viernes, 25 de septiembre de 2020

Tablas blancas

 

La casa ideal para estos días recios
                          

Vuelve lo blanco. Las últimas portadas de Arquitectura Viva y AV dedicadas a Aires Mateus, Sou Fujimoto y Roldán+Berengué así lo atestiguan, por no hablar de la impactante portada del más reciente Icon, en el que Norman Foster aparecía radiante, enfundado todo de blanco nuclear, como listo para su Primera Comunión. ¿Es casualidad o un reflejo voluntario o inconsciente de estos días recios de rigor profiláctico? Ahí lo dejo y hasta cierro párrafo y todo. 

Sou Fujimoto (que ya llamó nuestra atención años atrás con una peculiar parada de autobús), está presente como señalábamos en el último AV. Su casa NA en Tokio abre nuestra entrada: como ves, una caja blanca vaciada. Fujimoto ha llevado al extremo aquello del thinking outside the box, imprescindible ante la demencial complejidad que nos rodea, y ha dejado la caja monda y lironda. Ahora que todos, febriles (es una metáfora, ojo) e insomnes, levantamos tablas que nos permitan organizar el tiempo y el espacio (todos somos arquitectos estos días), la casa NA se me antoja como un monumento a una de esas tablas, una caja desencajada que esconde bajo una aparente (risible incluso) sencillez un complejo trabajo de investigación cuyo objetivo es plantearse qué convierte una estructura en hogar. Como ves no hay separaciones en forma de tabiques, sino que se busca una cierta privacidad poniendo a distintas alturas los espacios, lo que ayudaría a que percibieras a tu conviviente de forma semipresencial. Te enlazo a más fotos a ver si pillas el concepto. ¿Es la casa NA realmente habitable? En Japón, quizá sí. Ya lo dice Fernández-Galiano en su introducción a la monografía dedicada al japonés: "Fujimoto es difícil de imaginar fuera del clima social, el entorno técnico y el paisaje artístico del país: un ambiente luminoso, exacto y sosegado donde la sintonía con el medio natural es inseparable de la cortesía ciudadana y el bajo perfil de la individualidad afirmativa". Esos fuertes lazos comunitarios, que llevan a la sociedad japonesa a vivir en sorprendente comunión, pueden explicar factores que tanto nos llaman la atención estos días. Thomas Daniell, en la misma revista, comenta sobre la escasa casa: "Se trata de un proyecto que solo es posible en un contexto de seguridad, civismo, discreción y respeto colectivos: en las ciudades del Japón contemporáneo, la intimidad tiende a ser solo conceptual. En contextos de densidad extrema, la invisibilidad o el anonimato implican una decisión clave: actuar como si se estuviera ciego y sordo frente al comportamiento de los demás, y esperar que los demás hagan lo mismo con uno".  Lo que me he podido reír este verano de (con) mi contraria, que leía un curioso libro de nombre Soy un gato (lo protagoniza, de hecho, un felino sin nombre que habría acaso hecho buenas migas con la gata Niebla del Pabellón barcelonés de Mies) a cargo de Natsume Soseki, autor japonés para más señas. El gato, todo un filósofo, es el narrador onnisciente del libro e introduce agudas reflexiones sobre la cultura japonesa contraponiéndola a la europea; observaciones que aquí nos vienen al pelo: "Pues bien, esa profunda insatisfacción que sientes reside en la creencia implícita, muy europea, de que existe un continuo progreso hacia un ideal imaginario. Nunca nadie, ni Alejandro Magno, ni Napoleón siquiera, consiguieron sentirse satisfechos de sus conquistas. (...) El positivismo propio de la civilización occidental ha producido, sin duda, muchos y notables progresos, pero al final no ha producido sino una sociedad profundamente insatisfecha, conformada por gente profundamente infeliz. La civilización tradicional japonesa, en cambio, no buscaba el cambio en los otros, no buscaba el cambio fuera, sino en uno mismo. La diferencia principal entre ambas civilizaciones es que la japonesa asumió desde muy al principio que el ambiente exterior no se podía cambiar significativamente, por mucho que uno se empeñara. (...) Solíamos mantener esa actitud para estar en consonancia con la naturaleza y ser un reflejo de ella. Si, por ejemplo, una montaña bloqueaba el paso natural hacia un país vecino que queríamos visitar, no nos empeñábamos en hacer un túnel e ir contra el orden natural de las cosas, sino que nos limitábamos a no visitar a nuestros vecinos". 

