domingo, 29 de septiembre de 2019
Delirios (2)
Estoy leyendo con creciente arrobo el libro Delirio de Nueva York de Rem Koolhaas, en la excelente traducción de Jorge Sainz. Escrito en un lejano 1978, cuando OMA se acababa de fundar, el libro es bastante más llevadero, sustancioso y comprensible que el posterior y tremendo S,M,X,XL. En realidad es una historia bastante lineal y ordenada de la urbe (más bien de Manhattan) que quiere erigirse como "manifiesto retroactivo", aunque es el peculiar estilo de Koolhaas lo que le confiere su singularidad y hace que se lea como si de una novela de suspense (y a veces de ciencia ficción) se tratara. Pasma su aguda capacidad de sintetizar conceptos, relacionar acontecimientos y etiquetar procesos, aderezado todo ello con una fina ironía que suele cristalizar en potentes frases-bomba. Veamos algunos ejemplos.
-"Manhattan es la piedra Rosetta del siglo XX". Aunque ahí lo deja, es obvio que el urbanismo desquiciado de Manhattan se ha convertido en una especie de modelo conductual de nuestra época. Sus torres cada vez más absurdamente altas compitiendo sin descanso entre sí son reflejo certero de una época en la que individualismo, competitividad y exhibicionismo nos definen (o, quizá, definían).
-"Manhattanismo": El libro presenta la teoría del manhattanismo, cuyo programa consistiría en "existir en un mundo totalmente inventado por el hombre, es decir, vivir dentro de la fantasía". Central Park es en realidad una "conservación taxidérmica de la naturaleza que exhibe para siempre el drama de cómo la cultura deja atrás la naturaleza".
-La "apoteosis de la cuadrícula": En 1811 una comisión formada por Simeon de Witt, el gobernador Morris y John Rutherford diseñan el modelo urbanístico que ocupará el futuro Manhattan: 12 avenidas que se extienden de norte a sur y 155 calles que van de este a oeste, en total una retícula de 2.028 manzanas idénticas que se mantiene hasta hoy: "en realidad se trata del más valioso acto de predicción realizado por la civilización occidental: el terreno que divide, desocupado, la población que describe, hipotética; los edificios que coloca, fantasmales, y las actividades que enmarca, inexistentes. (...) La retícula reivindica la superioridad de la construcción mental sobre la realidad".
-Manhattan como "una metrópolis del caos estricto": "La disciplina bidimensional de la retícula crea también una libertad inesperada para la anarquía tridimensional".
-Elisha Otis inventa el prodigio tecnológico que revolucionará Manhattan: el ascensor. Para demostrar que su invento es seguro se sube a una rudimentaria plataforma al descubierto. Cuando llega a su punto más alto, Otis corta el cable que la sostiene. Unos frenos detienen de inmediato el rudimentario ascensor cuando parecía se iba a abalanzar contra el suelo. "Al igual que el ascensor, cada invento tecnológco está preñado de una imagen doble: incluido en su éxito está el espectro de su posible fracaso. (...) Otis ha introducido un tema que será un Leitmotiv del futuro desarrollo de la isla: Manhattan es una acumulación de posibles desastres que nunca ocurren".
