1. El monumento como marca.
"Ludwig Wittgenstein sentenció que la sociedad moderna ya no tiene nada que conmemorar. Que ha perdido sus lazos con el pasado y que es tan banal que no merece ser recordada. Si Wittgenstein pensaba esto de la convulsa y sofisticada sociedad europea de entreguerras, ¿qué no hubiera pensado de la nuestra? Y sin embargo, los años que vivimos no dejan de refutar el pesimismo del filósofo: nunca antes se había conmemorado tanto y tan indiscriminadamente como ahora. Nunca antes se habían construido tantos monumentos. Mirada desde el lado de la arquitectura, esta pulsión monumental pertenece a una agitada historia definida por las idas y venidas entre dos posturas: la de los arquitectos que daban la monumentalidad por muerta, y la de quienes pretendían mantenerla con vida. Al principio, el progresista siglo XX favoreció a los primeros. (...)
Las cosas cambiaron con la llegada de la posmodernidad, bien entrada la década de 1960, cuando la historia se puso de moda. De repente, todo lo que había sido tabú se convirtió en tótem. Los arquitectos se pusieron a replicar los estilemas del pasado; proliferaron pseudoclasicismos de toda laya; y, al calor de esta vis monumental, incluso multinacionales como Walt Disney encargaron oficinas en cuyas fachadas convivían columnatas, frontones y enanitos de Blancanieves. Todo esto se acompañó de un interés desmedido por la comunicación que hizo que la arquitectura dejara de ser considerada dominio exclusivo de la función y la técnica para verse como un lenguaje visual que apelaba al imaginario colectivo. Fue en este contexto fascinado a partes iguales por la historia y la semiótica donde la monumentalidad comenzó a tener de nuevo cabida en los debates de los arquitectos.(...)
El eco persistente de los ideales posmodernos, unido a la realidad inquietante de la globalización, han propiciado la aparición de un tipo inédito de monumentos: aquellos que no conmemoran nada ni tienen historia pero que no por ello dejan de ser menos eficaces en la tarea que se le exige a cualquier monumento, que es reforzar la identidad colectiva.
Son muchas las maneras de trabajar la identidad a través de estos monumentos. La principal consiste en crear imágenes singulares y fácilmente digeribles por el público; imágenes que emanan de los edificios pero que enseguida se libran de ellos para acabar pululando por las redes a golpe de "me gusta".
Nótese que en este caso forma y fondo no coinciden: los monumentos icónico-digitales no tienen contenido porque no conmemoran el pasado, sino sólo a sí mismos. Es una condición que, por supuesto, no alcanzaron a ver Wittgenstein y los intelectuales de su época, para quienes la idea del monumento se asociaba aún con lápidas, museos y cenotafios". (Eduardo Prieto, Nueva monumentalidad: por mi cara bonita, en El Mundo).
"Mucho menos aún importa la cuestión de la falta de funcionalidad, el inflado a posteriori de los costes o los graves defectos constructivos que presentan muchos de estos monumentos inmediatos. Una proporción desmesurada de los edificios-espectáculo son museos sin colección o galerías de arte fingidas, salas de exposición extravagantes en las que el continente es la auténtica atracción.(...) El público no está realmente interesado en ver edificios que funcionen; quieren ver construcciones raras, expresivas, melodramáticas, llenas de poesía estridente, y, puestos a elegir, si es posible, que sean también violentas, catastróficas, grotescas y espeluznantes. Pero esta actitud no es exclusiva de la "era del espectáculo". Se remonta al panem et circenses del Imperio Romano, a la afición medieval y moderna a contemplar ejecuciones en plazas, a los monstruos mal labrados y las grutas con sorpresa de los jardines manieristas a la moda, a las menageries barrocas con sus extraños animales orientales y los carnavales venecianos del siglo XVIII, al auge de la novela popular gótica y romántica, al entusiasmo por la guerra de los futuristas italianos, y también, y de forma muy especial, al éxito seguro, en el cine, de las historias de catástrofes o invasiones. Es nuestro lado decadente, la atracción del abismo que nos fascina en las prisiones de Piranesi. La muerte, la abyección, la destrucción y lo grotesco han sido siempre objeto de deleite, y nuestra época, en este sentido, tiene sus propias obsesiones: el fin de todas las cosas, lo inhumano y la ausencia de forma, lo inestable y lo desarticulado". (David Rivera, El monumento que cayó del cielo. Arquitectura-espectáculo y colisiones urbanas a principios del siglo XXI, en Teatro Marittimo n.4).
