sábado, 27 de agosto de 2016
Coimbra
En Coimbra se ultima un nuevo Centro de Congresos en la orilla oeste del río Mondego, enfrentado a la colina que aloja, al oriente del caudaloso río, la afamada universidad, y justo al lado del Portugal dos Pequenitos, un curioso miniparque temático dedicado a la arquitectura tradicional portuguesa en el que se reproducen las típicas construcciones del país y sus antiguas colonias a escala.
Con un coste estimado en 32 millones de euros (subvencionados en parte gracias a los fondos FEDER europeos), el Centro de Congresos, a cargo de Carrilho da Graça, aprovecha el antiguo convento de San Francisco (del s.XVIII) ante el que se han colocado unas papirofléxicas rampas bajo las cuales se ubicarán nuevos espacios (rampas por cierto que tienen su reflejo en las dispuestas en un patio interior) y se instalará, pienso, la entrada principal. En julio únicamente funcionaba un auditorio de nueva planta a un extremo del antiguo convento. Tras dejar a la familia disfrutando de una experiencia no menos arquitectónica en el Portugal de los Pequeñitos, me di una vuelta por el exterior y entré en el auditorio. Allí, una atenta empleada no sólo me dejó entrar en el hall, sino que para mi sorpresa (con la que está cayendo), me permitió acceder cámara en ristre a los otros recintos en obras. Ni que decir tiene que disfruté enormemente la experiencia (en absoluta soledad), con el único pequeño inconveniente de que acabé perdido en medio del enorme convento. Tras quince minutos buscando en vano una salida entre accesos tabicados y puertas cerradas a cal y canto, justo cuando la experiencia, a qué negarlo, devenía acongojante, por fortuna me encontré a un amable operario que me acompañó a una puerta, al fin, operativa.
El nuevo centro contará con el comentado auditorio (de 1.150 plazas), un espacio para conferencias o artes escénicas con 450 butacas en la antigua iglesia del convento que está llevando a cabo Gonçalo Byrne (arquitecto también presente en la ciudad con la rehabilitación y ampliación del Museo Machado de Castro entre otras intervenciones), diferentes salas de estudio o reunión que oscilan entre 80 y 180 plazas, el inevitable espacio expositivo para arte contemporáneo, de 2.300 m2, y los no menos impepinables restaurante y aparcamiento. Desconozco el uso que tendrán las pequeñas y numerosas celdas monacales (de unos 6 m2) que se han mantenido tal cual y que me recordaron a las que habíamos visto por la mañana en los subterráneos de la Biblioteca Joanina de la universidad, destinadas a alumnos díscolos.
Por cierto que como se me acaba el tema del congreso y quiero colgar más fotos de mi azaroso paseo por su interior, paso a relatarte un par de datos sobre la famosa universidad que haga de relleno. Sí, ya sé, muy última no es (se estableció en 1290 y es la más antigua de Portugal), pero en AÚ tenemos una firme voluntad inclusiva. Ante todo decir que donde se asienta la universidad, justo en lo más alto de la colina que al principio aludíamos, en concreto en el llamado Patio de las Escuelas (una suerte de enorme plaza de 6.000 m2 en el centro del histórico campus), existía una alcazaba árabe que en el siglo XII se reconvierte en el primer palacio real del país. Aquí nacerían casi todos los reyes de la primera dinastía lusa. Del mismo modo, en la actual Sala de los Capelos (salón de actos), donde toma posesión el rector o se otorgan los doctorados Honoris Causa, se encontraba en tiempos la Sala del Trono, no en vano en ella cuelgan los retratos de todos los reyes portugueses salvo los de la allí conocida no sin cierta mala baba como Dinastía Filipina, la que reinó durante el dominio español y fue iniciada con Felipe I (que no es otro que nuestro Felipe II). Por todo ello no es de extrañar que Coimbra fuera capital del país hasta 1255.
