sábado, 15 de agosto de 2015

Gulbenkian (y 2)




 A ver, creo que nos habíamos quedado en torno a 1956, año en el que se estableció legalmente la Fundación Gulbenkian (el magnate había muerto un año antes) que de inmediato eligió emplazamiento para su sede, el Parque Santa Gertrudes como te decía, donde según el programa “el edificio quedaría totalmente contextualizado por los árboles y el parque, que se conservará”. Se eligió un panel internacional de arquitectos para seleccionar el proyecto en el que destacaban Francisco Keil do Amaral (un experto en parques, en Lisboa diseñó tres nada menos: el emblemático de Eduardo VII, cerca de la ubicación elegida para la fundación; el Parque Florestal de Monsanto, y el Jardim do Campo Grande), Carlos Ramos (autor de la sede de la RTP o el estadio de Restelo para el el equipo de Os Belenenses que se construyó aprovechando el cráter de la cantera que había servido para la construcción del monasterio de los Jerónimos nada menos, edificios ambos de apabullante modernidad) o John Leslie Martin (que a finales de los 70 diseñaría el Centro de Arte Moderno que cerraría el “campus” Gulbenkian junto al museo, las oficinas de la sede y el auditorio). 

 Uno de los objetivos que se proponía el programa –y quizá uno de los más interesantes- consistía en el hecho de que, en lugar de optar por arquitectos de prestigio (los starchitects del momento: Mies, Le Corbusier… al fin y al cabo el dinero no parecía ser un problema) el concurso se llevaría a cabo entre arquitectos locales al objeto de “hacer una importante contribución al desarrollo de la arquitectura contemporánea en Portugal”. Tres propuestas fueron presentadas, cada una de ellas diseñadas por un equipo de tres arquitectos. La unánime decisión del jurado, hecha pública ya en 1960, declaró ganador a la propuesta de Alberto Pessoa, Pedro Cid y Ruy Jervis d’Athouguia, todos ellos dominados en sus proyectos previos por un exacerbado fervor paralelepipédico. El resultado final sería obviamente una oda al ángulo recto en la que Chipperfield levitaría, y que, comparada (en maqueta) con el resto, casi parece la menos interesante de las propuestas (si me fío de las pequeñas fotografías que ilustran la competición en el interesante librito Gulbenkian Arquitectura e Paisagem de Ana Tostões y Aurora Carapinha del que estoy fusilando todo esto junto a la muy recomendable Guia de Arquitetura de Lisboa 1948-2013 de A+A y, cómo no, San Google cuando lo pillo, una de las pocas desventajas de la época estival es sentirte como un inmigrante digital, siempre a la busca y captura, cual ciberzahorí, de una zona wifi).

Detengámonos brevemente, te lo prometo, en la trayectoria del equipo elegido. Pessoa, presente con varios proyectos en la capital portuguesa, destaca por el poderoso Complexo da Avenida Infante Santo, cinco gloriosos bloques de viviendas de influencia claramente corbuseriana y, lo que son las cosas, por haber colaborado junto a Keil do Amaral en el diseño del Parque Eduardo VII. Por su parte Cid diseñó un importante complejo de viviendas similar al de Pessoa en la Avenida dos Estados Unidos. En cuanto a D’Athouguia, el más presente en Lisboa con diferencia de los tres (también fue de largo el más longevo), destaca por el icónico Edifício Roma proyectado junto a Sebastião Formosinho Sanchez, con el que también trabajó en el complejo Barrio as Estacas, llamado así por los pilotis sobre los que se elevaban los bloques (como curiosidad decir que Sanchez formaba parte de uno de los equipos perdedores que presentaron propuestas para el Gulbenkian: de colaboradores a competidores prácticamente al mismo tiempo, pues los proyectos mencionados se solapan temporalmente con el concurso del Gulbenkian). D’Athouguia es también responsable del urbanismo de la icónica plaza de Alvalade con sus varios contundentes bloques de viviendas y oficinas de 12 plantas, y el considerado en su momento el mejor instituto de Lisboa: la Escola Padre António Vieira de 1959, un claro antecedente del edificio de oficinas de la sede de la Fundación Gulbenkian salvo por la elevación sobre pilotis, que por cierto le habría sentado muy bien.

