Este cuadro preside mi salón. Es obviamente el Guggenheim de Bilbao, hecho en punto de cruz por mi señora madre. Le costó lo que no está escrito bordarlo, para empezar no había patrones para semejante motivo, así que tuvieron que hacerle uno especialmente para ella con ordenador. Ahora que ya nunca más podrá hacer algo así tiene un valor muy especial. Junto a ello me gusta tenerlo cerca porque el museo de Gehry me recuerda el fantástico poder de la arquitectura para rehacer una ciudad agostada y ponerla en el mapa de lo cool, la férrea voluntad de trabajar en equipo poniendo de acuerdo motivaciones a menudo dispares, y la inquietante belleza del caos que, junto a la profunda creatividad que se esconde a veces en la incertidumbre, es toda una lección para cartesianos y control freaks.
Te cuento todo esto porque el jueves me acerqué a la fundación Juan March de Madrid para asistir a una conferencia que bajo el título El Museo Guggenheim de Bilbao: arquitectura y espectáculo, iba a dar Fernández-Galiano. Antes de nada constatar el tirón del one de la crítica arquitectónica española (y del edificio del Gehry): llegué con tres cuartos de hora de antelación y me dieron (ahora dan entradas numeradas) la fila 14, vamos, el gallinero (me pregunto a qué hora fueron los que tenían las primeras filas). El auditorio (300 personas calculo), lleno hasta la bandera.
Fernández-Galiano, en su línea de conferencias dinámicas al más puro estilo Steve Jobs (ni un texto ni medio y una amena exposición desgranada a partir de monumentales fotos proyectadas en la pared del escenario), fue desgranando las claves de uno de los edificios más influyentes del mundo en las últimas décadas. Comenzó recordando otros ejemplos de arquitectura tan intensamente expresionista ya en los años 20, en concreto la torre en Potsdam de Mendelsohn o el Goetheanum de Rudolf Steiner muy cerca de Basilea que tuve la oportunidad de ver de niño (uno de mis tíos emigró a Suiza y se casó con una alemana que estaba muy involucrada con el movimiento antroposófico liderado por Steiner), se me quedaron grabadas sus extrañas formas alienígenas huyendo siempre del ángulo recto. Pero quizá el que más hizo por impulsar este tipo de arquitectura que busca emocionar sería, quién lo iba a decir, Le Corbusier, quien abandonaría los rígidos postulados racionalistas del movimiento moderno en pos de una arquitectura basada en los objetos de reacción poética (véase Ronchamp). De ahí a los iconos arquitectónicos sólo había un paso, Fernández-Galiano menciona el propio Guggenheim de Nueva York, a cargo de Wright, la terminal de la TWA de Saarinen, también en Nueva York o la Ópera de Sidney, proyecto que el propio Saarinen, miembro del jurado que lo eligió, rescataría in extremis del montón de diseños rechazados en un primer momento. Y así llegamos a los 90, momento en el que el caos estaba de moda (don Luis, siempre transversal, menciona que hasta Donna Karan sacó un perfume con ese nombre), en la Bienal de Venecia se hablaba del arquitecto como sismógrafo que debía reflejar lo caótico del mundo, y se llega a una "arquitectura sísmica" y una "celebración de la catástrofe" capitaneada entre otros por Libeskind, cuyos diseños recuerdan a violentos accidentes ferroviarios (en divertida secuencia don Luis colocaba fotos de diseños del arquitecto junto a otras de accidentes de trenes, verdaderamente parecían calcados, para acabar mencionando el reciente chiste de El Roto).
Don Luis en el laberinto bilbaíno |
Mucho ha llovido desde el 97, ya no somos architecture victims, ha habido una crisis severa y los casos de corrupción han vuelto a causar una intensa alarma social que se ha reflejado en la arquitectura, disciplina que felizmente ha recuperado la cordura (fíjate en los seleccionados para los premios FAD: sobriedad, refinamiento, líneas rectas... mi favorito es éste), o al menos en nuestro país, porque si echas un vistazo fuera, parecería que al calor de la reactivación económica vuelve Bilbao. En Los Ángeles, justo al lado del Disney Hall del propio Gehry (tras el Guggenheim fue capaz de terminarlo), Diller Scofidio+Renfro han levantado el Museo Broad que a mi que no me digan, tiene un punto bilbaíno, y en la entrada anterior hablábamos del merengue exorbitante de Snøhetta, que para más inri incorpora en los bajos, tal y como el Guggen, una enorme sala con esculturas de Serra (por cierto que una de las anécdotas más jugosas que nos contó don Luis fue que la amistad entre Gehry y Serra se fue al garete cuando el escultor se percató que se hablaba mucho más del museo que de sus esculturas, es lo que pasa, señalaba el catedrático para regocijo de su audiencia, cuando se juntan dos machos-alfa).
Inmortalizado en Los Simpson, Frank Ghery, que afirma ser como un asesino en serie que seguirá haciendo lo mismo hasta que se muera, marcó un época de excesos que (esperamos) esté felizmente superada (aunque de vez en cuando a nadie le amarga un dulce). Me despido con una foto del magnífico edificio de la fundación Juan March de José Luis Picardo donde pudimos asistir a la conferencia, un museo que en los oscuros 70 revitalizó la vida cultural madrileña al más puro estilo Guggenheim.
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