El establecimiento definitivo de la universidad, ya en 1537, se debe a Joao III, rey que en poderosa estatua preside el Pátio das Escolas. La estatua, de 1950, es obra de Francisco Franco (no, no es el mismo que estás pensando, aunque ya puestos te diré que el que estás pensando fue Honoris Causa por esta universidad bastante antes de serlo por la de Salamanca y Santiago... Cosas del Estado Novo). Por cierto que dicho Patio, hasta no hace mucho impropio aparcamiento, fue intervenido por el mencionado Byrne junto al estudio BB Arquitectos para dejarlo únicamente peatonal. Se añadieron pequeños árboles en un extremo que dan exigua pero bienvenida sombra en días soleados y unos apenas perceptibles caminos de piedra (no te pierdas, aquí, excelentes fotos de Fernando Guerra).
Los edificios que pueden verse hoy datan en su mayoría del s. XVIII, destacando la icónica torre del italiano Antonio Canevari. Con todo, el recinto más apreciado de la universidad es la ya mencionada Biblioteca Joanina (en este caso por Joao V, quien la mandó construir allá por 1717), su sola visita merece el viaje a Coimbra. Tiene tres plantas (la más baja la prisión estudiantil, no se andaban aquí con chiquitas), siendo la principal la que aloja cerca de 60.000 libros en su mayoría anteriores al s. XVIII. Los libros se mantienen en su mayoría incólumes gracias a una colonia de murciélagos que por la noche se zampan a las temidas polillas.
La única pega es que para proteger las bellísimas estanterías y mobiliario de la lluvia de deposiciones de los cultivados morcegos, han de cubrirse todas las noches con telas verdes que a Umberto Eco le hacían confundir las mesas con inesperados billares (lo narra en Nadie acabará con los libros. Te incluyo una cita del libro que viene muy a colación, además ahora que me doy cuenta no te he castigado aún con ninguna: "El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. una vez se han inventado, no se puede hacer nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara. El libro ha superado la prueba del tiempo. Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel, pero seguirá siendo lo que es").
Abandonamos Coimbra por ahora (también visitamos el Machado de Castro, que quedará para otra entrada). Que conste que mi plan para este aprovechado día era culminarlo acercándome al pabellón que Siza y Souto de Mora realizaran para la Expo de Hannover en 2000 y que fue trasplantado a orillas del Mondego, pero no quise fatigar más a mis pequenitos y mi contraria, que me recibió en el parque temático tras mi aventurada (y extensa) incursión en el centro de congresos con un careto que auguraba un divorcio exprés. Ser bloguero es lo que tiene.
sábado, 20 de agosto de 2016
lunes, 15 de agosto de 2016
Ílhavo
Ílhavo es un pequeño pueblecito volcado al mar al lado de Aveiro donde un café cuesta 75 céntimos de euro. Y qué café. Frente a las ampulosas (aunque mínimas) casas que florecieron en los primeros años del siglo pasado en su más conocida y rica vecina, magníficos ejemplares del llamado Arte Nova (como se dio en llamar el Modernismo en Portugal) y cuya vista con sus gabletes y tejadillos flamencos, al borde de los varios canales que la atraviesan, puede llegar a confundirte y creer que te encuentras en alguna recoleta ciudad holandesa, Ílhavo contrapone sus famosos palheiros, construcciones de madera con tejado a dos aguas y vivos colores utilizado en tiempos por los pescadores para guardar sus redes y demás aperos. La parte mas importante de la localidad está asentada al lado interior de la ría de Aveiro, pero los palheiros se encuentran en la estrecha franja costera que se encuentra entre la ría y el Atlántico, algo así como nuestra Manga del Mar Menor, en lo que se conoce como Costa Nova, una vasta extensión de bellas e interminables playas enmarcadas por dunas donde en pleno verano puedes sentirte náufrago de ti mismo enfrentado a un bravío mar que convierte el baño en apto sólo para valientes.
Ílhavo tiene tres interesantes ejemplos de arquitectura reciente a cargo por cierto del mismo estudio, ARX de los hermanos José y Nuno Mateus (no confundir con los también hermanos Aires Mateus). El más importante es el Museo Marítimo, construído en 2002 y ampliado por los mismos arquitectos hace tres años para alojar un pequeño acuario dedicado al bacalao, pez estrella de Portugal. En el museo, en salas de altura considerable, podemos ver los mouliceiros, barcos que se utilizaban como medio de transporte en los canales en toda la zona de Aveiro (y que hoy en día aún se usan para pasear turistas), así como modelos más grandes para el transporte de la sal obtenida en las cercanas salinas.
