martes, 24 de diciembre de 2024

Llenar vacíos

 

                                               

Efectivamente, el arquitecto en cuestión es Mario Botta, y el edificio que traíamos en la anterior entrada el Teatro de la Arquitectura (2017) en el campus de la escuela de arquitectura de la Università della Svizzera Italiana en Mendrisio, muy cerca de la frontera entre Italia y Suiza, escuela cuyo programa de estudios se encargaría de diseñar ya desde sus inicios, allá por 1996; en 2002 se convertiría en su director (la foto de hoy no es de esta universidad, se trata de un edificio de oficinas en la cercana Lugano y es nuestro favorito del arquitecto quizá porque nos recuerda mucho al Bankinter de Moneo). Botta nació precisamente en Mendrisio, pequeña localidad del cantón suizo de Tesino y aquí cursó estudios hasta 1958, año en el que, cansado del instituto, abandonó los libros. Por casualidad entró a trabajar en un estudio de arquitectura de Lugano donde encontraría su vocación. Reanudó sus estudios en el Liceo artístico de Milán y posteriormente haría la carrera de arquitectura en Venecia, donde conoció a tres arquitectos que le marcarían profundamente (acaso allí también descubriera a Shylock, el mercader shakespeariano del que aprendería a desventrar edificios). El primero fue Scarpa, a quien eligió como relatore de su tesi di laurea (proyecto de fin de carrera), arquitecto por aquel entonces (1969) ya considerado formalista e incluso reaccionario en unos momentos en los que la Sperimentazione didáctica era bandera exigida por los estudiantes de arquitectura en un movimiento iniciado en el Politécnico de Milán, que fue tomado ya en 1963 para exigirla. Ya puestos y si me permites la digresión tampoco deberíamos aquí olvidar la tumultuosa Triennale de Milán del 68, que como todos sabemos acabó como el rosario de la aurora. El mismo día de su apertura fue también violentamente ocupada por un nutrido grupo de manifestantes contrarios al papel según ellos pasivo del arquitecto, demasiado cercano al poder dominante y muy vinculado al mundo académico, considerado a la sazón una institución anquilosada e inoperante. Lo más curioso es que el director de la fracasada Triennale, Giancarlo de Carlo, era un anarquista convencido que defendía la necesidad de una arquitectura más cercana y centrada en el usuario. Aunque sin llegar a romper totalmente con los postulados modernos, que tuvieron al menos en sus inicios una clara connotación social, De Carlo, perteneciente al Team X junto a van Eyck, Erskine o los Smithson, simpatizaba abiertamente con los postulados sesentayochistas hasta el punto de recrear en una de las salas del espacio expositivo de la Trienal -el Pallazzo dell´Arte- una calle parisina con sus barricadas, sus adoquines levantados en busca de la plage y hasta un Fiat panza arriba. Acaso dicha "instalación" (de nombre "La protesta della gioventù") calentara aún más los ánimos de los manifestantes, furiosos al ver institucionalizadas las protestas libertarias. Es célebre la foto en la que vemos a De Carlo, en traje y corbata (poco apropiados para la ocasión) encarándose a los manifestantes, al parecer pidiéndoles en vano que entraran en el Pallazzo dell´Arte y articularan un discurso ordenado, en especial a uno de jersey blanco de nombre Gianni-Emilio Simonetti, artista situacionista y activo miembro del movimiento Fluxus quien no tendría empacho en participar en posteriores (dos al menos) Bienales de Venecia. Cuando el maltrecho Pallazzo milanés fue librado de escombros, casi un mes después de su apertura, la Trienal fue reabierta pero con vigilancia policial, momento en el que De Carlo decide dimitir. Según David Franco en un muy interesante artículo de la revista Constelaciones (2018) el 68 significó un cambio en la forma de comprender la arquitectura, que pasó de estar centrada únicamente en el cómo (la solución especializada a problemas técnicos) a interesarse por los porqués (planteamientos interdisciplinares de mayor calado cultural), trayendo al centro del debate arquitectónico la muy minusvalorada cotidianeidad (el usuario y sus problemas del día a día) que obliga a una incómoda confrontación entre teoría y práctica: lo que viene siendo bajar al lodo. Con todo parece evidente que el Movimiento Moderno, sin pretenderlo (o sí), traicionó sus postulados iniciales, una idea que me encuentro expresada casi de la misma manera en tres lugares diferentes: por Franco en el artículo mencionado ("Aunque es  imposible  entender  la  arquitectura  moderna  sin el trabajo de esta élite de ‘héroes solitarios’, al desinteresarse de la realidad social propiciaron la aparición de una nueva constelación de actores secundarios (...) Estos  actores se apropiaron rápidamente de las técnicas de la arquitectura moderna, encontrando  en  la  racionalización  y  simplificación  herramientas  utilísimas  para la burocratización del espacio al servicio del poder económico y político"), por Colin St. John Wilson en La otra tradición de la arquitectura moderna de 1995 ("Al final, un número significativo de arquitectos independientes [Aalto, Asplund, Gray, Lewerentz, Häring] de todo el mundo, siguieron su propio camino para crear obras de un amplia variedad, pero todas hechas desde la óptica del "arte práctico", unas obras que adquieren su forma a partir de su finalidad y que sitúan al ser humano en el centro") y por Stuart Wrede, el arquitecto finlandés que comisarió una exposición sobre Botta en el MoMA como comentábamos, en el catálogo de la misma (1986) señala: "Donde sí tuvieron éxito [los arquitectos modernos], no del todo involuntario, fue en proporcionar un modelo para una forma utilitaria de construir y una justificación para ello, que luego fue apropiada y degradada por las fuerzas económicas de la sociedad"

