domingo, 15 de marzo de 2015

El arquitecto textil

Estadio olímpico de Múnich

Frei Otto ha sido galardonado con el premio Pritzker justo un día después de morir (afortunadamente lo supo con antelación, aunque no parece que el premio le hiciera precisamente dar saltos de alegría: "No he hecho nada para ganar este premio. Utilizaré el tiempo que me queda para seguir haciendo lo que siempre he hecho: ayudar a la humanidad", dijo al enterarse). No es la única triste ironía en la vida de Otto. El arquitecto idealista y naturalista, que quiso mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos y representar con su etérea arquitectura una nueva Alemania alejada del horror nazi y basada en la naturaleza, tuvo, al final de sus días, la certeza de que consiguió sólo en una pequeña parte dichos objetivos. Seguramente porque eran demasiado ambiciosos.

Hijo de un escultor y educado en un entorno artístico, se vio envuelto en la Segunda Guerra Mundial tras estudiar arquitectura. Allí había diseñado planeadores, por lo que parecía lógico que acabara en la Luftwaffe: "Ver ciudades en llamas desde arriba fue sin duda la asignatura más dura para un estudiante de arquitectura". Abatido su Messerschmitt Bf 109, estuvo recluido en un campo de concentración para prisioneros de guerra en Francia donde continuó con su atípica formación construyendo ligeros refugios con materiales modestos, experiencia que permanecería para siempre en su ideario arquitectónico. A dicho ideario ayudó no poco su estancia de seis meses tras la guerra en la universidad de Virginia donde conocería nada menos que a Wright, Eames, Neutra, Saarinen y sobre todo a Mies (arquitecto del menos es más) y a Fuller (arquitecto del ¿Cuánto pesa su edificio, señor Foster?). Muchos me parecen para tan poco tiempo, pero es lo que dice la necrológica de The Guardian.

Hablábamos de tristes ironías en la vida de Frei. Vamos con la primera. Uno de sus "edificios" más emblemáticos fue el estadio olímpico de Múnich, que levantara junto a Gunther Behnisch para las olimpiadas del 72 y que, con el desafortunado lema "Los Juegos Felices", quería presentar ante el mundo una nueva Alemania 36 años después de los Juegos organizados por el régimen nazi en Berlín. Creó una serie de complejas estructuras en forma de tiendas cubiertas por membranas tensadas que sirvieran de umbráculos para el estadio y zonas próximas. Más de cuarenta años después estas engañosamente delicadas telas de araña en danza (como las llama Oliver Wainwright) siguen en perfecto estado. Frei y Behnisch partieron de la que es quizá forma arquitectónica más básica, la tienda de campaña (o tepee o jaima o como queramos llamarla), propia de las poblaciones nómadas y símbolo tantas veces de reivindicaciones (pienso en el 15-M), para romper con la tradicional imagen de la arquitectura totémica y amenazante asociada al nazismo. Hoy a este tipo de estructuras se les denomina arquitectura textil. Pero la realidad como decimos es a veces cruel, y tanto aquellos Juegos como las formas futuristas del estadio quedarán para siempre asociadas en el recuerdo al ataque terrorista que acabó con el asesinato de once atletas judíos provocando una serie de terremotos geopolíticos en cadena.

Y ahora a por la segunda (ironía), la más punzante desde un punto de vista arquitectónico. Su arquitectura como decimos partía de formas primitivas y elementos de la naturaleza en un intento de volver a los orígenes y a la simpleza de las estructuras básicas al objeto de dotar a los más necesitados de cobijo. Pero lo cierto es que sus trabajos, cuyos alardes tecnológicos (apabullantes para una época sin ordenadores) inspiraron a los grandes de la arquitectura high-tech como Foster, Grimshaw o Rogers, se convirtieron muy a su pesar en el germen de la arquitectura espectáculo tan denostada hoy en día al convertir lo que era un simple medio en un fin. Y lo que es peor, lejos de solucionar problemas sociales reales, sirvieron poco más que de epatantes contenedores de grandes eventos de masas. Con él (y otros arquitectos utópicos como Fuller), la arquitectura se fue despegando de la realidad hasta convertirse en un ensimismado objeto de ficción, como no pierde ocasión de decir Pallasmaa siempre que tiene la oportunidad (la última en el recién publicado Arquitectura Viva 171, que proféticamente dedica una sección a las arquitecturas membranosas y textiles y menciona a Otto como su inventor). El último ejemplo, el proyecto textil de sede para Google propuesto por BIG y Heatherwick.

La nueva sede de Google
De todas formas, lo que salva al arquitecto alemán y a su generación es una voluntad sana y decidida de hacer de nuestro mundo un lugar mejor, ideal que parece hoy en día tan de ciencia-ficción como sus construcciones. A esto lo llamamos hoy buenismo, término despectivo donde los haya. Y es que algo pasó en las últimas décadas del siglo pasado que nos hizo olvidar el futuro y apegarnos con desesperación finisecular al presente, como si esperáramos un cataclismo inminente. Para qué por tanto ahorrar energía con estructuras ligeras: nosotros lo queremos todo, y lo queremos ya, en tiempo real, que se decía no hace mucho, y el que venga detrás que arree. Acabo citando de nuevo el blog de Wainwright -quien a su vez reproduce una cita de Otto entrevistado en 2005 para la revista Icon: “Mi generación tenía una gran tarea tras la guerra y por supuesto pensamos que lo podíamos hacer mejor. Hoy, 60 años más tarde, no podemos estar satisfechos de lo que hemos hecho. Pero lo intentamos, intentamos abrir un nuevo camino". Descansa en paz, Frei.

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