-El primer capítulo se dedica a Coney Island y los sucesivos parques de atracciones que allí se establecieron desde finales del siglo XIX. Coney Island sería un "Manhattan embrionario" pues allí va a crearse un mundo de fantasía tecnológica y delirios arquitectónicos nunca antes vistos. Las atracciones, de una imaginación desbordante y a menudo enloquecida, se explican en detalle. Algunas son tan surrealistas que dudas no sean un invento de Koolhaas, especialmente cuando lees en las páginas iniciales una inquietante nota en letra pequeña de GG, la editorial: "La editorial no se pronuncia, ni expresa ni implícitamente, respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión". Por cierto, el origen del nombre de esta pequeña isla al sur de Manhattan proviene del holandés, no en vano fueron los holandeses los primeros colonos europeos que se asentaron en estas tierras (Nueva York fue durante un tiempo Nueva Ámsterdam), y es que en la isla había una enorme densidad de conejos (konijnen en holandés). La exorbitante afluencia de público (que llega a ser de un millón de visitantes al día -?!-) "exige la conversión sistemática de la naturaleza en servicio técnico". En 1890 la invención de la electricidad hace posible que la playa pueda utilizarse también en un segundo turno nocturno, es el "baño eléctrico". Aquí se inventa la Montaña Rusa, en 1884, o el hot dog, en 1871. El extasiado público puede montar en caballos mecánicos que corren en un hipódromo mecanizado, pueden ir a la luna en una enorme aeronave que se eleva 30 metros en el aire y donde se crea una ilusión de desinhibición, una "ingravidez moral que complementa la ingravidez literal que se ha generado en el viaje a la luna". Luna Park, de hecho el nombre de uno de los parques temáticos de la isla, va a construirse como un manifiesto: "Resulta maravilloso -dice su creador, Frederic Thompson- cómo es posible construir el despertar de las emociones humanas mediante el uso arquitectónico que se puede hacer de las líneas simples". Ni corto ni perezoso, Thompson levanta 1.326 torres iluminadas en la noche, mero decorado arquitectónico que sin embargo es capaz de crear "un espectáculo arquitectónico a partir del drama de su frenética pelea por la individualidad". Ha nacido el manhattanismo. Pero sigamos con los prodigios de Coney Island: hay estanques donde peces vivos y mecánicos "cohabitan en un nuevo ciclo de la evolución de Darwin", un salón de baile de 2.300 metros cuadrados donde, para dar más movilidad, que el cuerpo humano da de sí lo justo, se da a los excitados visitantes patines de ruedas: "su velocidad y sus trayectorias curvilíneas fuerzan las convenciones originales más allá de sus límites, atomizan a los bailarines y crean ritmos novedosos y aleatorios de emparejamiento y desemparejamiento entre los sexos". En Liliputia, trescientos enanos viven en una ciudad adaptada a su tamaño y tienen hasta un cuerpo de bomberos que cada hora interviene en una alarma fingida, "un eficaz recordatorio de la futilidad existencial del ser humano". Más tarde deberán intervenir en un incendio real que se produce en el parque ( la realidad supera a la ficción), que quedará arrasado en apenas tres horas. Más atractivo resulta aún el planteamiento de la miniciudad como un mundo anárquico, un experimento social que se mofa con saña de los eslóganes victorianos y donde se exhiben impúdicamente toda clase de comportamientos alejados de las convenciones de la época. La atracción de la Caída de Pompeya es una "pesadilla exorcizada", Suiza y Venecia también son replicadas. Pero la que se lleva la palma por bestia es el "edificio incubadora", una construcción en forma de antigua granja alemana donde se recoge a bebés prematuros de Nueva York y se les da cuidados (a la vista de los morbosos visitantes, claro), constituyendo "la variante benéfica del tema de Frankenstein". La incubadora es una creación del primer pediatra de París, Martin Arthur Couney, cuyo proyecto había sido rechazado por sus conservadores colegas allá donde lo había presentado (Berlín, Londres, Rio de Janeiro, Moscú...), para finalmente encontrar acomodo aquí. No es el único científico que puede desarrollar su trabajo en Coney. Santos-Dumond realiza un vuelo diario sobre la isla en su dirigible nº9. Es obvio que Koolhaas disfruta a fondo en este contexto de surrealismo desbordante para el que inventa etiquetas sin parar: "urbanismo psicomecánico" , "metrópolis de lo irracional", "isla madre". En 1938 el mítico jefe de urbanismo de Nueva York, Robert Moses, pone orden: playa y paseo marítimo de Coney Island quedan bajo la jurisdicción del Departamento de Parques y se cubre el 50% de la superficie de la isla con "vegetación inocua". Es la venganza de la naturaleza, hasta es posible que volvieran los conejos.
