martes, 27 de abril de 2010
Orgullo y Prejuicio
¿Puede un arquitecto devolver, con un solo edificio, el orgullo perdido de un barrio urbano en caída libre? Ése fue el titánico objetivo que se marcó Ivan Harbour (socio de Richard Rogers) en el barrio londinense de Hackney, uno de los más deprimidos de Inglaterra, y el reto era aún mayor ya que esa Institución Ancla no iba a ser un gran campus de oficinas, un importante centro cultural o una universidad, sino un simple instituto que reemplazara a un colegio que se había ido a pique. Pues bien, prueba conseguida. Casi seis años después de su apertura el centro (la Mossbourne Community Academy) se ha convertido en un referente para el barrio y para el sistema educativo británico, hay tortas para entrar, sus resultados académicos son brillantes y a su imagen y semejanza se están construyendo más, todo esto sin olvidar que estamos hablando de un centro con un 25% de alumnos con necesidades educativas especiales, un 80% de origen inmigrante y un 40% procedentes de familias donde el inglés no es el primer idioma. ¿El secreto? La implicación directa de Tony Blair, la selección de un director emblemático (sir Michael Wilshaw, un tradicionalista sin complejos), la creación de un concepto de centro educativo totalmente nuevo (la Academy) que mezcla sin prejuicios principios de la escuela pública (atención universal) y privada (sponsors que ayudan económicamente en la construcción del centro), la especialización en tecnologías de la información y comunicación, un profesorado dispuesto a trabajar más horas que sus colegas en centros públicos, alumnos que asumen un estricto programa disciplinario y finalmente la ya mencionada magia arquitectónica del estudio de Rogers (fue premio del RIBA). ¿El precio? 25 millones de libras. Barato, recuerda que hablamos de devolver el orgullo perdido a un barrio.
¿Seríamos capaces de hacer algo así en España? ¿Aceptaría la izquierda que una empresa privada participara en la financiación de un centro público? ¿Vería con buenos ojos la derecha una inversión tan voluminosa en un centro público o lo vería como un derroche absurdo? ¿Se les ocurriría a nuestras autoridades educativas pedir a, digamos, Calatrava que levantara un instituto en un barrio difícil? ¿Estarían dispuestos los sindicatos de profesores a que los docentes asumieran condiciones laborales más duras? ¿Y estaríamos los profes dispuestos a asumirlas? ¿Aceptarían a su vez los sindicatos de estudiantes un sistema disciplinario más duro que el existente? ¿Daría nuestro rey un título nobiliario similar a sir a un director de instituto? De todas formas, aquí el debate educativo se limita a rasgarse las vestiduras cuando nos llegan las espeluznantes estadísticas educativas de nuestro país y a analizar si una alumna puede llevar velo o no.
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