Ayer se inauguraba la galería James Simon de David Chipperfield, un nuevo edificio de 135 millones de euros sito en la isla de los museos berlinesa que servirá como acceso principal al complejo museístico de la capital alemana, una "acrópolis cultural" en palabras del visionario rey que la ideó, Guillermo IV de Prusia. Ha sido complejo para Chipperfield trabajar en contexto tan delicado, donde cinco imponentes museos de estilo neoclásico aguardaban, hoscos, a la nueva galería. De hecho el primer boceto del inglés fue duramente criticado por la prensa alemana, y hubo quien lo tildó de "aseos públicos glorificados". Chipperfield, acostumbrado a trabajar en la exigente Alemania (ya había diseñado el masterplan de la isla allá por 1999, y ahora mismo está rehabilitando la Neue Nationalgalerie, la última obra de Mies, por no hablar del Neues Museum), lejos de arredrarse volvió a sentarse al tablero para diseñar lo que hoy podemos ver: un apocado edificio, especialmente si lo comparamos con el mastodóntico Pergamon que se eleva justo al lado y donde se aloja, de ahí su nombre, el grandioso altar de Pérgamo (Chipperfield dice del museo vecino que es el "bully" -matón- de la Museuminseln, así que, con evidente mala baba, ha diseñado la puerta que comunica con él particularmente angosta, casi ridícula de tamaño -"es justo lo que se merece", apostilla, travieso, el británico al que tanto gusta Galicia). Algo parecido podría decirse de las columnas que incorpora el nuevo edificio, inevitables en semejante contexto neoclásico, y que tan malos recuerdos traen a los alemanes (Speer, el arquitecto de Hitler, las usó con paroxística profusión, así en el Campo Zeppelin, que no es sino un remake XXL del altar de Pérgamo). Chipperfield echa mano de ellas, pero las dota de una esbeltez anoréxica que de nuevo las hace casi risibles (tienen 9 metros de altura pero solo 30 centímetros de grosor, y hay 70), Wainwright, en reciente artículo para The Guardian las tacha de "surreales cerillas de cemento". Tomando referentes de aquí y allá (la rotunda angulosidad, aunque es santo y seña del inglés, puede también hacer referencia al que será último añadido del Pergamon, el cubo que cerrará su fachada hacia el canal Kupfergraben allá por 2023, diseño póstumo de O.M. Ungers, un arquitecto tan amante del ángulo recto como el autor del Veles e Vents valenciano), Chipperfield compone un edificio clásico y moderno a la vez, sobrio pero lujoso, tímido a la par que prominente.
Por si el exterior no fuera reto suficiente, en el interior de la James-Simon-Galerie Chipperfield tenía que cumplir con un exigente programa. Aparte de dar acceso al recinto con la inevitable grandeur, algo que se cumple con el exquisito uso de opulentos materiales, tenía que tener una sala de exposiciones, un auditorio, un guardarropa, una cafetería y la inevitable tienda, a lo que el inglés que remodeló el centro de Teruel añade una terraza "purposely purposeless" -algo así como a propósito sin propósito, inútil aposta, vaya- y unas escaleras que bajan, románticas (nadie más romántico que los alemanes), al pie del agua, aunque no se permite navegación alguna por el canal -"it´s an affectation", dice, díscolo de nuevo, el arquitecto. El edificio anfitrión también da acceso al Archäeologische Promenade, ambicioso túnel subterráneo que en un futuro conducirá a todos los museos de la isla menos a la Alte Nationalgalerie. ¿Y, por cierto, quién es el tal James Simon que da nombre a la galería? Pues fue uno de los mecenas que financiaron las expediciones arqueológicas cuyo fruto se exhibe hoy pujante en esta soberbia gavilla de museos. En concreto es gracias a Simon (judío, por cierto, pertenecía al influyente grupo peyorativamente conocido como Kaiserjuden que se reunía con Guillermo II a debatir temas de estado) que Alemania puede hoy exhibir el famoso busto de Nefertiti pues financió los trabajos de excavación de Ludwig Borchardt en la ciudad de Akenatón, donde fue hallada la bella escultura en 1911.
Envidiamos esa actitud humilde y distendida (al menos en apariencia) con la que Chipperfield ha encarado un proyecto tan difícil. Rebajándose a un mero arquitecto tecnócrata (como lo fue el propio Ungers, que echaba pestes de la arquitectura espectáculo que le tocó presenciar o como lo es nuestro Moneo), lejos del divismo de prima donna que tanto daño ha hecho a la arquitectura (y en tantos otros ámbitos sigue haciendo), ignoró crueles chanzas y se puso manos a la obra. Sin traicionar su estilo, con los espinosos mimbres de un cargado entorno que desdramatiza con sutil ironía, ha sido capaz de levantar un edificio que no pasa desapercibido por mucho que (supuestamente) lo intente.
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