Las formas del museo, llenas de aristas cortantes, santo y seña de ARX, contrastan con las del miniacuario, plagado de curvas. En ambos hay, también aquí, rampas, la de la ampliación la más llamativa con sus sinuosas formas que nos conducen al piso inferior donde está propiamente dicho el acuario, aunque desde la rampa e incluso a través de ella por medio de un tragaluz en el suelo, podemos ver, debajo, las evoluciones de los bacalhaus. Aun así las aristas puntiagudas no dejan de hacer aparición también en el acuario, en concreto en el interior del tanque de agua, como artificiosas rocas entre las que navegan, circunspectos, los peces. El mendelsohniano recorrido culmina, tras otra curva vertiginosa, en la loja (tienda) de rigor.
Desde el exterior quizá lo más reseñable sea el pasadizo volado que conecta museo y acuario; tampoco deberiamos dejar de reseñar como curiosidad las citas que cubren buena parte de los amplios ventanales del museo, sacadas del libro Mar de Afonso Cruz, y por tanto de especial pertinencia en un recinto al mar dedicado. Todas tienen interés, pero me quedo con dos, una encuentra acomodo en la ventana del pasadizo que como comentábamos da acceso al acuario: "Se dice que todo hombre es una isla, pero más bien es un náufrago", o esta otra que otorga sentido a una ventana aparentemente inútil (enfrenta un muro) y que reza así: "Ha três cosas no universo que considero inescrutalvemente profundas, os mistérios divinos, o abismo do mar e o meu primeiro beijo". ¿Que qué es beijo? Pues beso, qué si no. De pasada decir que Afonso Cruz es un premiado escritor e ilustrador luso, autor entre otros títulos de La muñeca de Kokoschka, relato basado en la morbosa relación entre el pintor y Alma Mahler, esposa del afamado compositor. Pero prosigamos con nuestro relato arquitectónico que aún queda tela por cortar.
¿Cómo dices? ¿Que de qué va la historia? Perdona pero esto es un blog de arquitectura y no puedo detenerme en estas digresiones, un poquito de rigor, por favor. ¿Que qué hay de las ya legendarias vocación transversal y espíritu heteróclito de AÚ? De verdad te lo digo, por más que intento hacer de este blog algo serio, no hay forma. En fin, por ser tú, sea. Invocaremos la mirífica laxitud del verano, qué remedio.
Te cuento. El Kokoschka del título no es otro que Oskar, el pintor expresionista austriaco (1886-1980) y enfant terrible de la Viena de Freud y Klimt, autor incomprendido de retratos agónicos y protegido nada menos que de Adolf Loos. Uno de sus cuadros más famosos es Windsbraut (La novia del viento, te pondría un enlace pero es que ando casi siempre offline), pintado en 1914, donde el pintor aparece con el gran amor de su vida, Alma Mahler, que como te adelantaba debe su apellido al célebre compositor Gustav Mahler, con quien estuvo casada. Su pasión era tan enfermiza que finalmente Alma, harta del obsesivo pintor, aprovechó la circunstancia de que Oskar fuera movilizado en la Primera Guerra Mundial para dar boleto a la relación. Destrozado el pintor (para más inri, resultaría herido en la cabeza en la contienda) e incapaz de olvidar a Alma, quien por cierto casaría nada más y nada menos que con Walter Gropius (que a la sazón pugnaba por introducir un lenguaje arquitectónico radicalmente moderno con la fábrica Fagus), no se le ocurrió otra cosa que encargar a una fabricante de marionetas la construcción de una muñeca articulada de tamaño real que representara a su añorada amada. Se conservan las pormenorizadas instrucciones que el amante despechado daba a la diseñadora para que la muñeca fuera lo más parecida posible a su Alma. Una vez concluído tamaño encargo, Oskar no se limitaba a tener a la muda réplica escondida en su casa, sino que la sacaba a la calle a pasear e incluso se la llevaba a la ópera, faltaría menos. Como todo cansa, el engendro sin alma acabó como, nunca mejor dicho, juguete roto tras partirle el desalmado pintor una botella de champagne en la cabeza en mitad de una reunión con amigos. Resulta increíble pensar que Kokoschka encontrara más adelante otra compañera (con la que incluso llegaría a casarse) capaz de aguantar a semejante maromo.
