Porque vamos a ver ¿tú eres espacial o no? ¿Te has diluido ya en los mundos virtuales cual hikikomori insomne o te va todavía el rollo decimonónico del flâneur que deambula sin rumbo por la ciudad, curioso y alerta? ¿Estás con Gastón Bachelard, el autor de La poética del espacio (ese señor que decía que los ascensores destruían los "heroísmos de la escalera", quitando todo el mérito a vivir cerca del cielo) y con Michel Focault, que señalaba que a nuestra época le define su carácter espacial, o tú eres más de William J. Mitchell y su City of Bits, según el cual "vivimos ya en el antiespacio" relacionándonos solo mediante las redes sociales? ¿Te sientes las piernas? Paul Virilio en su Amanecer Crepuscular ya nos decía: "el polo principal para la arquitectura de la globalización es la compresión temporal. A diferencia de los años 50 y 60, cuando se hablaba esencialmente del espacio, ahora estamos obligados a hablar del tiempo. La compresión temporal es un término técnico que ilustra el hecho de que de ahora en adelante el tiempo real es un elemento determinante del poder". A esa compresión temporal también la llama presión dromosférica, que acongoja más. Y alerta ante la tremenda aceleración que vive la sociedad moderna (que se dirigiría a un "accidente total") defendiendo una ralentización en la que la ciudad tiene un papel clave: "Es seguro que uno de los desaceleradores es la morada, el inmueble. (...) No se puede negar que la ciudad desaceleró a los nómadas con el sedentarismo. (...) La velocidad agota al mundo". Santiago de Molina, en Hambre de arquitectura, apuntala la idea: "Hoy que parece que la virtualidad está cobrándose el mayor número de víctimas posibles en almas sin cuerpo, reclamamos la realidad con el ansia del que reclama una pausa en un descenso sin frenos. Si T.S. Eliot dijo en el siglo pasado que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto con la realidad-real es cada vez más acuciante. Hoy parece necesitarse una arquitectura capaz de aportar una dimensión sensible a la vida. Sin más". La ciudad desacelera y, como dijo mucho antes Ortega, civiliza. En la Rebelión de las masas dice: "La polis no es primordialmente un conjunto de casas habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado para funciones públicas. La urbe no está hecha para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y particulares, sino para discutir de la cosa pública. Nótese que esto significa nada menos que la invención de una nueva clase de espacio, mucho más nueva que el espacio de Einstein" (tomo la cita del muy recomendable La arquitectura de la ciudad global de Eduardo Prieto). Volvamos al Ágora, que la desintermediación (fenómeno por el que desaparecen los intermediarios, algo cómodo cuando se trata de comprar algo por Amazon pero preocupante cuando alcanza otros ámbitos) produce monstruos. "En las redes manda el mensaje simple, unidireccional por cierto. La política compite ahí con el entretenimiento y se mimetiza con este. En una democracia desintermediada, en una sociedad hiperdigitalizada, en la política espectáculo ¿somos ciudadanos o audiencia? ¿Electores o followers? ¿Vale un voto lo que un "me gusta"? ¿Un meme lo que un programa político? Hay más voces, pero ¿hay más diálogo?", lo dice Ricardo de Querol en el Retina de ayer.
Te veo agobiado y exhausto tras tan denso párrafo. Trataré de desacelerarte con dos presentes que compensarán acaso tu esfuerzo lector. El primero es un relajante tema que abre el álbum The City de Vangelis, álbum compuesto por el músico griego en una sola noche insomne en un hotel de Roma y que como su nombre indica está dedicado a la ciudad, que por cierto hoy votamos (no olvides que también votamos por Europa, no te pierdas por cierto de nuevo este video de Koolhaas, europeísta militante). El segundo regalo es una cita de Antonio Muñoz Molina, que compone un sentido homenaje a una ciudad: "Turín es una maqueta exacta de Turín. Turín es un modelo de ciudad que se parece a aquel mapa de Borges que era tan fiel en todos sus detalles que tenía el mismo tamaño del territorio que representaba. Turín es plana, cuadriculada, geométrica, como un tablero de ajedrez, una apoteosis del ángulo recto y de la perspectiva. Uno camina por una calle con soportales magníficos en dirección hacia una plaza que se distingue al fondo y el punto de fuga es una estatua ecuestre en el centro justo de la plaza, y los arcos de los soportales y las losas ajedrezadas del suelo van disminuyendo de tamaño según se alejan de la mirada, como en esos fondos de ciudades ideales en las pinturas del Quattrocento. En Turín el aficionado a la pintura y a las ciudades se acuerda unas veces de Piero della Francesca y otras de Giorgio de Chirico. De Piero es la claridad racional de lo visible en la plena luz limpia de una mañana. Según anochece y las plazas y las avenidas que desembocan en ellas van quedándose vacías, Turín tiene un aura de ciudad fantasma a la manera de De Chirico, que se acentuará sin duda en sus inviernos de capital ya muy al norte, y que quizá sería mucho más pronunciado en los tiempos en que Turín era abrumadoramente una ciudad industrial.
Primo Levi habla de la “geometría obsesiva” de Turín. La sorpresa de llegar es descubrir que no se trata de una geometría agobiante, y ni siquiera monótona. La calidad tan alta del planeamiento urbano, de los edificios, los parques, otorga una liviandad singular a lo que habría podido ser opresivo, a la manera de los grandes despliegues de magnificencia administrativa del antiguo mundo austrohúngaro. Hay escalas imponentes, pero también hay una especie de gracia, una amplitud que ensancha al mismo tiempo los pulmones del que camina y las perspectivas que contempla. Es, literalmente, una amplitud de miras: al final de muchas calles y de las avenidas mayores está unas veces la vista de las colinas verdes al otro lado del Po y otras el perdurable asombro de las laderas y las cimas de los Alpes coronadas de nieve, levantándose de pronto con vehemencia geológica en los límites de una llanura fértil. La seriedad maciza de las columnas de los soportales tiene su contrapunto en las filas de castaños y tilos de copas formidables en los bulevares y en los parques. Contra la piedra labrada de las fachadas, en la penumbra de las bóvedas, se empiezan a encender a la caída de la tarde los neones de colores suaves que anuncian cafés, restaurantes, bares, comercios. Aún no se ha hecho de noche y ya se despliegan como flotando en el aire las palabras iluminadas de un vocabulario de neón: Pizza, Caffè, Bar, Hotel....". Sigue leyéndolo aquí.