Hay mucho más, pero tendrás que leerlo en el libro, nosotros lo dejamos aquí. Buena semana.
sábado, 21 de septiembre de 2019
Tunnel vision (2)
"Llevo tanto tiempo escribiendo sobre y, en general, contra las mismas cosas (infructuosamente) que a veces me tienta acudir al archivo y reestrenar un artículo de hace meses o años que conviene impecablemente a la actualidad. Algo por ejemplo sobre la manía autonómica de excluir del currículo escolar cuanto no tiene label de autenticidad local. O sea, no enseñar en Aragón más que los afluentes del Ebro que recorren tierra aragonesa y cosas parecidas. O el problema que tuvieron hace tiempo unos editores amigos con el manual de historia: ilustraron la lección sobre el románico con una foto de San Martín de Frómista, lo que suscitó una reconvención de la consejería andaluza porque esa bella iglesia no está en Andalucía. Ellos arguyeron que no había fotos equivalentes de románico andaluz (?) y no sé cómo acabó la cosa. Yo les aconsejé que pusieran el patio de los Leones de la Alhambra con un pie explicando que precisamente eso no era románico pero ayudaba a hacerse una idea a sensu contrario.O algo así...
Mi heroína escolar predilecta, que quisiera ver convertida en santa patrona de la escuela moderna, es una chica de Liverpool de 12 o 13 años, que pasaba sus vacaciones en una playa de Indonesia con sus padres. Leyó en el mar burbujeos, en el aire ráfagas inquietantes y les dijo: “¡Tsunami! Mejor nos vamos”. Los papás la sabían aplicada e hicieron caso. Y el resto de los bañistas de la playa también. Fue de los pocos lugares donde no hubo víctimas durante la terrible catástrofe.
En Liverpool no hay tsunamis, claro, pero conviene saber reconocerlos por si uno viaja. Porque la educación no sirve para identificarnos narcisistamente con nuestra casa, sino para volver a ella sanos y salvos". (Fernando Savater, Tsunami en El País).
domingo, 15 de septiembre de 2019
Tunnel vision
Seguiremos hoy dando un par de apuntes sobre la película The New Rijksmuseum, the film.
Leo van Gerven, el vigilante fiel. Diez años vivió Van Gerven en una caseta de madera al lado del museo. Le vemos vagando en total soledad por el fantasmagórico edificio, vigilando sus grietas y escuchando sus quejidos en rondas nocturnas que acaso remitan a la famosa De Nachtwacht. Dice cuidar el edificio como si fuera su mujer, y sentirse afortunado de poder vivir allí. Cuando hay noticias de que un grupo de ciclistas tienen intención de asaltar el pasaje central cerrado al paso, le vemos apuntalando casi con furia los cierres de madera con los que se ha tapiado el fatídico túnel. En otro momento sube a uno de los áticos del museo rifle en mano y dispara sin miramientos a las palomas que allí se refugian. Cuando las obras del museo concluyen, una excavadora destroza su humilde casa. "Duele" es su único comentario.
