" 'Una canción cualquiera puede a veces, con su hermosura
elemental, herirnos de muy mala manera el corazón', nos dice el poeta Eloy
Sánchez Rosillo en su libro Oír la
luz. ¿Cómo se puede oír la luz? Él mismo
nos explica en otro poema que cuando era niño, ante un cielo lleno de
estrellas, 'además de mirar tanto fulgor, podía oír la luz'. Quizá esa luz que oía el poeta era la armonía secreta
que está en ese otro mundo que intuían los gnósticos, ese mundo al que de
verdad pertenecemos y al que aspiramos todo el tiempo, de acuerdo con esta
sabiduría, a volver. Esto nos invita a pensar que nadie es de donde se cree que
es, y a mirar con saludable escepticismo los nacionalismos, los separatismos,
los provincialismos que proliferan en nuestro siglo XXI.
Volvamos a la música,
a esa canción que nos hiere con su hermosura elemental, de la que habla el
poeta, sin perder de vista el otro mundo gnóstico. Para empezar, la música
ordena el entorno; vivimos normalmente rodeados de un caos atómico del que
somos parte integral; los átomos que nos constituyen pertenecen al mismo
universo de partículas al que pertenecen la silla, el escritorio y el perro, y
esta promiscuidad atómica en la que vivimos permanentemente, como si
estuviéramos en medio de una borrasca, se disipa cuando el entorno es
intervenido por una pieza de música cuya armonía coincide con la armonía
secreta de ese otro mundo del que de verdad somos. Cada quien tiene su
música para ordenar el entorno, la única condición es que su armonía coincida
con la armonía secreta del otro mundo. La música nos gusta, nos emociona, nos
levanta el ánimo y nos hace llorar precisamente porque nos lleva a intuir, y a
veces a vislumbrar, ese mundo armónico del que de verdad somos, y al
vislumbrarlo nos libra de nuestra permanente condición de extranjeros.
La música nos pone en
contacto con zonas perdidas de nuestra memoria, de nuestra historia personal;
hay veces que una canción nos hace no solo recordar, también sentirnos otra vez
como la persona que éramos en otra época, y esto no puede despacharse
irresponsablemente como un ataque de nostalgia, porque estaríamos ignorando
todo lo que nos enseñaron los sabios de la antigua Grecia, que no verían
nostalgia en la situación que acabo de plantear, sino la conexión directa que
ha hecho esa persona con la armonía secreta del cosmos, gracias a una canción.
Este siglo nos ha
puesto toda la música que existe al alcance de un clic, lo cual es una de las
maravillas de la modernidad, pero también es verdad que esta maravilla nos ha
arrebatado el deseo, el anhelo, esa desesperación por tener un disco especifico
de la que gozábamos los habitantes del siglo XX. Hoy ya no es posible desear
oír una canción, no hay que esperar, podemos escucharla un instante después de
desearla, y el deseo sin el tiempo de espera no existe, se convierte en una
gestión, en un trámite. En el siglo XX, la
entrañable actividad de escuchar música tenía lugar bajo el yugo de la materia;
por ejemplo, la única forma de llevarla contigo a la intemperie era en un
casete, que necesitaba una aparatosa máquina de reproducción que funcionaba con
baterías que nunca duraban lo suficiente. Aquellos años estaban marcados por la
pérdida trepidante de energía, todas las fuentes se agotaban rápidamente, no
había posibilidad de recargarlas, y la única forma de escuchar música sin la
zozobra de que en cualquier momento se interrumpiera la pieza era con un
enchufe a la pared.
Las pilas que se
vaciaban de energía y no podían volver a recargarse eran un recordatorio
continuo, una alegoría, de lo perecedera que es la vida; no sería difícil que
los aparatos que hoy forman parte de nuestra cotidianidad, cuyas baterías se
recargan cada vez que se agotan, hayan sembrado en nosotros la alegoría
contraria: la ilusión de que la vida puede perpetuarse cuando se recarga con la
energía que promueven los hábitos saludables.
Pero la materia que
ataba a la música tenía un capítulo más sutil. Cada vez que escucho una de esas
piezas que llevan dentro la armonía del universo, no solo disfruto de la
música, también vibro con el recuerdo de ese objeto material que hoy
llamaríamos soporte físico; porque antes la música estaba asociada al objeto
que la contenía, a la cubierta, al trabajo gráfico, a las fotografías, a la
funda que protegía el disco, y al disco mismo, que tenía siempre una etiqueta
en el centro con los títulos de las canciones, o con un complemento gráfico que
redondeaba el concepto general de la obra; todo eso era parte indisociable de
la experiencia de oír música. Lo mismo pasa con los
libros, uno recuerda la historia que leyó, la voz del narrador que la cuenta,
las particularidades de su estilo, pero también la portada del libro, su peso,
su olor, la época, las circunstancias y el sillón en el que fue leído. Todo
este universo memorioso y sensorial ha sido erradicado por el libro
electrónico, de la misma forma en que Spotify, además de arrebatarnos el
derecho de desear largamente un disco, nos escatima esa experiencia física que
en el siglo XX era parte de la música.
En la Edad Media, la
música estaba asociada con las matemáticas y la astronomía; la figura que
representaba el movimiento matemático de los cuerpos celestes era la música de
las esferas, una música universal que desde luego influye también en nosotros y
que es, sin duda, esa luz que oía el poeta. En la Universidad
medieval se instruía a los alumnos con el quadrivium, un sistema de
conocimientos que los ayudaba a aproximarse a los misterios del universo. Quadrivium quiere decir
encrucijada, cruce de caminos, que eran las cuatro materias que se enseñaban
para lograr esa aproximación: aritmética, geometría, astronomía y música. El quadrivium nos enseña, a
los habitantes del siglo XXI, el lugar que ocupaba la música en la vida de
nuestros antepasados; sin la música no podía entenderse el funcionamiento del
universo, la música era una de las cuatro vías para entender qué somos, y,
desde este punto de vista, a la luz del quadrivium, no se entiende por
qué hemos terminado confinando a la música, esa materia fundamental para
entender el universo, en el rincón de los pasatiempos. Hoy, la música no es más
que otra de las formas de la ociosidad, la usamos para llenar el tiempo libre,
sin saber que es la llave de la armonía secreta del universo. Qué insensatez
vivir sin esa llave" (Jordi Soler, Oír la luz, en El País).
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