Pues como sin duda has adivinado, el edificio del que hablábamos en la pasada entrada es el museo de arte contemporáneo Helga Alvear en Cáceres de Emilio Tuñón, que visité como aperitivo del megamuseo que el mismo arquitecto diseñó junto al desparecido Mansilla y estos días se acaba de estrenar en Madrid, la Galería de las Colecciones Reales tras más de 25 años de gestación, 170 millones de euros invertidos y con 40.000 metros cuadrados de espacio expositivo (prácticamente el mismo que El Prado). Un edificio que se encaja en el zócalo de la famosa Cornisa donde se encuentran el Palacio Real y la catedral de la Almudena, subsumido moneísticamente entre ambos, pudiéndose decir -ojo que se viene ocurrencia- que lo mismo que el gimnasio del Colegio Maravillas nos maravilló por su cercha habitada, la galería podría calificarse como una suerte de monumental zapata visitable. De todas formas para mí que la tal Cornisa no tiene arreglo, principalmente por culpa de la catedral de la Almudena, que siempre nos pareció un pastiche insufrible. Sé que mi opinión no vale un pimiento, pero si no lo digo reviento. Tras pareada parida, diremos como conclusión de párrafo que hoy no toca hablar de la galería, tras la próxima visita que le hagamos amenazo quizá con algún comentario más. Pero sí que seguiremos con Tuñón, siempre por supuesto con tu permiso.
El reciente premio nacional de arquitectura, que últimamente nos tenía acostumbrados a proyectos exquisitos pero de escala más bien reducida, ganó hace algunas semanas un concurso de calado en Maastricht (la ciudad del tratado, otro más ¿será porque Holanda es la bisagra de Europa?) junto al estudio belga Dhoore Vanweert. Las imágenes, rénderes obviamente como el que abre nuestra entrada hoy, nos muestran un potente complejo que alcanzará los 40.000 metros construidos (como la Galería madrileña, por cierto); aquí tienes más fotos. El tejado a doble vertiente que los poderosos edificios lucen hacen referencia a la arquitectura vernácula neerlandesa, que otros arquitectos han replicado quizá con menos éxito (Dhoore Vanweert, el estudio que como te decía trabajará junto a Tuñón, proyectó en 2015 un complejo parecido, con tejados aún más puntiagudos, en Hasselt). En La Haya sin ir más lejos, esa ciudad de bizarro pero resultón skyline, Michael Graves, arquitecto posmoderno de postín, perpetró hará ya sus tres décadas el edificio Castalia, que también luce un desaforado tejado doble a doble vertiente. Te enlazo a fotos. Lo mejor de todo es que el edificio reutilizó la estructura de una antigua torre de 1965 sobre la que se colocaron los dos capirotes penitenciales (y aguantó). Como la nueva edificación, encargada por el gobierno holandés para alojar el ministerio de Sanidad, pronto se quedó pequeña, el arquitecto local Sjoerd Soeters -apropiadamente posmoderno también- le adosó otra monumental construcción a base de slabs de ladrillo que en una de sus fachadas lleva inserto en alumnio la silueta del edificio Chrysler neoyorquino, a saber a ton de qué (los 90 eran así), aquí tienes más información y fotos del propio estudio, que desde 2016 se denomina PPHP, acrónimo de Pleasant Places Happy People: "lugares agradables gente feliz", un gran lema por cierto. Como no hay dos sin tres el masterplan donde se sitúa el complejo hayense de oficinas ministeriales fue diseñado por Rob Krier (sí, el hermano de Léon) que como no podía ser de otra manera es también un posmoderno militante y en Bilbao nos dejó el edificio Artklass en la plaza Euskadi, otro pastiche infumable que dialoga a palos con los edificios de Carlos Ferrater y la torre de Iberdrola de Pelli (quien en la Haya por cierto tiene también torre singular, la Zurichtoren, apodada el exprimidor con razón). Aunque las estridencias posmo hoy nos pasmen, no deberíamos olvidar que surgen de la necesidad imperiosa de romper con el rectilíneo e impoluto aburrimiento que la modernidad más ortodoxa (la heroica) impuso sobre la práctica arquitectónica durante más de 40 años.
Pero volvamos a Maastricht. En la ciudad donde Tuñón (junto a su nuevo socio Albornoz) dejará su impronta se encuentra el curioso museo de uno de los arquitectos que lideró dicha rebelión antimoderna. Inspirado acaso por el cohete de Méliès, el museo Bonnefanten, erigido también en los 90, se alza, divertido y burlesco (o agradable y feliz, como el lema de Soeters), dando color a una ciudad que recuerdo seria y recatada. Es de Aldo Rossi nada menos, el autor del canónico La arquitectura de la ciudad, que en España tiene el Museo del Mar en Vigo realizado con César Portela (observa sus tejados). Rossi, junto a Venturi, dinamitan la abstracción aséptica y apátrida del movimiento moderno, que a su vez hay que entender en un contexto caótico de guerras salvajes, nacionalismos tronados y utopías imposibles. El propio Mies, que escapó por los pelos de la Gestapo (el consulado alemán precisamente de La Haya le hizo in extremis un pasaporte con el que pudo huir a Estados Unidos) lo expresará palmariamente en el discurso que pronunció durante la cena de gala para celebrar su nombramiento como profesor en el Armour Institute of Technology de Chicago (donde Wright nada menos le presentaría), en noviembre de 1938: “Mi único objetivo es crear orden en la desesperante confusión de nuestros días”. Pero 30 años después la arquitectura, asfixiada por tanta ordenada abstracción, reclama una vuelta a la memoria. Y así llegamos a los capirotes de Graves.