Taco Dibbits, el hombre tranquilo. Es el primer personaje que aparece en la película, toda una premonición ya que 2016 será nombrado director del museo tras la marcha de Wim Pijbes, el director que concluirá la renovación en 2013. Aquí le vemos por cierto felicitando al museo del Prado por su bicentenario y afirmando que unir a Velázquez y Rembrandt en una exposición (Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Miradas afines) que aún puedes ver en el museo madrileño, ha sido un sueño hecho realidad. En el momento de su aparición en la película, cuando aún es director Roland de Leeuw, ostenta el cargo de conservador de la colección del siglo XVII. Al abandonar De Leeuw la dirección parece que tiene opciones de sucederle (en la película señala que cree tener las condiciones para asumir el puesto aunque no es él quien debe decidirlo), de hecho la prensa le menciona como posible ganador. Cuando finalmente es Wim Pijbes el elegido, le vemos tocado. La cámara de Oeke Hoogendijk, la directora, actúa una vez más como válvula de escape: "Durante unos días estuve hundido, acudía al jardín de mi casa y metía las manos en el estiércol", pero lejos de dar sonoro portazo lo asume con gran deportividad, aceptando su ascenso a director de colecciones como oportunidad para trabajar codo con codo junto a Pijbes, así por ejemplo en sucesivas reuniones con Jean-Michel Wilmotte, arquitecto francés encargado del diseño interior del museo (por cierto que uno de los momentos más desopilantes de la película se produce cuando, durante una de las interminables reuniones sobre el color en que deberían pintarse las salas, detalle que también dio mucha guerra, el arquitecto no puede evitar dar unas cuantas cabezadas para pasmo de los holandeses). Volviendo a Dibbits, su talante sosegado vuelve a verse en otro importante revés que la cámara recoge (supuestamente) en directo. El Rijksmuseum tiene una simbólica colección de arte moderno (entre sus piezas hay por ejemplo dos sillas de Rietveld, una escultura de Constant o una bella maqueta del Pabellón Philips que Le Corbusier creara para la Expo 58 de Bruselas, aquí hablamos de él) y Dibbits cree llegado el momento de ampliarlo con un cuadro emblemático de Jan Schoonhoven que va a salir a subasta en Sotheby´s. Pijbes le da luz verde y el director de colecciones se prepara para pujar telefónicamente. La subasta se inicia en 75.000 euros, el tope de Dibbits es 300.000 ya que, como bien señala, no deja de ser dinero público. El precio sube raudo y finalmente se vende por 450.000. Dibbits atiende las indicaciones de su representante en Sotheby´s, cuando se supera el tope establecido le vemos dudar pero finalmente da instrucciones de no seguir pujando. La decepción se dibuja en su rostro (debe ser duro que el museo más importante de tu país no pueda adquirir una obra que acabará probablemente en una colección privada) pero su actitud es calmada, lejos de las de De Leeuw y Pijbes, a los que veíamos subirse por las paredes con el culebrón ciclista (Dibbits no toma parte en esa trama, pero en una intervención poco después de uno de los muchos sinsabores a cuenta del famoso túnel, señala sin referirse directamente a ello que el museo no puede parar, que hay que seguir adelante, en clara referencia al airado bucle en el que ha entrado Pijbes).
Menno Fitski, la edad de la inocencia. Fitski, candoroso y encantador, es sin duda el personaje más entrañable de los que aparecen en la película. Conservador de la modesta colección asiática del museo (lo sigue siendo), para la que Cruz y Ortiz levantaron un anguloso pabellón exento, en la película se le ve entregado en cuerpo y alma a su trabajo. Entusiasmado ante el hecho de que su colección vaya a quedar alojada en un edificio de nueva creación, realiza una maqueta del mismo partiendo de los planos de los arquitectos con el fin de encontrar la mejor ubicación para sus piezas, que ha fotografiado en escala. Hace incluso un recortable, también en escala, de Ronald de Leeuw, a quien vemos a continuación en Tokio gestionando la compra de dos tallas japonesas del siglo XIV, dos amenazantes guardianes de un pequeño templo, a las que Fitski había echado el ojo. Le vemos angustiado cuando, ya al fin en el museo, los pedestales diseñados para los guardianes sobresalen unos pocos centímetros de la base sobre la que se insertan las figuras... Para que las estatuas encuentren feliz acomodo en el museo se lleva a cabo una vistosa ceremonia sintoísta. Fitski es sin duda el que más siente la marcha de De Leeuw, quien abandona el museo y Holanda para vivir un dorado retiro en Viena.