Permíteme que insista con la casa NA. ¿Y qué me dices de ese 2 CV azul celeste que se guarece (es un decir) en el garaje? Siempre pensé (conocía la casa) que se trataba de una ocurrencia de Iwan Baan, acaso el fotógrafo arquitectónico más famoso del orbe, y autor de la mayoría de las fotos que conocemos de la hiperventilada vivienda, pero para mi pasmo veo en la detallada maqueta de la casa, (su foto está en la revista), que aparece también el mismo modelo de automóvil en el garaje. ¿Quiere la NA ser el 2CV de las casas (un auto revolucionario planteado como un vehículo básico despojado de elementos superfluos)? ¿Y si el coche en cuestión fuese un guiño arquitectónico a Le Corbusier (su voiture maximum tan parecido al Citroën, sin olvidar la afición del arquitecto por la marca francesa)? Oye, ¿y si la casa NA fuera en realidad la casa moderna llevada al extremo? En Arquitectura de época maquinista, de 1926, el arquitecto francosuizo comenta: "Con los postes de cemento, empleados actualmente, tengo derecho a decir que el muro ha sido suprimido.(...) extremando las cosas hasta el absurdo, podría, sin dificultad y sin peligro, hacer muros de papel", pues bien, igual Fujimoto ha querido ir aún más allá y directamente eliminar los muros, acabando lo que Le Corbusier iniciara al reventar las fachadas con sus amplias ventanas horizontales. 

¿Vuelve la modernidad con su blancura higiénica y sus líneas ortogonales fáciles de desinfectar? ¿Nos salvará la retícula (el trazado regulador en palabras de Corbu)? Como escarpias te lo digo se me ponen los pelos cuando veo esas soberbias rehabilitaciones de edificios decimonónicos (las últimas, de Herzog y de Meuron en Basilea o Lamela en el complejo Canalejas de Madrid), llenas de vericuetos víricos. Fíjate lo que Beatriz Colomina decía ya en 2013: “[La arquitectura moderna] No se puede entender sin la tuberculosis. La hemos estudiado desde todos los puntos de vista: el industrial, el estético… Y nos hemos olvidado de lo más obvio: la vida real. Lo que los arquitectos modernos ofrecían era casi como una receta de salud igual a la que proponían los manuales médicos para tratar la tuberculosis: el aire libre, las terrazas, el sol, la blancura, la higiene… La tuberculosis dominó la primera mitad del siglo XX. Es normal que no solo estuviera en la literatura, sino también en la arquitectura. No hablo de la arquitectura sanitaria. Es la arquitectura moderna la que internaliza este trauma inmenso que era la tuberculosis y trata de ayudar. Se vuelve curativa”.

En fin. Nos tememos, con todo, que la modernidad cartesiana poco puede por sí sola. Vuelvo al gato de Soseki: somos nosotros los que debemos cambiar. Acabo como empecé, con Foster y Arquitectura Viva: en el último número de la revista se publica un ensayo suyo (El mundo tras la pandemia), donde señala que a pesar de que ahora se criminaliza a las ciudades (las bombas víricas), hay urbes como Tokio que están gestionando la pandemia mucho mejor que áreas más despobladas. Y concluye: "La esperanza es que el 'yo, yo, yo' deje paso al 'nosotros', 'nosotros', 'nosotros'".