 Los tres edificios del complejo (museo, sede y auditorio), a falta como dijimos del Centro de Arte Moderno que se construiría entre 1977 y 1983, fueron inaugurados el 2 de octubre de 1969, suponiendo todo un revulsivo para la vida cultural lisboeta que Tostões no duda en llamar el “efecto Gulbenkian” (¿te suena?). El museo, el único edificio que visité, goza en su interior de una calidez sobresaliente, primero por el generoso uso de bellas maderas nobles y en segundo lugar (pero no menos importante) por sus inmensos ventanales abiertos al exterior y a los dos patios que horadan el paralelepípedo, lo que permite una intensa conexión con el frondoso parque que le rodea.  

El parque merece capítulo aparte. Es un elemento esencial en el proyecto (casi más que el edificio), como no podía ser de otra manera teniendo en cuenta, como ya comentábamos, que el propio Calouste era un enamorado de la naturaleza; que el emplazamiento escogido había sido un parque (el Santa Gertrudes) diseñado por importantes arquitectos que se covertiría en un importante punto de encuentro de la sociedad lisboeta (recuerda que llegó a albergar el zoo de la ciudad), y que quizá el más influyente miembro del jurado (Keil do Amaral) había estado al cargo del diseño de tres parques en Lisboa. Uno se pregunta si el proyecto ganador, que, como también señalábamos, es el que tendría un perfil arquitectónico más bajo, no fue elegido precisamente para no quitar protagonismo al parque, cuya construcción, confiada a los arquitectos paisajistas Gonçalo Ribeiro Telles y António Facco Viana Barreto, llevaría seis años nada menos. De hecho los edificios fueron concentrados en una parte del terreno para dar protagonismo a la zona verde, que ya gozaba de interesantes especímenes arbóreos (algunos traídos de Francia por el jardinero suizo Jacob Weiss allá por 1866), todos ellos serían transplantados por Ribeiro y Viana para ser devueltos al nuevo jardín cuando acabaran las obras. Aparte de estos añejos árboles se compraron 330 más y 100 arbustos. El lago (que replica el que también tenía el Parque Santa Gertrudes), construido sobre el aparcamiento y otras estancias subterráneas, también fue cuidadosamente diseñado como todo en este parque artificial que sin embargo parece completamente natural. Se idearon varios senderos pavimentados con enormes losas de hormigón que conducen al paseante a una “sucesión de escenarios” en palabras de Ribeiro, “construidos por la luz y la sombra”. Por cierto que hace mucho que no pongo ninguna cita larga, así que ahí va una de Aurora Carapinha, autora a cargo del capítulo paisajístico del libro ya mencionado Gulbenkian Arquitectura e Paisagem: “Cada paso que damos, el juego de luces y sombras, de ver y no ver, crea un constante efecto de sorpresa, convirtiendo el jardín en una cadena de momentos imagéticos generados por nuestra progresión. Esta construcción otorga al espacio en el que caminamos una dimensión kinética que nos motiva a movernos, a descubrir”. Pensarás que es pura verborrea poética de relleno, pero te puedo asegurar que refleja con absoluta exactitud las sensaciones al atravesar este parque, que demuestra aún otra rara característica: “la casi perfecta sintonía entre materiales inertes y vivos”, de nuevo en palabras de Carapinha, “una dualidad que a menudo se considera contradictoria”.

 Cuando “sin otra brújula que el paisaje y la vida” (Fernández-Galiano) tu viaje te lleve a Lisboa, adéntrate sin falta en este parque insospechadamente high-tech, habita sus mágicos espacios y recuerda lo que dijo Pessoa (el poeta ahora, no el arquitecto): “Soy un técnico, pero sólo tengo técnica dentro de mi técnica”.



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