¿Cómo se posiciona Botta frente al maltrecho discurso moderno? Tras licenciarse como decíamos en 1969 en Venecia y fundar estudio ese mismo año en Lugano se las ingenió para trabajar con dos pesos pesados en sendos proyectos venecianos: Le Corbusier, que por aquel entonces diseñaba un hospital en plan mat-building que no llegó a ver la luz (nos vale como referencia cercana el orfanato que van Eyck levantó en Ámsterdam o el hospital que su compatriota Koolhaas, el gran reciclador, ha propuesto recientemente para Doha) y Kahn nada menos, con quien trabajó en otro proyecto fallido, un monumental palacio de congresos del que el joven Botta acaso extrajera una lección que le acompañaría para siempre en su práctica: "el diseño arquitectónico ofrece la oportunidad no de construir sobre un lugar, sino de construir dicho lugar", inquietante cita que recoge la arquitecta griega Irena Sakellardiou en su libro Mario Botta. Architectural Poetics. Kahn es sin duda el arquitecto que ejerce mayor influencia sobre el ticinense, la primera exposición que alojó el Teatro de la arquitectura de Mendrisio el año de su inauguración versaría precisamente sobre Kahn y Venecia. Es también obvio que de Le Corbusier, al que admira ("lo que encuentro más fascinante y sorprendente sobre él es su capacidad para traducir cada tipo de necesidad, esperanza y pensamiento en términos arquitectónicos", como señala en una entrevista con Wrede que puedes leer en el catálogo mencionado), solo se observan influencias muy al principio de su carrera, que evoluciona pronto, como veíamos, hacia un interés casi obsesivo por la forma (en los ochenta ya había renunciado a pensar que la arquitectura podía cambiar el mundo, "hoy sabemos que a través de la arquitectura solo podemos cambiar la arquitectura", idea que aparece expresada prácticamente igual en la entrevista de Wrede y en la que se le hizo para la revista Arquitectura del COAM que comentábamos en la pasada entrada). Botta se justifica señalando que esa pulsión formal es una reacción frente al vacío histórico de la modernidad que dejó a la arquitectura sin referentes y la convirtió en algo frío y aséptico, pero si los posmodernos optaron por una vuelta a la historia que en muchos casos acabó en parodia, él busca, como si de un etnógrafo se tratara, representar las formas más primitivas y puras que se encuentran bajo las capas incrustadas de cultura de las sociedades occcidentales: "Construir, para mí, es una manera de dar testimonio del pasado mediante los poderes atávicos, las imágenes misteriosas, los símbolos mágicos que ponen al hombre en contacto con los recuerdos más profundos de su cultura. Creo que hacer arquitectura hoy en día es una forma de resisitir la pérdida de identidad, una forma de resisitir la banalización, el aplanamiento de la cultura provocado por el consumismo tan típico de la sociedad moderna". El fuerte componente matérico de su obra, herencia de Scarpa, iría en esa misma dirección: provocar una reacción física en el abotargado público, acaso insensibilizado ante tanta arquitectura desapasionada, al igual que las brutales incisiones, casi dolorosas, que quiebran sus volúmenes totémicos, cortes que Wrede compara a la fachada seccionada de la casa que Venturi diseñó para su madre (1962) o con las "intervenciones" de Matta-Clark (me sorprende que entre las múltiples arquitectos que el finlandés menciona en su texto no aparezca Rossi, con el que Botta podría quizá relacionarse por su común interés por los volúmenes simples y contundentes, al igual que la maqueta de madera escala 1:1 que realizó en 1999 de la iglesia de San Carlo alle Quattro Fontane de Borromini y posó sobre el lago de Lugano puede recordar al Teatro del Mondo de Rossi expuesto en el Arsenale veneciano). Los edificios de Botta, tan salvajemente mutilados que a veces parece pudieran colapsar sin remedio, nos llevarían incluso a reflexionar sobre el vacío, sobre cómo sobrevivir a las ausencias vitales, esas libras de carne que se extraen de nosotros con dolor y nos dejan huérfanos, vacíos que sin embargo pueden también entenderse como aperturas a nuevas expectativas que, pacientes, nos esperan

 





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