Rafael Moneo acaba de ser premiado con el Príncipe de Asturias de las Artes. Marchando un homenaje rápido a la forma arquitectónica con la que más típica (y tópicamente) se le ha asociado: el cubo, cómo no.
El cubo de hielo. Hielo para Móstoles, así titula Anatxu Zabalbeascoa la entrada de su blog dedicada a este centro de servicios sociales del estudio dosmasuno arquitectos. Un cubo de trámex blanco que actúa como un "velo de hielo" al que se insertan catas en distintos puntos de un intenso verde esperanza, color que también invade el interior. Arquitectura económica (a 1.000 euros el metro cuadrado) pero al mismo tiempo original y espectacular. Me recuerda a The Mosquito Coast, la novela (y película) de Paul Theroux en la que un padre despótico y neurótico arrastra a su familia a un lugar recóndito de Centroamérica para construir una quimérica fábrica de hielo.
El cubo trucado. Esto sí que es un cubo y lo demás son tonterías. O eso es lo que parece a primera vista. La sede de Caja Granada (o al menos lo era en 2001, a saber ahora) de Alberto Campo Baeza es una brutalista estructura que remite a la Casa del Fascio de Terragni. Hormigón y firmitas a lo bestia, y que pese lo que tenga que pesar (pasando de Bucky). La fachada, con esa especie de ventanas-nicho, da una imagen algo tétrica de mausoleo en honor a rancias glorias. Pero ojo, que el cubo tiene truco: en su interior, un inmenso atrio (del tamaño de la catedral de Granada dice su autor) que se extiende de suelo a techo y que permite la entrada de luz mediante el uso de alabastro.
El cubo deconstruído. Es el siguiente paso deconstructivo: no sólo despojamos al cubo de su interior, sino que también le quitamos dos de sus lados y nos queda un edificio-puerta (el Grande Arche) más icono que otra cosa y que aporta grandeur a la Defénse parisina en una suerte de réplica high-tech del Arco del Triunfo con el que queda alineado. Es un edificio póstumo del danés Otto von Spreckelsen. Subir en el vertiginoso ascensor que atravesando el inmenso vano te lleva a un curioso museo de la tecnología instalado en su techo cuesta (o costaba hace 3 años) más caro que la entrada del Louvre.
El cubo continente (y contenido). Sáenz de Oiza se contuvo al hacer el museo de su amigo el escultor Jorge Oteiza en Alzuza (Navarra), ya que no quería que nada distrajera la atención de sus esculturas. El interior, sumido en la penumbra, quiere recordar las condiciones en las que Oteiza tuvo que trabajar en Aranztazu (junto a Oiza precisamente). Y esos enormes lucernarios negros (única nota de autor) quién sabe si también quieren hacer referencia a las espinas pétreas con las que el arquitecto recubrió la torre del monasterio (alusión a su vez al origen de Arantzazu, en euskera, "tú en el espino", ya que según la leyenda la pequeña escultura de la Virgen fue encontrada en uno).
El cibercubo. Se llama Media-TIC, y se trata un edificio de oficinas asociadas a las nuevas tecnologías situado en Barcelona. Es de Enric Ruiz-Geli y su estudio Cloud 9: en inglés to be on cloud nine es estar en el séptimo cielo (la nube es término por cierto muy cibernético, ahora muchos tienen documentos en la nube, o sea, en internet y accesibles desde cualquier ordenador). Cada fachada es diferente, pero la más fotografiada (aquí por Iwan Baan, y ha sido por ejemplo portada de AV) es ésta, todo un alarde de nuevas pieles tecnológicas (ETFE y una serie de cojines -nubes- rellenos de aire y nitrógeno) que le dan un extraño aspecto de baqueteado carguero espacial que nos enseña a través de sus heridas su esqueleto metálico. Bello no es, de hecho parece un edificio inacabado, pero su autor no se corta a la hora de llamarlo La Pedrera Digital...
El cubo curvo. El auditorio de la localidad murciana de Águilas, que es como un cubo versionado por Mariscal, parece que de un momento a otro va a remontar el vuelo. Es del estudio Barozzi-Veiga, y ha costado 16,6 millones, una cantidad apreciable para una localidad tan pequeña. Esperemos que el ayuntamiento le dé vida, lo cuide y no acabe como otro zombi arquitectónico más.
Acabamos con nuestro cubo (doble) favorito. De Moneo, claro. El Kursaal donostiarra, pulcro y sereno, como el arquitecto define su arquitectura:
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