Acabamos ya la reseña de este docudrama que te deja un poso amargo. Es un trabajo excelente que, como ya hemos dicho, no toma partido. Presenta hechos y actores con total objetividad, a menudo descarnada, y eres tú el que debe juzgar, aunque me parece obvio que el personaje favorito de Hoogendijk es Dibbits, el único que parece capaz de, como se dice en inglés, "pensar fuera de la caja" (think outside the box), esto es, aceptar distintos puntos de vista manteniendo una actitud flexible y creativa ante los problemas (es curioso, en español tenemos una expresión similar pero con el enfoque en negativo: "sacar a alguien de sus casillas"). Hay un único detalle, en la nota publicitaria de la contraportada del video, en el que la directora parece querer mostrarnos su opinión: hablando de lo que nos vamos a encontrar en la película (ambición, decepción, amor al arte...) desliza "Tunnel vision", que bien podría traducirse como "estrechez de miras" (volvemos a la caja), en una más que probable referencia al túnel de la discordia que enfrentó a museo y ciclistas. Un pero entre paréntesis: no entiendo que no se incluyeran como una de las tramas que se entrecruzan en la película las aparatosas obras del vestíbulo subterráneo, que, al inundarse, exigieron la contratación de buzos. Aparece una breve referencia en una de las escenas eliminadas, que se recogen en un segundo DVD. Nuestra escena eliminada favorita es una en la que vemos a Pijbes (recuerda que con una cita suya iniciábamos la entrada anterior), perdido en su túnel, comentando que va a escribir un libro que dice va a llamarse el ABC del lenguaje de las reuniones, de "Action item" a "Zombie project". Para gente que quiere hacer cosas posibles u obstruirlas. Busca en su ordenador una lista donde ha ido guardando expresiones rimbombantes, que desgrana entre risas casi histéricas: "blue sky thinking", "zombie project", "flesh out the issue", "typical win-win situation", "if we are not on the same page, we won´t get all our ducks in a row"... Pijbes, que había dirigido el Kunsthal de Rotterdam antes del Rijksmuseum, ya no dirige museos sino una fundación que quiere fomentar la vida cultural en Rotterdam. Si quieres conocerle, aquí te cuenta cómo descubrió, a los doce años en un viaje escolar desde la lejana Groningen, el museo que años después llegaría a dirigir.
domingo, 8 de septiembre de 2019
Pars pro toto
"La película muestra un proyecto de construcción en el que todo el mundo sintió la necesidad de entrometerse y dar su opinión. Fue también un proyecto con una asignación de responsabilidades de una complejidad excesiva. Numerosas organizaciones eran responsables de una parte pequeña del proceso de construcción. Y si todo el mundo es responsable, entonces nadie es responsable. Muchas organizaciones tienen ese problema y esta situación de pars pro toto es un problema en nuestra cultura de gestión. Por un lado se acaba empantanado con interminables reuniones y acuerdos, aunque por el otro se puede llegar a un resultado muy especial. En su análisis final, la película gira en torno a la ambición y la decepción, y sobre el hecho de que la democracia no siempre obtiene el mejor resultado. Eso dice mucho sobre la sociedad en la que vivimos, y la película refleja esto de manera magnífica". Así de demoledor se mostraba Wim Pijbes, director del Rijksmuseum, en 2013, en el momento de su reapertura tras diez años de profunda renovación (el doble de lo previsto) y una inversión de 375 millones de euros. Puede leerse en el folleto del video al que hace referencia, The New Rijksmuseum, the Film, realizado por Oeke Hoogendijk.
La película relata con aséptica objetividad, diseccionando con quirúrgica precisión sin un solo comentario en off, las tremendas vicisitudes, a veces épicas, otras cómicas, que tuvieron que arrostrar los intrépidos protagonistas de la renovación, desde sus directores (primero Ronald de Leeuw, después el citado Wim Pijbes) hasta el personal más modesto como Leo van Gerven, uno de mis personajes favoritos de este drama casi shakespeariano, guardián del enorme castillo que construyera en 1885 Pierre Cuypers, el Luytens holandés autor también de la fantástica Estación Central de Amsterdam o de la torre de la Nieuwe kerk (nueva iglesia) de Delft, que coronó en 1872 con una imponente aguja que elevó la torre hasta los 108 metros nada menos, la segunda más alta de Holanda.
