domingo, 31 de julio de 2022

Anclas


 Te presento una pieza de land art erigida en los últimos 50, cuando aún ni existía el concepto, en un tierra cuya nómina de escultores vanguardistas descolla. Del autor de la doliente escultura que ves a la izquierda, al que siempre tentó la arquitectura, otro artista no menos famoso, Richard Serra, dijo cuando le descubrió, allá por 1983, que era el escultor más importante de la primera mitad del siglo XX. Uno de sus supuestos discípulos al parecer no estaba muy de acuerdo con Serra, porque en lo más crudo del invierno de su descontento (el de 1992 para ser más precisos) se cogió pico y martillo y, solo o en compañia de varios secuaces, se dispuso a reventar el monolito a golpes. Resistió el cruel embate la piedra negra de Markina, aunque sus heridas, que el autor nunca quiso fueran restañadas, se conservan como brutal recuerdo de tamaño akelarre de violencia. La escultura, junto a la cáscara de hormigón que como capilla construyó un arquitecto amigo formando ambos una suerte de bizarro bodegón, se erigió en memoria del musicólogo y compositor vasco José Gonzalo Zulaika, popularmente conocido como Padre Donostia dado que era también monje capuchino. 

Como acaso hayas ya adivinado la estela/monumento es la que diseñara Jorge Oteiza en forma de sencillo paralelepípedo de 2,5 metros de lado sobre el que perfora un círculo ligeramente descentrado, mientras que la capilla, menos conocida, fue obra de Luis Vallet de Montano. Son años de especial importancia para el escultor de Orio, recordemos que el conjunto se diseñó en 1957 y fue inaugurado en 1959. Sus catorce apóstoles (sí, se sacó de la manga dos más, pero él era así) para Arantzazu yacían por aquel entonces arrumbados en la cuneta de la carretera que asciende al monasterio tras la negativa eclesiástica a que formaran parte de la fachada del edificio diseñado por Sáenz de Oiza por mor de lo vanguardista de sus formas, sus atormentadas concavidades sirviendo de abrevadero para los animales que por allí pastaban. No sería hasta 1969 cuando serían finalmente izados sobre el pórtico de entrada a la iglesia. También en 1957 ganaría Oteiza un importante premio de escultura en la bienal de Sao Paulo, junto a Morandi y Ben Nicholson, quien se dice podría haber influido en el diseño de la estela, no en vano el pintor inglés gustaba de representar círculos (acaso recuerdos de su afición al billar, al que se entregaba con fruición en lugar de asistir a las clases en la Slade School of Fine Arts), aunque el referente más citado es el Círculo Negro de Malevich, también, como el de la estela, descentrado con respecto al cuadrado en el que se inscribe. Finalmente decir también que en 1959 Oteiza daría un giro exponencial a su carrera, anunciando que abandonaba la exploración formal y ensimismada para dedicarse a poner en práctica proyectos de toda índole que en su mayoría naufragarían con estrépito. Acaso el pensamiento utópico necesita del fracaso. 

El emplazamiento del conjunto del Aita Donostia merece párrafo aparte, una "zona de ancestrales supervivencias", como la califican los artífices del memorial al monje músico (obsérvalo en el tráiler de la videoinstalación que Víctor Erice dedicó al monumento). Se trata de una importante estación megalítica con 107 crómlechs, once dólmenes, un menhir y cuatro túmulos en lo alto del monte Agiña, de 618 metros, al que se accede por una carretera endiabladamente bella no lejos de Lesaka, ya en Navarra pero muy cerca del límite con Guipúzcoa, emplazamiento acaso premonitorio: recordemos que en 1992 (el año de la agresión a su estela, igual no es casual), Oteiza, cansado de la politica cultural vasca (se opuso por ejemplo al proyecto del Guggenheim bilbaíno) iba a donar toda su obra a una fundación que estableció en Navarra, donde tenía su estudio y donde Sáenz de Oiza, navarro, le construiría un edificio anejo. Está enterrado allí mismo (otro desterrado crónico). Pero volvamos a Agiña y escuchemos lo que el escultor nos cuenta de su estela y el emplazamiento elegido: "Es una piedra negra, flotante del suelo de crómlechs. Con una cara hendida por un círculo perforado, (...) el círculo vacío ligeramente descentrado... esta piedra debe producir una impresión de gravedad, de soledad, también de una presencia distante, irremisible, como las piedras que desde nuestra prehistoria le acompañan, mucho más ciertamente que nosotros. El simbolismo geométrico del círculo y el cuadrado, levemente desviado en ese señalado lugar, como un ancla de rotación incesante del paisaje, se quisiera que lo desocupe todo, que nos ignorase con la indiferencia de todo lo que es Bueno y Eterno, que nos haga rezar y sentir lo poco que somos". La estela como ancla ante un paisaje abrumador e inclemente; el círculo como trasunto de los varios crómlechs que rodean el cósmico complejo (el que circunda la estela fue al parecer retocado por Oteiza); el emplazamiento megalítico como anhelo de volver al hombre más primitivo, no contaminado por la civilización, tan típico de las vanguardias; el memorial, en suma, como triunfo sobre la muerte, perpetuándose como los crómlech hacia el futuro, más allá del acabamiento de sus creadores, la "solución estética" de la que habla el escultor: "o se cree en la otra vida (solución religiosa tradicional) o la solución estética: ante el dolor de desaparecer, una determinación suprema y difícil de quedar". Desocupadas con ahínco sus esculturas, que quería vacías para dar valor al espacio surgido de esa extracción insomne, Oteiza, vaciado también él, siempre buscó un ancla en la que enraizar su angustia existencial: "Duermo con los brazos en alto, pero no me rindo / moriré de rabia, pero no de viejo", dijo en uno de sus poemas, que resuena con el "Rage, rage against the dying of the light" del conocido poema de Dylan Thomas "Do not Go Gentle into the Good Night". 

Nos quedaría aún hablar de la capilla de Vallet, pero como no quiero que se te haga bola, que últimamente me salen las entradas muy densas, dejaremos la capilla para una próxima ocasión. No me resisto, con todo, a despedirme con la descripción de un momento Oteiza en Agiña, contado por el escritor José de Arteche, que acompañó al escultor y al arquitecto en su primera visita al emplazamiento del memorial: "Oteiza se arrodilló con los brazos en cruz, diciendo que deseaba recibir las emanaciones telúricas. Parecía un niño. Vallet le ayudó a levantarse. Hacía frío... Oteiza derramó sobre el paisaje una mirada ansiosa. Otra vez parecía que entraba en trance: 'Es preciso -dijo- llenar nuestro paisaje de estelas funerarias, de señales encendidas estratégicamente dispuestas en esta larga noche de la que no queremos despertar'".




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