'"El primero lo mataron a palos porque había citado a Espinoza en un talk show”. Así empieza una llamativa, provocativa novela política —Il censimento dei radical chic (El censo de los radicales chic)— del escritor italiano Giacomo Papi, publicada este año en Italia por Feltrinelli. El profesor Giovanni Prospero es apaleado hasta la muerte poco después de la cita docta en un programa de televisión. Otros intelectuales seguirán. El texto retrata una Italia del futuro, inmersa en un régimen nacional-populista, de sabor neofascista, en la que los máximos estamentos de la política azuzan el odio contra los intelectuales y se yerguen en paladines de la sencillez del pueblo. El protagonista político de la novela, en privado, explica el meollo de la cuestión: las emociones se pueden gobernar, dirigir, manipular; el pensamiento y el conocimiento, no.
La novela es una hipérbole que toca una fibra profunda. La correa de transmisión entre retórica política emocional, sentimientos identitarios, exclusión de los diferentes y violencia es un mecanismo peligroso, cuya activación fácilmente provoca consecuencias imprevisibles. Asistimos en Estados Unidos a una inquietante nueva dinámica de la vieja dicotomía nosotros/ellos, azuzada en este caso por la máxima autoridad de la república: Donald Trump. ¿Por qué no regresan a sus países?, le dijo a cuatro congresistas, obviamente todas de nacionalidad estadounidense (ninguna de trasfondo anglosajón/europeo). Poco después, en un mitin del presidente ya se coreaba la consigna: “¡que las envíen de vuelta!”. La correa de transmisión, el porqué no regresan, se convierte rápido en devuélvanlas adonde les corresponde.
Europa no está exenta de este riesgo. Por supuesto nadie agrede a los intelectuales como en la novela de Papi, pero sí ha habido casos de violencia de ultraderecha, sí hay múltiples síntomas de xenofobia, de apego muy excluyente a los valores tradicionales. Y hay un prolongado proceso de simplificación del discurso político, que banaliza problemas complejos.
La sección Materia de este diario citaba el pasado mes de febrero dos estudios —uno de las universidades de Princeton y Texas; otro de la Universidad de Ámsterdam y de Dublín— que, tras analizar una gran cantidad de discursos e intervenciones, concluyen que en Occidente la comunicación política pierde complejidad y profundidad analítica.
En una entrevista concedida esta semana a este periódico, la futura presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen lamentaba en varios pasajes esta banalización. “Las respuestas simples no nos llevan a ningún sitio”; “tenemos muchos eslóganes en el debate europeo que inmediatamente impiden cualquier posibilidad real de diálogo”, afirmaba.
La excesiva simplificación borra los matices; sin matices crece la polarización; la polarización es caldo de cultivo de la animosidad; la animosidad es madre y padre de la violencia. Conviene no perder de vista esta correa de transmisión y quién es responsable de activarla.
El mundo es crecientemente complejo. Las interconexiones espoleadas por la globalización y el descomunal avance tecnológico crean una realidad de una complejidad nunca vista antes. Cabe sospechar que las soluciones se hallan en el conocimiento más que en el sentimiento; en la interlocución más que la confrontación; en las herramientas de precisión más que en el hacha.
Y sin embargo proliferan los profetas de las respuestas sencillas, los gurúes del hacha. “Necesitan un enemigo al día”, escribe Papi en su novela. ¿Les suena? No se fijen solo en Trump, miren en sus sociedades, hay muchos políticos que razonan así. Un día los enemigos son los extranjeros con diferente religión u color de piel; otro, serán una casta de privilegiados que ha leído mucho y pretende dar lecciones. Otro, quizá, el grupo al que pertenece usted". (Andrea Rizzi, La hoguera de la complejidad en El País).
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