Nuestros Antonios (Cruz y Ortiz), los arquitectos del Wanda Metropolitano madrileño y autores de la renovación del museo, son también protagonistas de esta historia interminable en la que se entremezclan varios subplots como en el mejor thriller, y en el que la directora ha recogido sin atisbo de la más mínima autocensura (y a veces con despiadada crudeza) momentos de alta tensión, decepción aguda y cabreo apenas disimulado. Uno de los puntos de fricción más importantes en el proyecto fue, como es bien sabido, la lucha sin cuartel que el lobby ciclista desató en contra de la solución que los arquitectos habían propuesto como entrada del museo. Cuypers había diseñado el edificio como una puerta de la ciudad, con un pasaje central que era utilizado por 13.000 ciclistas al día y un número imaginamos también alto de peatones. El problema es que el museo quedaba así seccionado en dos partes mal comunicadas, inconveniente que la renovación tenía que resolver de una forma u otra. Cruz y Ortiz deciden unir ambas alas mediante un enorme vestíbulo subterráneo al que se accedería precisamente a través del pasaje central mediante unas escaleras que descenderían al vestíbulo. Se deja espacio a los lados de las escaleras para que los ciclistas puedan seguir utilizándolo, pero es obvio que el espacio queda muy mermado y no parece quedar claro qué pasa con los peatones: ¿utilizan el mismo recorrido que las bicicletas o han de rodear el edificio? En varias escenas de la película puede verse a representantes del sindicato ciclista defendiendo a capa y espada en el ayuntamiento de Ámsterdam su pasaje para desmayo de los responsables del museo y en especial los arquitectos. "Nuestra solución es razonable y modesta, no es una pirámide, o algo arriesgado o arrogante", comenta Ortiz en la reunión donde se les dice que el ayuntamiento ha rechazado su propuesta para la entrada, y ya en su estudio de Sevilla, adonde Hoogendijk, la directora de la película, se desplaza (la escena se inicia irónicamente con Cruz llegando en bici al estudio), reconocen que quizá no sean ya los arquitectos adecuados para acometer la reforma ahora que la principal razón por la que fueron elegidos, la solución para la entrada, ha sido rechazada. Desganados, señalan que diseñarán otra entrada, pero no tienen empacho en afirmar que será "vulgar" y "banal". Ortiz es el encargado de presentar la nueva entrada en una conferencia de prensa posterior, en la que con casi británica flema, introduce la solución que a día de hoy sirve de entrada al museo: cuatro enormes puertas giratorias en el pasaje (dos a cada lado) que no interfieren con el carril central que se deja para los ciclistas. Los peatones, al igual que los visitantes del museo, utilizan sendos recorridos a ambos lados del carril-bici, vamos, como estaba antes. En la infografía que acompaña la presentación puede verse a los ciclistas cruzando el pasaje "de manera fantasmal", como comenta con sorna el arquitecto, para alborozo, real o fingido, de los asistentes. Ronald de Leeuw, aún director del museo por aquel entonces y firme defensor de la propuesta original, ríe con forzada mueca. Tras las bambalinas, las cosas cambian. Ortiz se sincera sin tapujos ante la cámara de Hoogendijk: "Ellos ganan, pero llevaron a cabo una campaña que no jugó limpio. Nunca quisimos eliminar las bicicletas. Eso es una mentira. Han doblado el brazo de una poderosa institución como el Rijksmuseum, es un gran día para ellos. Pero esto no es democracia, es una perversión de la democracia".