El posmodernismo arquitectónico, devenido caricatura risible o directamente horripilante, cayó pronto en desgracia, pero su impronta no murió. Tras el lógico impasse provocado por semejante borrachera neoclásica-pop, arquitectos de renombre supieron conjugar tradición y modernidad en complejo equilibrio ya en los primeros años del nuevo siglo (o incluso antes). Así, Herzog y de Meuron, fieles seguidores de Rossi, recuperaron el tejado a doble vertiente cuando de nuevo resultaba casi reaccionario en numerosos proyectos de gran elegancia como la casa en Leymen, la Vitrahaus o el edificio Feltrinelli en Milán, la ciudad natal de Rossi. Los bloques de Tuñón en Maastricht son sin duda herederos de esta línea de respeto al pasado sin estridencias (y sin complejos). En la misma ciudad de Maastricht tenemos un ejemplo de esta arquitectura equilibrada, moderna pero agradable, con guiños a lo vernáculo, en los edificios gubernamentales donde se firmó el tratado de adhesión al euro (el llamado Gouvernment aan de Maas) del arquitecto local Gerard Snelder, que datan de 1986, demostrando que no toda la arquitectura de los 80 y 90 cayó bajo el influjo alocado de los posmodernos más heroicos. Situado a horcajadas sobre el Mosa, el complejo gubernmental puede recordar con muchísima imaginación a una versión popular del castillo de Channonceau en el Loira. Puestos a comparar a lo loco, santo y seña de este tu blog, podemos también relacionar el complejo moseno con edificaciones similares donde el cálido ladrillo se conjuga con formas que recuerdan a arquitecturas pasadas sin renunciar como decíamos a un espíritu moderno, así la bellísima bodega Caves Raventós de Bach y Mora, curiosamente también de 1986, y donde vemos tejados de doble vertiente a destajo o los edificios de Heliodoro Dols como el complejo de Torreciudad o la Choricera junto a Curro de Inza (seguramente la única fábrica de embutido del mundo para la que se ha pedido protección patrimonial), que descubro en el libro que sigo leyendo, Arquitectura y fotografía de Bergera. Allende fronteras podríamos citar la Bristish Library en Londres de Colin St John Wilson y MJ Long (que bien podría ser de Moneo), proyecto titánico que tardó en gestarse aún más que la Galeria de Colecciones Reales madrileña. Con todo, estos tres últimos proyectos datan de los 70 (o incluso antes), con lo que más que adscribirlos a un posmodernismo "sereno" habría que ligarlos acaso a a esa modernidad "impura" y heterodoxa de la que aquí ya hemos hablado y que a su vez enlazaría, quizá, con Aalto. Llegados a este punto decir que me he metido en un jardín del que no sé muy bien cómo salir. Así que cierro párrafo sin miramientos y aquí paz (solo apuntar que tenemos un edificio bipolar en Madrid que podría aunar ambos posmodernismos, el exacerbado y el sensato: el Ruedo de Sáenz de Oiza: Rossi por fuera y Graves por dentro).
A ver cómo concluímos semejante embrollo. Lanzo pregunta y termino: ¿Son los tejados a doble vertiente que empezamos a ver cada vez con más frecuencia (te agavillo varios en un despeine: aparte del mencionado complejo en Maastricht tendríamos este proyecto de Fujimoto, este otro de OMA para un banco en Múnich -más capirotes- o esta mini-casa de BIG) simples coincidencias o síntomas de cansancio tras los artefactos de Hadid, Gehry y compañía? ¿Acaso, como en los tiempos convulsos de Mies -pero por otras causas-, necesitamos una vuelta a las formas simples y ordenadas agotados tras las complejidades paramétricas? ¿Buscamos la sencillez de las formas primigenias, las de los juegos de construcción infantiles, porque añoramos la simplicidad en un mundo cada vez más enrevesado? ¿Tú que prefieres, el simple paralelepípedo de Adega Mayor o las convulsas formas, por seguir con bodegas, de la de Marqués de Riscal? Te dejo con dos citas contrapuestas que acaso te ayuden en tu elección: "Cualquier obra arquitectónica que no exprese serenidad es un error" (Luis Barragán); "Saber observar como extraños nos ayuda a ver como artistas. Lo que nos enajena nos inspira" (Jean Rostand). Y una más de regalo: "Si zozobra en un Banco Mental / ¿Cómo será con el Mar? / La única Nave exenta / Es la segura -Simplicidad-" (Emily Dickinson).
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