Pero vamos a ver, qué me traes al blog, te preguntas asombrado. Una bitácora que presume de última con semejante adefesio de edificio, un saurio ignoto que parece la casa de la familia Addams. Por favor un poco de paciencia te ruego, que aquí hay relato de cierta enjundia.
Nos hallamos en el conocido como Cerro de la Plata, en Madrid, no muy lejos de la estación de Atocha, en mitad de una maraña de vías férreas entre las que está surgiendo una pujante barriada de, estos sí, modernos edificios a cargo de estudios como los de Rafael de la-Hoz, Lamela o Cano-Lasso. Ciertamente entre tanta modernidad este inquietante inmueble queda más si cabe en evidencia (lo que viene siendo, en las célebres palabras de Felipe González, un jarrón chino, en alusión a las viejas glorias que, como él, ya nadie sabe dónde poner y estorban más que otra cosa), y es que nos encontramos ante lo que fuera la nave de motores, el edificio más grande del complejo conocido como Sociedad de Gasificación Industrial (S.G.I, siglas que coronan aún su fachada), construida en 1903 por el arquitecto Luis de Landecho y Jordán de Urríes, una sola persona aunque puedan parecer dos (o más). La S.G.I. producía gas en un principio a partir del carbón procedente de Puertollano (conectado con la capital por la vía férrea Madrid-Badajoz), mas a partir de 1912 cuando fue absorbida por Unión Eléctrica Madrileña se modernizaría generando ya electricidad térmica. La mencionada Unión Eléctrica se fusionaría tiempo después con Fenosa dando lugar a Unión Fenosa, hoy Gas Natural Fenosa. Gas y electricidad juntos de nuevo. Tras ser utilizada en la Guerra Civil como fábrica de munición, nuestra ominosa nave devino triste almacén de componentes para el mantenimiento de redes y subestaciones eléctricas. En 2017, fue vendida por Gas Natural Fenosa (ya Naturgy) a Acciona, empresa que a punto estuvo de trasladar su sede central aquí. Finalmente optan por construir en la eléctrica nave un edificio de oficinas y, en lugar de meter la piqueta sin miramientos para levantar epatante torre, deciden sorpresivamente dar una segunda oportunidad al edificio de la mano del mismísimo Norman Foster, quien actuando cual Doctor Frankenstein galvanizará el añejo y ajeno inmueble insuflándole de nueva vida. Otros edificios del complejo fueron felizmente rehabilitados hace años (así, varias casas de bella factura, más propias de una plácida villa costera francesa que de semejante zona industrial), pero otros no corrieron tanta suerte, siendo demolidos para construir la nueva sucursal de una cadena de cines multisala, en involuntaria referencia al mágico poder de la electricidad.
Siempre con tu permiso detendré aquí el relato para introducir algunos apuntes breves, someros incluso, sobre Luis de Landecho y Jordán de Urríes, que si no te importa a partir de ahora nombraremos tan solo como Landecho al obvio objeto de agilizar la narración. Bilbaíno de nacimiento, nuestro arquitecto se formó en Madrid, donde tiene su más importante obra (sin olvidar la iglesia de San Francisco de Asís en su ciudad natal, edificio neogótico que acaparó premios y lisonjas). Aparte del complejo del Cerro de la Plata, Landecho es responsable del hotel Ritz nada menos, aunque no fue sino el ejecutor de los planos dibujados por un tal Charles Frédéric Méwes, arquitecto que ya había diseñado varios hoteles para la cadena en París y Londres y diseñaría igualmente el fastuoso hotel María Cristina de San Sebastián. Landecho fue coautor del Ateneo madrileño, introdujo mejoras en el bellísimo Palacio de Zabálburu y, en solitario, levantó varios edificios de viviendas también en la capital, en concreto en la calle Sagasta y, para mi sorpresa, en la calle de Monte Esquinza (el número 11), casualidades de la vida, porque en esta calle tiene el propio Foster su fundación, como aquí contábamos. En 1905 fue nombrado académico de la Real de San Fernando. Me he entretenido en leer su discurso de ingreso, de título La originalidad en el Arte, en el que Landecho se nos manifiesta como un arquitecto amante de lo ecléctico y liberal en los gustos. Por supuesto no cree en la originalidad pura y dura pues todo está ya inventado, pero señala que puede haber originalidad en la recreación que el arquitecto haga de lo ya conocido si lo hace dominando lo que referencia y mezcla sin miedo: "Y en cuanto á los elementos decorativos, usemos sin escrúpulo de cuantos hallemos á mano; los poderosos medios de investigación que la civilización nos ofrece, los viajes, las publicaciones ilustradas, las