Seguimos relatando las dinámicas conferencias que sobre la
arquitectura española en las cuatro décadas largas de democracia ha dado Luis
Fernández-Galiano en la Fundación Juan March de Madrid. Me reafirmo -permíteme que insista- en que es
éste el resumen de un aficionado casual, así que si controlas no pierdas aquí tu valioso tiempo (aunque si te va el rollo hater siempre puedes dedicarte a la busca y captura del probable
gazapo). Hoy toca la segunda sesión, centrada en los gobiernos de Felipe
González (1982-1996), etapa para la que como decíamos el catedrático de
Proyectos de la ETSAM había elegido como símbolo arquitectónico el Museo Romano de Mérida de Rafael Moneo concluido en 1986, que no duda en calificar como la
obra más importante de la arquitectura española de estos últimos 40 años. Este
“galpón de ladrillo” en su aspecto exterior no debería hacernos olvidar el
diálogo magistral que el edificio establece con la antigüedad al reflejar tanto
la regularidad como la condición masiva de la arquitectura romana, y lo hace desde
la modernidad al estilo Rossi (la que se ha dado en llamar postmodernidad), atenta a la memoria y lejos de la “amnesia” del
Movimiento Moderno. Moneo utiliza arcos, algo inaudito para los modernos, tan
obsesionados con el ángulo recto, y construye con ladrillo, de nuevo un
material cálido completamente ajeno al lenguaje de Le Corbusier, Mies y sus
secuaces, tan proclive al metal, hormigón o vidrio. Moneo por tanto “hace un
museo romano a la romana”, una suerte de peplum
arquitectónico en palabras de don Luis.
En lo político estos años están dominados por las cuatro
legislaturas consecutivas del PSOE, que hizo del cambio (tranquilo) exitoso eslogan. Uno de los primeros efectos de
la llegada de la izquierda al gobierno de España por primera vez desde la Guerra
Civil fue un deseo de dignificar los barrios periféricos. Así, en Palomeras (Madrid), los hermanos de las Casas entre otros construyen masivos castillos de ladrillo, torres que aquí tuvieron
aparentemente más éxito que los brutalistas high-rises
residenciales británicos (¿será, me pregunto yo, por la calidez del ladrillo
frente a la frialdad del hormigón?). Sáenz de Oiza hace lo propio con otra
fortaleza residencial (El Ruedo),
antipático (casi carcelario, la verdad), por fuera, pero colorista y juguetón
por dentro, donde se hace evidente la influencia de Rossi y Venturi, quienes,
hartos de la monótona y dogmática modernidad, defienden flipantes jugueteos a costa del
lenguaje clásico que en ocasiones, a qué negarlo, te pueden llegar a poner los pelos como escarpias. Observa aquí cómo da la cara Oiza defendiendo su creación ante otro tipo de críticas menos académicas.
Y aquí, como ya hizo antes en esa interesante
contraposición entre los bancos madrileños de Bilbao y Bankinter,
Fernández-Galiano vuelve a compararnos los dos planteamientos, tan opuestos, de
Oiza y Moneo, maestro y discípulo (y encima ambos navarros) comparando dos
edificios sevillanos: el Edificio Triana
del primero y el de Previsión Española del segundo. El Triana es una
actualización del Castel Sant´Angelo en palabras de LFG (otro ruedo ibérico que también tiene un punto de
transatlántico felliniano o Maestranza tuneada por Terry Gilliam si se me
permite la morcilla). La Previsión (hoy sede de Helvetia) es
por contra un edificio que, como casi todos los de Moneo, apenas se distingue,
“tan contextual que niega su voluntad de afirmarse”.
Discípulos de Moneo en Barcelona son Martínez Lapeña y
Elías Torres o el también tándem Garcés-Soria (autores, según me entero
indagando un poco, de la sede del Museo Egipcio que tuve la ocasión de visitar
hace unos meses), aunque la Barcelona del periodo hay que entenderla siempre
girando alrededor del gran Oriol Bohigas, esa suerte de Rey Sol arquitectónico
(esto es mío, que hay que sazonar un poco la narración), quien puso los
cimientos para crear la ciudad de los
arquitectos, ese parque temático de la arquitectura por el que se pirrian
millones de turistas de todo el mundo y que está gentrificando la ciudad por
momentos hasta que ya sólo puedan vivir en ella turistas pudientes
(ojo, ya está empezando a pasar en Madrid). Su receta, simple pero efectiva:
“higienizar el centro y monumentalizar la periferia” al loable objeto de que el
habitante de las anónimas barriadas alejadas del centro se sintiera orgulloso
de su entorno (¿será ésta la prehistoria de la starchitecture? Ahí está por ejemplo el espectacular puente de Bac
de Roda de Calatrava uniendo dos distritos separados por las vías del ferrocarril cuando el valenciano no era nadie), proceso
que culminaría con las Olimpiadas del 92, momento estelar (y estelado) en el
que Barcelona se colmató de soberbias obras de entre otros Foster, Isozaki o Meier que basculaban entre la “emoción técnica”
del inglés, la abracadabrante experimentación del japonés y el lenguaje
neocorbuseriano del norteamericano en un relato de éxito tsunámico que todos
conocemos hasta límites cansinos. (Por cierto, hablando de Foster, menudo alegrón me he llevado al enterarme de que en junio abre al fin la tan esperada Fundación del británico en el palacete de Monte Esquinza. Por los pelos...).
¿Y qué decir de la Expo de Sevilla? El 92 fue un año de
orgullo masivo (y casi recalcitrante) en el que no hubo colectivo español que
no quisiera celebrar los fastos hispánicos del famoso quinto centenario. Don Luis
remarca aquí que más allá del relumbrón de los pabellones, lo que significó
este evento andaluz, del que ahora celebramos su 25 aniversario, fue la creación de unas potentes infraestructuras que
vertebraron la península aliviando la fractura histórica Norte-Sur (aún
pendiente sin ir más lejos en Italia), destacando en esa hercúlea sutura el AVE para el que Cruz
y Ortiz (más conocidos por la remodelación del Rijksmuseum) levantarían la
estación de Santa Justa, una de las mejores del mundo en palabras de
Fernández-Galiano. Moneo diseñaría el aeropuerto de San Pablo (de nuevo he de
decir que lo descubro ahora) y Calatrava levantaría el puente del Alamillo que,
ahora sí, le lanzaría al estrellato. Por cierto que don Luis me sorprendió
indicando que Moneo, a raíz de sus encargos andaluces (ya lo había hecho en el aeropuerto sevillano), tomó la Mezquita como
modelo para las hileras de enormes columnas que sostienen la visera de su
ampliación de la madrileña estación de Atocha, también acometida por estas fechas. Había
oído que la torre del reloj (icono
personal que veo todos los santos días nada más salir de casa rumbo al trabajo) era de influencia escandinava, pero
que también hubiera influencias árabes lo desconocía por completo, una fascinante
mezcla. Hablando de Madrid decir que la capital no podía quedarse atrás en este nuestro annus mirabilis y fue nombrada capital europea de
la cultura, menos da una piedra. Al hilo de este evento Moneo de nuevo
remodelaría el Palacio de Villahermosa para convertirlo en el Museo Thyssen.
En
este punto don Luis introduce una sucesión de arquitectos que empezaron a
descollar en estos años (Navarro Baldeweg, Vázquez Consuegra, Campo Baeza) deteniéndose
especialmente en Enric Miralles, del que dice que su cementerio de Igualada (en
el que yace enterrado, murió con 45 años), realizado junto a Carmen Pinós, es
junto al Museo de Mérida de Moneo uno de los grandes edificios del momento. Nos
relata también el conocido desplome de su Palacio
de los Deportes de Huesca en el que afortunadamente (sucedió por la noche),
no hubo desgracias personales. Lo que no sabía es que Miralles y Pinós lo
reconstruyeran reteniendo parte de la ruina destruida y dándole una forma "catastrófica" que fuera casi triste memorial de su hundimiento. Don Luis habla aquí
de una metabolización del fracaso,
profunda frase que da para meditar largo y tendido. Fletaba yo varios autobuses vinilados, tan de moda, con ese lema. Salimos del impasse
filosófico violentados con las imágenes de la frankensteiniana rehabilitación
(otra destrucción, pero esta voluntaria y alevosa) perpetrada en el anfiteatro de Sagunto por un tal Giorgio Grassi y que condujo a un levantamiento popular en toda
regla. Los tribunales, en una sentencia sin precedentes, ordenaron la
demolición de la obra que finalmente no se llevaría a cabo por la imposibilidad
ya de extirpar la obra nueva de la fábrica original sin mutilar salvajemente el
monumento.
Fuera de estas tres localizaciones también hubo vida
arquitectónica. Así Siza levantó el Centro Gallego de Arte Contemporáneo en
Santiago y un ubicuo Moneo diseñaría en Palma la Fundación Joan Miró, con una
forma fracturada cual fortaleza renacentista, justo en el lugar donde Sert
construyera un estudio al pintor catalán (se da la coincidencia de que el
navarro era por aquel entonces decano en Harvard, mismo cargo que Sert había
ostentado treinta años antes). Volviendo a Barcelona LFG menciona otra obra de
Moneo, L´illa en la Diagonal, un “rascacielos tumbado” a lo largo de tres
manzanas con 300 metros de largo, momento en el que el navarro recibiría el Pritzker (1996),
por cierto que en la foto ilustrativa que se nos muestra se le ve celebrándolo
con cava y al lado de la copa puede verse lo que menos me podía esperar: un
volumen del S,M,X,XL de Koolhaas,
publicado un año antes. Es cierto pues que los extremos se tocan.
Post
festum, pestum decían los latinos. Y efectivamente el
resacón tras tanta celebración tomó cuerpo en una crisis económica que, junto
los sucesivos casos de corrupción política, hundiría el país en un profundo
desencanto que Fernández-Galiano representa con dos obras arquitectónicas del
momento, ambas en Madrid: las Torres Kio, largo tiempo inacabadas, y la Peineta de Cruz y Ortiz
(que ahora mismo están ampliando como sede del Atlético), “memento melancólico” de las sucesivas (3)
fallidas candidaturas madrileñas a los Juegos Olímpicos. Pero estas brasas
darían lugar a un nuevo incendio, aún más intenso si cabe… la era de la
arquitectura espectáculo. Queda pendiente para otro día.
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