En medio de la luz diáfana y lechosa del taller, en una lenta y silenciosa conversación entre el cerebro y la mano, el escultor se entrega al trabajo sobre un monolito, concentrando todos los sentidos -y el ritmo mismo de la existencia- en un esfuerzo que se desenvuelve, confiesa Anda, "en medio de una tensión psicológica y física". Es un cuerpo a cuerpo, una lucha contra una mole inmóvil y adversaria, que tiene mucho, como supo ver Michel Leiris, de "tauromaquia", metáfora que con plena razón ha sido aplicada a la escultura. En el proceso de ejecución sobre la masa aún informe, el escultor espía a su adversario, explora su bravura, cede momentáneamente a sus exigencias, contraría sus embestidas y le desafía por sorpresa, usando distintos recursos, para que el material no se agriete, no se alabee, no se fisure, no engorde, no exhiba sus accidentes, hasta lograr un acabado impecable, en el que, incluso la huella del ataque, la rugosidad natural del grano, los pequeños nudos y vetas, los surcos imprevistos queden unificados por una piel tersa, obtenida pacientemente con cepillados finales, estucados o suaves baños de color bajo los que tiembla la trama, que busca en la lisura la desmaterialización del material, la concisión. Es lo que Brancusi llamaba el "crimen perfecto". Un triunfo en la "faena", por usar términos taurinos, que al escultor no siempre deja satisfecho. Pues esa lucha de intransigencias, este "suicidio" del material que se desmorona bajo las herramientas (...) no siempre se salda a favor del escultor, que, a veces, tiene que admitir la victoria de su adversario: "La madera se comporta como quiere", se lamenta Anda; incluso, al final, la última "mano" será la suya". (María Bolaños, José Ramón Anda. Elogio de la constancia, en el catálogo de la exposición Lantegi (taller) dedicada al escultor).
domingo, 25 de agosto de 2019
Crímenes perfectos
En medio de la luz diáfana y lechosa del taller, en una lenta y silenciosa conversación entre el cerebro y la mano, el escultor se entrega al trabajo sobre un monolito, concentrando todos los sentidos -y el ritmo mismo de la existencia- en un esfuerzo que se desenvuelve, confiesa Anda, "en medio de una tensión psicológica y física". Es un cuerpo a cuerpo, una lucha contra una mole inmóvil y adversaria, que tiene mucho, como supo ver Michel Leiris, de "tauromaquia", metáfora que con plena razón ha sido aplicada a la escultura. En el proceso de ejecución sobre la masa aún informe, el escultor espía a su adversario, explora su bravura, cede momentáneamente a sus exigencias, contraría sus embestidas y le desafía por sorpresa, usando distintos recursos, para que el material no se agriete, no se alabee, no se fisure, no engorde, no exhiba sus accidentes, hasta lograr un acabado impecable, en el que, incluso la huella del ataque, la rugosidad natural del grano, los pequeños nudos y vetas, los surcos imprevistos queden unificados por una piel tersa, obtenida pacientemente con cepillados finales, estucados o suaves baños de color bajo los que tiembla la trama, que busca en la lisura la desmaterialización del material, la concisión. Es lo que Brancusi llamaba el "crimen perfecto". Un triunfo en la "faena", por usar términos taurinos, que al escultor no siempre deja satisfecho. Pues esa lucha de intransigencias, este "suicidio" del material que se desmorona bajo las herramientas (...) no siempre se salda a favor del escultor, que, a veces, tiene que admitir la victoria de su adversario: "La madera se comporta como quiere", se lamenta Anda; incluso, al final, la última "mano" será la suya". (María Bolaños, José Ramón Anda. Elogio de la constancia, en el catálogo de la exposición Lantegi (taller) dedicada al escultor).
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