Qué feliz hubiera sido el tronado pintor en Los Ángeles de 2019 (según Philip K. Dick -y Ridley Scott). Su Alma replicante podría haber sido fabricada con memorias tuneadas a voluntad, habría podido interactuar con ella a un nivel más sofisticado que con la primitiva réplica de la marionetista, y a los cuatro años, si te he visto no me acuerdo. De todas formas, qué años más locos los primeros del siglo XX. Igual te crees que la modernidad es exclusiva del siglo XXI y que antes de ti la gente del siglo pasado y no digamos en el XIX era vetusta y amuermada. Qué equivocado estás, rey. Ya en 1818 una tal Mary Shelley con una biografía también de aúpa escribió Frankenstein o el moderno Prometeo, donde ya proponía la idea de hacer un muñeco animado reciclando cuarto y mitad de aquí y allá, y con la portentosa potencia de la recién descubierta electricidad darle al tal un chute que lo pusiera en órbita. La historia como todos sabemos acabó como el Rosario de la Aurora, y es que la autora romántica reflejaba ya los miedos ante los avances tecnológicos de la Revolución Industrial que sin embargo devendrían imparables.
Dichos miedos, querido lector que te piensas que la Ciencia-Ficción empezó con Flash Gordon, quedaron recogidos en verdaderos best-sellers de la época en los que maquinólatras y sus contrarios, los luditas, reflejaban sus encontradas teorías: así, del bando pro-maquinista Looking Backward, 2000-1887 (1888) de Edward Bellamy, y del bando naturista, News from Nowhere (1890), de William Morris, insigne discípulo de Ruskin (en un término medio se situaría la no menos singular Erewhon o al otro lado de las montañas de Samuel Butler).
Poco después H.G. Wells escribiría la mucho más conocida por nosotros The Time Machine (1895), y ya en el siglo pasado un tal Carel Capek planteaba nada menos que una rebelión de esos torpes muñecotes metálicos a los que se les dio en llamar robots en su novela R.U.R. de 1920. (Por cierto, estoy leyendo el fascinante libro, con prólogo de Moneo, La ley del reloj. Arquitectura, máquinas y cultura moderna, del filósofo y arquitecto Eduardo Prieto. A ver de dónde te crees que he sacado tanto dato). El miedo por las máquinas devendría respeto y finalmente fascinación, convirtiéndose en santo y seña de la modernidad (a veces hasta rayar en sonrojantes paranoias). Marinetti, el futurista italiano que dijo que un automóvil era más bello que la Victoria de Samotracia y estaba empeñado en destruir Venecia, "cloaca máxima del pasatismo", se dio un buen morrón conduciendo su automóvil, que acabó inserto en una cuneta. Otros hubieran abjurado de las máquinas, pero para el iluminado utópata el momento zanja fue toda una epifanía al más puro estilo James Joyce, llegando a escribir (en 1909): "¡Oh, cuneta materna, casi llena de agua embarrada! ¡Hermoso desagüe de una fábrica! Tragué tu nutritivo fango y recordé el bendito pecho de mi nodriza sudanesa" (cito del libro de Prieto). Todo esto te parecerá muy gracioso, pero bajo estos modernos prometeos se escondía la estética de la violencia y el ideal del Superhombre nietzscheano que acabaría dando soporte ideológico a los fascismos.
En la contemporánea Rusia de los sóviets tampoco andaban a la zaga, y allí la voluntad de rechazar el pasado y crear una sociedad nueva, dinámica y enérgica a imagen y semejanza de las máquinas les venía al pelo tras cepillarse en un despeine a zares, zarinas y demás. Así se las gastaba el pintor Malévich allá por 1919: "Lamentamos mucho más el desprendimiento de una tuerca que la demolición de la catedral de San Basilio". Cuántas tuercas y tornillos sueltos en aquellos locos años, y cuánto de lo que somos, con nuestras luces y sombras, les debemos a ellos. Hoy afortunadamente somos modernos pero viendo lo visto con bastante más tiento, así inicia Fernández-Galiano el último número de Arquitectura Viva, con el subtítulo Continuidad e Invención, dedicado a los últimos proyectos de Herzog y de Meuron: "La modernidad entendía la ruptura como un valor indiscutible, pero un siglo de experiencias traumáticas nos ha hecho apreciar la continuidad".