2. Marcas blancas, monumentos blanqueados.
"En Berlin hay cúpulas culpables. La ácida polémica entre Santiago Calatrava y Norman Foster en torno a la reconstrucción del Reichstag llama la atención sobre la intensidad de las pasiones que despiertan los edificios emblemáticos e invita a dirigir una mirada a nuestras propias arquitecturas representativas. Más allá de la rivalidad entre los arquitectos, el debate sobre la sede del Parlamento alemán refleja el marco emotivo de la construcción de los símbolos de la reunificación, y expresa una aguda conciencia de la dramática historia contemporánea de la nación. (...)
Destruida en el incendio de 1933, la que fuera símbolo de la Alemania guillermina ha debido esperar a la reunificación y al retorno de de la capitalidad a Berlín para que se propusiera su inevitablemente polémica reconstrucción. Nadie deseaba levantar una cúpula idéntica a la original, ya que se interpretaría como un deseo de avivar las brasas del imperio evocando su sombra; para muchos aquella cúpula fue culpable de dos guerras europeas. Pero tampoco estaba claro cómo conciliar el arrepentimiento histórico con la exaltación de la reunificación, de manera que los arquitectos tuvieron la difícil tarea de calibrar el sueño y la memoria de Alemania.(...)
Aunque Foster obtuvo finalmente el encargo, su proyecto definitivo se aproxima al más sensato de Calatrava, ya que prescinde del gran dosel y remata el edificio con una cúpula -denominada 'red hemisférica' para evitar connotaciones que la hagan políticamente inaceptable-, con aspecto de faro geodésico: una cúpula inocente, desmemoriada y tecnocrática, despojada del intenso lirismo que poseía en el proyecto del español, pero más capaz de expresar la voluntad de unos políticos de Bonn que temen -quien sabe si con motivo- remover el humus romántico del pueblo alemán. (...)
Si este nuevo Reichstag pasteurizado no puede suscitar entusiasmo, el enconado debate que ha provocado revela una sensibilidad ante la dimensión simbólica de la arquitectura que debe mirarse con envidia desde nuestros páramos ideológicos". (Luis Fernández-Galiano, Cúpulas culpables, artículo publicado originalmente en El País en 1994 y ahora recuperado para Años Alejandrinos).
3. Porque yo lo valgo (el arquitecto-marca).
"-¿Que un edificio sirva no es esencial?-La arquitectura funciona en dos niveles: el subjetivo y el conectado. Uno trabaja como un artista buscando una voz, saber quién es. Si haces lo que se espera de ti, algo ya visto, no llegas a nada. Cualquier artista pasa la mitad de su carrera tratando de entender quién es para saber qué marca quiere dejar en el mundo. Nada que ver con el ego. (...)
-¿Cómo educa un edificio?
-Ninguno de los nuestros parece normal. La gente se pregunta por qué son así. No vivimos un tiempo normal. Cambiamos. La innovación es nuestra razón de ser.
-¿Qué es hoy la innovación? ¿Que un edificio sorprenda?, ¿que ahorre energía?, ¿que mejore la ciudad?
-Nací cuando la necesidad de cambiarlo todo era el único acuerdo mundial. Empezó con Orwell, Freud y Einstein. El cambio me ha movido. (...)
-Admite que cuesta entender su trabajo.
-Me importa un bledo que no lo entiendan. ¡No lo consigo entender ni yo!
-Peter Eisenman se psicoanalizó porque un cliente lo acusó de egocéntrico.
-Sería un problema que vieran mis edificios como neutrales. Si les gustan o los odian, me va bien. (...)
-¿Lo más importante en un edificio?
-La forma.
-¿Y el uso?
-Cada vez hay más desconexión. Vivo en un loft que hace cien años servía para almacenar cajas y es mejor que cualquier casa. La cultura visual es elitista. No la entiende todo el mundo. Pasa lo mismo con la pintura o con la ópera. No me importa que que la gente no entienda mi arquitectura. Es para unos pocos". (Thom Mayne entrevistado por Anatxu Zabalbeascoa para El País de ayer. Foto de arriba: su museo Perot en Dallas. En Vigo va a hacer la estación del AVE...).
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