He leído esta semana en Postales Inventadas que Carvajal, el autor de la torre de Valencia madrileña, recordaba cómo Aalto le dijo en una ocasión que lo que de verdad importa en la vida es servir a los problemas y resolverlos, no servirse de ellos ni crearlos. Una frase oportuna y reveladora. Desconozco si esta conversación, que me cuesta imaginar teniendo en cuenta lo contrapuesto de sus protagonistas (el brutalista y frío español frente al orgánico y cálido escandinavo, estereotipos para qué os quiero) tuvo lugar durante la famosa visita del finlandés a Madrid en la que fue conducido a El Escorial (aunque imagino que no, pues Carvajal sería muy joven por entonces). Ya que estamos, deja que te recuerde las dos más conocidas anécdotas de aquel viaje. Estamos en 1951, en una España oscura, aislada y pobre. Imagino que la llegada de una estrella de la disciplina a nuestro país supuso todo un acontecimiento para la comunidad arquitectónica, que quiso agasajar a Aalto con una visita a la que se consideraba ejemplo más excelso de la arquitectura hispana: El Escorial. Aalto manifestó no querer verlo, lo que no impidió a sus entusiastas colegas embutirlo en un coche y llevarle hasta el imponente monasterio. Aalto seguía en sus trece: cuando intentaron mostrárselo desde una terraza cercana, le dio literalmente la espalda, para pasmo de sus compañeros de profesión. El Escorial, en su retícula perfecta, su despojamiento ornamental, su geometría agobiante, era acaso un edificio ya moderno (recordemos lo entusiasmado que se ve a Le Corbusier junto a Mercadal en otra visita al edificio, en 1928, cuando dicen que dijo: "¿Qué puedo yo enseñar de arte moderno a esta nación que ha creado El Escorial?", hay quien señala que su proyecto no realizado para el Mundaneum de Ginebra está basado en el monasterio), y no olvidemos que Aalto había empezado a abandonar la rectilínea modernidad veinte años atrás con el extraño silo de Oulu que traíamos aquí hace poco. Ya de vuelta a Madrid, Aalto se fue a comprar algunos recuerdos y se encaprichó de unas castañuelas de precio exorbitante ya que el arquitecto enamorado de la madera había puesto el ojo en las más caras del establecimiento. Quién sabe si el finlandés vio en ellas un reflejo de las alabeadas formas orgánicas de sus edificios.
Todos estamos, como Aalto, cansados del artificio de retículas perimetrales y ansiamos la libertad de las lejanas cumbres, de las azarosas formas de la naturaleza. Escucho lo último de Jean Michel Jarre, Amazonia, un soberbio muestrario de sonidos electrónicos (en formato Binaural además) inspirado en las fotografías de Sebastiao Salgado, donde nada es blanco o negro, sino un gris de paleta casi infinita, se diría que posmoderna. La jungla libertaria nos reclama: ¿estás preparado para ella? "El orden es el placer de la razón y el desorden la delicia de la imaginación" decía Paul Claudel, como nos recordaba ayer Fernando Savater.
En la foto, la rehabilitación de la aldea de Ruesta en Zaragoza, donde Sergio Sebastián ha respetado el irregular tejido urbano de la villa y sus ruinas.
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