Acabo ya regresando tras esta inquietante excursión de nuevo a Ílhavo. Como probablemente hayas olvidado, te decía que había dos trabajos más de ARX en la pequeña localidad, la rehabilitación de un edificio del siglo XVIII para convertirlo en biblioteca municipal (no llegué a verlo), que nos viene de perlas para ilustrar el concepto muy H&dM de modernidad sin rupturismo, y un centro cultural en Costa Nova en el que los Mateus han deconstruido el típico palheiro para dotarle de las puntiagudas aristas tan del gusto del estudio portugués. ¿Qué? ¿Que me ha quedado una entrada farragosa y dispersa? Lo que hay que oír. Cría cuervos.
viernes, 5 de agosto de 2016
Aveiro
"Me gustan las bibliotecas antiguas.
(...) La biblioteca moderna ha perdido esa atmósfera "como de desván" y también el valor simbólico, glorificado con las cúpulas, los cilindros, los techos altísimos y modulados. Ha perdido esa plovareda de luz dorada, materializada gracias a cierto polvo que flota en el aire, que llega de las ventanas a una altura inesperada, siempre insuficiente para iluminar con eficacia, solicitando el apoyo de las lámparas verdes. Ha perdido del mismo modo la posibilidad de ser como era, en sus diversas versiones, y sin duda y definitivamente, se ha distanciado de los caminos de la nostalgia.
Todo se ha ido haciendo práctico, ergonómico, higiénico, codificado en el Neufert, con luminosidad constante (...).
Pero ha empezado a faltar "alguna cosa".
El proyecto de la biblioteca de Aveiro refleja, aunque nunca podría resolver, la búsqueda de esa "alguna cosa" latente en el siempre renovado encantamiento de leer, de ver, de escuchar, dentro de los ojos, en la intuición de lo dorado.
Aveiro, 25 de abril de 1995. Álvaro Siza". (L. Carratalá, A. Siza, Álvaro Siza y la arquitectura universitaria).
Desvelado el misterio que te mantenía insomne, deja que te comente a mi modo la biblioteca de Siza, terminada en 1994, justo antes de comenzar otro equipamiento universitario para la universidad de Alicante que aquí también retratamos. Lo que más me ha sorprendido en un arquitecto tan supuestamente sobrio ha sido su carácter como juguetón, lleno -por fuera, el interior está pensado, como debe ser en toda biblioteca, para la introspección y el estudio- de guiños arquitectónicos. Así, esa fachada posterior que fácilmente te puedes perder pensando que va a ser tan rectilínea y anónima como la que enfrenta los demás edificios de esta inesperada universidad (a tan solo 60 km de las de Coimbra y Oporto), te sorprenderá con unas marcadas ondulaciones marinas quién sabe si referenciando el bravío mar cercano de la agreste y bellísima Costa Nova o la ría de Aveiro con sus salinas milenarias ya apenas explotadas, anómala coda en un autor tan entregado al ángulo recto, aunque es cierto que últimamente, un poco como con el furor del converso, le vemos entregado a la curva en sus soberbias obras coreanas.
También podríamos hablar de los engañosos niveles del edificio. La biblioteca se encuentra en el centro del campus, justo en el punto donde la disposición de los edificios cambian de dirección culminando en ese tótem minimalista que es el depósito de agua -quizá el más bello del mundo- también de Siza. En este eje del campus los edificios (de otros conocidos arquitectos lusos como Byrne, los Aires Mateus o Souto de Moura -su facultad en estado de conservación calamitoso-, sin olvidar la pasarela de Carrilho da Graça) están también situados a mayor altura, por lo que la biblioteca, convertida en una especie de bisagra, tiene que salvar esa diferencia de rasante. Para ello, en lugar de una simple escalera, Siza monta una ceremoniosa rampa como de película de ciencia ficción de los 60, sensación a la que ayuda las columnas del nivel inferior, que parecen las patas de una nave espacial de ese mismo film. Mediante dicha rampa se accede a la entrada de la biblioteca (no la busques en la planta inferior, o subes la rampa o no entras) y al rasante elevado de las facultades en esta parte del campus.
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