Cuando De Leeuw, harto y a punto de jubilarse, deja el cargo de director del museo (en 2007) y lo asume Wim Pijbes, firme defensor también de la propuesta primera, el nuevo y flamante director intenta remover el tema. Cruz y Ortiz vuelven a proponer otra solución muy similar a su primer diseño. Si en el original la entrada (las escaleras que descienden desde el pasaje) están centradas, dejando a cada lado espacio para las bicicletas, ahora la escalera queda a un lado y el carril-bici en el otro. "Es simétrico y da más espacio a los ciclistas", apunta Pijbes, que se las promete muy felices, pero como todos sabemos el nuevo plan vuelve a ser desechado. Ortiz, desde Sevilla, estalla: "Estoy harto de esta ridícula historia, si me lo preguntas te diré que ya no me importa cómo va a quedar la entrada". Pijbes tampoco se muerde la lengua frente a la cámara ante las quejas de los ciclistas, que presionan alegando un aumento en el número de accidentes en bici en la zona ahora que el pasaje está cerrado, y llega a decir con rabia contenida y ojos vidriosos: "Pero qué me están contando, que se prohíba a los ciclistas usar el pasaje y punto". Siguen los alegatos ciclistas con renovados bríos en nuevas reuniones: "Montar en bici bajo el museo es una parte de la cultura de Ámsterdam de la que no es posible deshacerse. Es una verdadera vergüenza que se invoquen razones culturales para justificar esto. Sin duda La Ronda de Noche o La Lechera de Vermeer son fantásticos, pero acabar con el carril bici más bello del mundo y parte además de la red de comunicaciones urbanas en el nombre de la cultura es una desgracia". Cuando el ayuntamiento rechaza definitivamente la nueva propuesta, Pijbes está desatado: "Esta ciudad puede ser una democrática casa de locos". La película, obviamente, no puede acabar así, en los minutos finales vemos a los protagonistas ofreciendo una suerte de amable epílogo final. Ortiz señala, paseando en soledad por el soberbio vestíbulo subterráneo, que está satisfecho con su trabajo: "Parece que no ha hecho falta el más mínimo esfuerzo para hacerlo; alguien podría preguntar ¿Pero qué han estado haciendo todos estos años? El esfuerzo está escondido, lo cual podría ser una definición para la elegancia. Misión cumplida" (esto último lo dice en español).
Acabo con el inevitable apunte personal. La verdad, antes de saber toda esta historia, la primera vez que entré en el nuevo Rijksmuseum recuerdo que me llamó la atención la entrada, me dio la sensación de que no era la principal, que era un acceso secundario. Sin embargo me pareció al mismo tiempo original y muy elegante, y pronto se me olvidó al ver el magnífico vestíbulo o las fantásticas chandeliers, las enormes arañas colgantes que Moneo llama "jaulas metafísicas" en el catálogo de la exposición que el museo ICO dedicó hace un par de años a los arquitectos andaluces, y de las que señala, en su verticalidad, una posible vinculación al gótico, todo un guiño a Cuypers. Moneo no entra en la monumental polémica ciclista en torno al museo, pero sí incide en su condición de puerta sur de la ciudad en diálogo con la Estación Central, también de Cuypers, al norte. Me sorprende cómo se nos puede ir la pinza y pensar que nuestra visión de un problema puede estar por encima de lo que opina un nutrido colectivo que representa en este caso a toda una ciudad. Yo no sé si la entrada original era mejor que la definitiva o no, pero lo cierto es que si un ayuntamiento que representa a la ciudadanía a la que principalmente va dirigido el museo está de acuerdo en que el proyecto no debe cambiar lo que Cuypers diseñó, pues toca envainársela con estilo y sin aspavientos. La parte nunca puede anteponerse al todo, pero tampoco la parte que yo defiendo; habrá que ver qué parte es la más grande. Pero bueno, hablar es fácil...
Otro día te cuento más anécdotas de la película. Feliz rentrée.
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