fotografías, los estudios arqueológicos, ponen en nuestra mano recursos de todas clases, procedimientos técnicos variadísimos, que sería locura rechazar. Más aún que en siglos anteriores debe el arquitecto aprovechar de la herencia de sus antepasados, familiarizándose por la copia y el estudio con las formas conocidas, depurándolas y desarrollándolas, haciendo luego de ellas un uso libre y racional" (la última frase podría haberla escrito, de nuevo, Foster). La originalidad también tiene que ver con los materiales, haciendo el flamante académico mención al más moderno por aquel entonces, el hormigón (el mismo año que Landecho culmina la nave de motores, 1903, termina Perret su revolucionario edificio de la calle Franklin en París, en el que, para pasmo de la profesión, el hormigón se deja incluso a la vista). De nuevo su mentalidad abierta le lleva, con buen tino, a no rechazarlo aunque vea incierto su uso: "Otro material (...) conocido como cemento armado, viene ya reclamando su empleo en las construcciones. Sus aplicaciones son ya numerosas, pero desordenadas y no siempre acertadas, como corresponde á todo comienzo. Fuerza es que el tiempo transcurra para que la observación y el estudio, en esto como en todo, hallen las aplicaciones más apropiadas á este material y las formas artísticas que en cada caso puedan corresponderle, pues no creo acertado afirmar desde ahora que sea refractario á toda manifestación artística. Cierto que hasta el día no se vislumbra cuál deba ser, pero de ahí no se deduce lógicamente que esa forma no existirá".
Llegados a este punto podríamos dar una vuelta por el proyecto de
Foster para nuestra nave. El de Mánchester ha propuesto una rehabilitación sostenible
que ofrece una configuración abierta de tres plantas escalonadas que dan
sensación de amplitud y permiten el paso de la luz, y en el exterior un
generoso jardín de 10.000 metros cuadrados. Todo muy pre-covid. La verdad es
que choca con toda la imaginería profiláctica con la que se nos está
bombardeando últimamente, con la burbuja plástica como nuevo icono pandémico.
La añeja fotografía de Hollein trabajando al aire libre inmerso en una
oficina-burbuja se ha convertido en el signo de estos tiempos inciertos. Manon
Mollard, en un muy recomendable artículo de nombre Living in a bubble: smooth surfaces to shield da un buen repaso a estas “lisas estructuras de protección”.
Encabeza el artículo una foto de mira tú por dónde Wolf D Prix haciendo el
canelo junto a otros colegas que avanzan, cual astronautas beodos, por las
calles de Basilea dentro de una enorme burbuja plástica afanados en epatar al
burgués (estamos en 1971). Tres años antes habían fundado Coop Himmelb(l)au con
un poético manifiesto en el que precisamente proclamaban: “Nuestra arquitectura
no tiene un plan físico, sino psíquico. Las paredes ya no existen. Nuestros
espacios son globos pulsantes. Nuestro latido se convierte en espacio, nuestra
cara es la fachada”. Quién le iba a decir a Prix que de anti-sistema iba a
pasar, años después, a construir la sede del Banco Central Europeo. En fin, los
70 eran así, unos con sus hormigonacos interminables, otros con sus burbujas
livianas, en todo caso un tiempo infinitamente más divertido que nuestro mohíno
siglo XXI, tan abrumado por sus rinocerontes grises (como si no los hubiera
habido antes, pero ahora la tecnología nos había hecho creer en el espejismo de
una perfección eterna e inexpugnable, en un superhombre de infinito poder). Pero
volvamos al artículo que citábamos. Mollard lo remata con una improbable loa a
la burbuja: “Con sus interiores aparentemente finitos, estas burbujas
conceptuales nos recuerdan que habitamos mundos subjetivos y llaman la atención
sobre nuestros límites, algo que nos hemos acostumbrado a ignorar durante
siglos de evolución tecnológica y supuesto progreso. (...) La burbuja podría ser
una herramienta para ayudarnos a vivir en el mundo, en lugar de sobre él,
centrándonos en lo que Bruno Latour llama la zona crítica e identificando, sin
necesariamente aislar, focos de espacio que contienen atmósferas enrarecidas
que deben ser conservadas antes de que acaben privatizadas”. De todas formas,
para cuando Foster concluya la rehabilitación (2022), seguramente ya nos
habremos olvidado de la dichosa burbuja.
Termino. Nuestro jarrón chino recibirá la descarga de unos
cuantos amperios que le despertarán del plácido sueño de los justos. Acaso sienta nostalgia y vértigo, pero le adivinamos también ilusionado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario