lunes, 15 de agosto de 2016

Ílhavo


Ílhavo es un pequeño pueblecito volcado al mar al lado de Aveiro donde un café cuesta 75 céntimos de euro. Y qué café. Frente a las ampulosas (aunque mínimas) casas que florecieron en los primeros años del siglo pasado en su más conocida y rica vecina,  magníficos ejemplares del llamado Arte Nova (como se dio en llamar el Modernismo en Portugal) y cuya vista con sus gabletes y tejadillos flamencos, al borde de los varios canales que la atraviesan, puede llegar a confundirte y creer que te encuentras en alguna recoleta ciudad holandesa, Ílhavo contrapone sus famosos palheiros, construcciones de madera con tejado a dos aguas y  vivos colores utilizado en tiempos por los pescadores para guardar sus redes y demás aperos. La parte mas importante de la localidad  está asentada al lado interior de la ría de Aveiro, pero los palheiros se encuentran en la estrecha franja costera que se encuentra entre la ría y el Atlántico, algo así como nuestra Manga del Mar Menor, en lo que se conoce como Costa Nova, una vasta extensión de bellas e interminables playas enmarcadas por dunas donde en pleno verano puedes sentirte náufrago de ti mismo enfrentado a un bravío mar que convierte el baño en apto sólo para valientes.

Ílhavo tiene tres interesantes ejemplos de arquitectura reciente a cargo por cierto del mismo estudio, ARX de los hermanos José y Nuno Mateus (no confundir con los también hermanos Aires Mateus). El más importante es el Museo Marítimo, construído en 2002 y ampliado por los mismos arquitectos hace tres años para alojar un pequeño acuario dedicado al bacalao, pez estrella de Portugal. En el museo, en salas de altura considerable, podemos ver los mouliceiros, barcos que se utilizaban como medio de transporte en los canales en toda la zona de Aveiro (y que hoy en día aún se usan para pasear turistas), así como modelos más grandes para el transporte de la sal obtenida en las cercanas salinas.

Las formas del museo, llenas de aristas cortantes, santo y seña de ARX, contrastan con las del miniacuario, plagado de curvas. En ambos hay, también aquí, rampas, la de la ampliación la más llamativa con sus sinuosas formas que nos conducen al piso inferior donde está propiamente dicho el acuario, aunque desde la rampa e incluso a través de ella por medio de un tragaluz en el suelo, podemos ver, debajo, las evoluciones de los bacalhaus. Aun así las aristas puntiagudas no dejan de hacer aparición también en el acuario, en concreto en el interior del tanque de agua, como artificiosas rocas entre las que navegan, circunspectos, los peces. El mendelsohniano recorrido culmina, tras otra curva vertiginosa, en la loja (tienda) de rigor.

Desde el exterior quizá lo más reseñable sea el pasadizo volado que conecta museo y acuario; tampoco deberiamos dejar de reseñar como curiosidad las citas que cubren buena parte de los amplios ventanales del museo, sacadas del libro Mar de Afonso Cruz, y por tanto de especial pertinencia en un recinto al mar dedicado. Todas tienen interés, pero me quedo con dos, una encuentra acomodo en la ventana del pasadizo que como comentábamos da acceso al acuario: "Se dice que todo hombre es una isla, pero más bien es un náufrago", o esta otra que otorga sentido a una ventana aparentemente inútil (enfrenta un muro) y que reza así: "Ha três cosas no universo que considero inescrutalvemente profundas, os mistérios divinos, o abismo do mar e o meu primeiro beijo". ¿Que qué es beijo? Pues beso, qué si no. De pasada decir que Afonso Cruz es un premiado escritor e ilustrador luso, autor entre otros títulos de La muñeca de Kokoschka, relato basado en la morbosa relación entre el pintor y Alma Mahler, esposa del afamado compositor. Pero prosigamos con nuestro relato arquitectónico que aún queda tela por cortar.

¿Cómo dices? ¿Que de qué va la historia? Perdona pero esto es un blog de arquitectura y no puedo detenerme en estas digresiones, un poquito de rigor, por favor.  ¿Que qué hay de las ya legendarias vocación transversal y espíritu heteróclito de AÚ? De verdad te lo digo, por más que intento hacer de este blog algo serio, no hay forma. En fin, por ser tú, sea.  Invocaremos la mirífica laxitud del verano, qué remedio.

Te cuento. El Kokoschka del título no es otro que Oskar, el pintor expresionista austriaco (1886-1980) y enfant terrible de la Viena de Freud y Klimt, autor incomprendido de retratos agónicos y protegido nada menos que de Adolf Loos. Uno de sus cuadros más famosos es Windsbraut (La novia del viento, te pondría un enlace pero es que ando casi siempre offline), pintado en 1914, donde el pintor aparece con el gran amor de su vida, Alma Mahler, que como te adelantaba debe su apellido al célebre compositor Gustav Mahler, con quien estuvo casada. Su pasión era tan enfermiza que finalmente Alma, harta del obsesivo pintor, aprovechó la circunstancia de que Oskar fuera movilizado en la Primera Guerra Mundial para dar boleto a la relación. Destrozado el pintor (para más inri, resultaría herido en la cabeza en la contienda) e incapaz de olvidar a Alma, quien por cierto casaría nada más y nada menos que con Walter Gropius (que a la sazón pugnaba por introducir un lenguaje arquitectónico radicalmente moderno con la fábrica Fagus), no se le ocurrió otra cosa que encargar a una fabricante de marionetas la construcción de una muñeca articulada de tamaño real que representara a su añorada amada. Se conservan las pormenorizadas instrucciones que el amante despechado daba a la diseñadora para que la muñeca fuera lo más parecida posible a su Alma. Una vez concluído tamaño encargo, Oskar no se limitaba a tener a la muda réplica escondida en su casa, sino que la sacaba a la calle a pasear e incluso se la llevaba a la ópera, faltaría menos. Como todo cansa, el engendro sin alma acabó como, nunca mejor dicho, juguete roto tras partirle el desalmado pintor una botella de champagne en la cabeza en mitad de una reunión con amigos. Resulta increíble pensar que Kokoschka encontrara más adelante otra compañera (con la que incluso llegaría a casarse) capaz de aguantar a semejante maromo.

Qué feliz hubiera sido el tronado pintor en Los Ángeles de 2019 (según Philip K. Dick -y Ridley Scott). Su Alma replicante podría haber sido fabricada con memorias tuneadas a voluntad, habría podido interactuar con ella a un nivel más sofisticado que con la primitiva réplica de la marionetista, y a los cuatro años, si te he visto no me acuerdo. De todas formas, qué años más locos los primeros del siglo XX. Igual te crees que la modernidad es exclusiva del siglo XXI y que antes de ti la gente del siglo pasado y no digamos en el XIX era vetusta y amuermada. Qué equivocado estás, rey. Ya en 1818 una tal Mary Shelley con una biografía también de aúpa escribió Frankenstein o el moderno Prometeo, donde ya proponía la idea de hacer un muñeco animado reciclando cuarto y mitad de aquí y allá, y con la portentosa potencia de la recién descubierta electricidad darle al tal un chute que lo pusiera en órbita. La historia como todos sabemos acabó como el Rosario de la Aurora, y es que la autora romántica reflejaba ya los miedos ante los avances tecnológicos de la Revolución Industrial que sin embargo devendrían imparables.

Dichos miedos, querido lector que te piensas que la Ciencia-Ficción empezó con Flash Gordon, quedaron recogidos en verdaderos best-sellers de la época en los que maquinólatras y sus contrarios, los luditas, reflejaban sus encontradas teorías: así, del bando pro-maquinista Looking Backward, 2000-1887 (1888) de Edward Bellamy, y del bando naturista, News from Nowhere (1890), de William Morris, insigne discípulo de Ruskin (en un término medio se situaría la no menos singular Erewhon o al otro lado de las montañas de Samuel Butler).

Poco después H.G. Wells escribiría la mucho más conocida por nosotros The Time Machine (1895), y ya en el siglo pasado un tal Carel Capek planteaba nada menos que una rebelión de esos torpes muñecotes metálicos a los que se les dio en llamar robots en su novela R.U.R. de 1920. (Por cierto, estoy leyendo el fascinante libro, con prólogo de Moneo, La ley del reloj. Arquitectura, máquinas y cultura moderna, del filósofo y arquitecto Eduardo Prieto. A ver de dónde te crees que he sacado tanto dato).  El miedo por las máquinas devendría respeto y finalmente fascinación, convirtiéndose en santo y seña de la modernidad (a veces hasta rayar en sonrojantes paranoias). Marinetti, el futurista italiano que dijo que un automóvil era más bello que la Victoria de Samotracia y estaba empeñado en destruir Venecia, "cloaca máxima del pasatismo", se dio un buen morrón conduciendo su automóvil, que acabó inserto en una cuneta. Otros hubieran abjurado de las máquinas, pero para el iluminado utópata el momento zanja fue toda una epifanía al más puro estilo James Joyce, llegando a escribir (en 1909): "¡Oh, cuneta materna, casi llena de agua embarrada! ¡Hermoso desagüe de una fábrica! Tragué tu nutritivo fango y recordé el bendito pecho de mi nodriza sudanesa" (cito del libro de Prieto). Todo esto te parecerá muy gracioso, pero bajo estos modernos prometeos se escondía la estética de la violencia y el ideal del Superhombre nietzscheano que acabaría dando soporte ideológico a los fascismos.

En la contemporánea Rusia de los sóviets tampoco andaban a la zaga, y allí la voluntad de rechazar el pasado y crear una sociedad nueva, dinámica y enérgica a imagen y semejanza de las máquinas les venía al pelo tras cepillarse en un despeine a zares, zarinas y demás. Así se las gastaba el pintor Malévich allá por 1919: "Lamentamos mucho más el desprendimiento de una tuerca que la demolición de la catedral de San Basilio". Cuántas tuercas y tornillos sueltos en aquellos locos años, y cuánto de lo que somos, con nuestras luces y sombras, les debemos a ellos. Hoy afortunadamente somos modernos pero viendo lo visto con bastante más tiento, así inicia Fernández-Galiano el último número de Arquitectura Viva, con el subtítulo Continuidad e Invención, dedicado a los últimos proyectos de Herzog y de Meuron: "La modernidad entendía la ruptura como un valor indiscutible, pero un siglo de experiencias traumáticas nos ha hecho apreciar la continuidad".

Acabo ya regresando tras esta inquietante excursión de nuevo a Ílhavo. Como probablemente hayas olvidado, te decía que había dos trabajos más de ARX en la pequeña localidad, la rehabilitación de un edificio del siglo XVIII para convertirlo en biblioteca municipal (no llegué a verlo), que nos viene de perlas para ilustrar el concepto muy H&dM de modernidad sin rupturismo, y un centro cultural en Costa Nova en el que los Mateus han deconstruido el típico palheiro para dotarle de las puntiagudas aristas tan del gusto del estudio portugués. ¿Qué? ¿Que me ha quedado una entrada farragosa y dispersa? Lo que hay que oír. Cría cuervos.



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