eso y las calaveras de Hirst tengo claro lo que prefiero. Es en cómo conseguir esa conexión entre obra y mensaje, cómo lograr que la obra no sea un simple objeto alienado que recordaremos -si es que lo recordamos- tan solo por una espectacularidad vacía sino que afecte a nuestra realidad y nos cambie de alguna manera, donde posiblemente radique hoy el sentido del artista, del pensador y (acaso más que ningún otro) del arquitecto. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario