domingo, 30 de diciembre de 2018

Entre estrellas



No sin antes desearte Feliz Navidad, próspero año nuevo y demás, tenemos entrada de nuestra legendaria sección atención pregunta. Ya me vas adivinando qué es esto y dónde anda. Pista de rigor: en esta ciudad nació un personaje cuya vida parece sacada del argumento de Interstellar, pero en el siglo XV. Junto con otro emisario fueron los primeros europeos que exploraron la India, Arabia y la costa oriental de África enviados allá por un rey visionario a buscar nuevas rutas para acceder a las preciadas especias una vez que los turcos cortaran la ruta de la seda. Su misión, solitaria, secreta (viajaban disfrazados de mercaderes) y arriesgada era doble: comprobar si se podía llegar a la India bordeando la costa oriental africana y de paso averiguar si era cierta la leyenda del Preste Juan según la cual existía un reino cristiano en África. Visitan La Meca y Medina y después se separan; nuestro protagonista irá a la India, mientras que su acompañante partirá a Etiopía en busca del Preste Juan para desaparecer sin dejar rastro. Su compañero ni corto ni perezoso decide completar la misión y marcha a Etiopía, donde su buena estrella le permite descubrir que efectivamente existe un reino cristiano. El rey le trató bien, otorgándole incluso el gobierno de una provincia, pero no le dejó volver a su país. Morirá allí con más de setenta años, sin volver a ver a su esposa, embarazada de su primer hijo cuando partió en su viaje cuarenta y pico años atrás. Sus detallados informes sirvieron para que su país, ahora ya de forma oficial y al mando de un navegante mucho más reconocido por la historia, llegara a Oriente bordeando África. Aunque en Etiopía casó y tuvo hijos (al mayor lo mandó a su país a estudiar aprovechando la visita de un embajador) acaso en las noches estrelladas recordaría nuestro intrépido aventurero su muy serrana villa e imaginaría qué fue del hijo que nunca conoció y la esposa que allí dejó. 



domingo, 23 de diciembre de 2018

El padrino



"Johnson, quien empezó su carrera arquitectónica como el primer comisario de arquitectura del MoMA y solo más tarde decidió poner en práctica lo que había estado predicando, probablemente ejerció más influencia en la cultura arquitectónica de la segunda mitad del siglo XX que cualquier otro. (...) Tenía mentalidad de crítico, no de artista: todo le fascinaba, y quería sacarlo a la luz y ponerlo ante el público, crear revuelo. Nutrió las carreras de los arquitectos que admiraba y socavó, o trató de socavar, las carreras de aquellos que consideraba peores. Gracias a su potente personalidad se erigió en el padrino de la arquitectura americana de la segunda mitad del siglo XX.(...)

Pero hay otra faceta de Philip Johnson, y es menos benigna. Lamster en su libro trata con detalle su horrenda fijación con los nazis en los años 30, un abominable capítulo que Franz Schulze ya había documentado bien en su biografía de 1994 y que Lamster engorda con nuevos detalles que no redundan en beneficio de su protagonista. Johnson pasó mucho tiempo en Alemania, aparentemente investigando el surgimiento de la arquitectura moderna europea, investigación que conduciría a la celebrada exposición y publicación "The International Style" que Johnson elaboraría para el MoMA junto al historiador Henry-Russell Hitchcock en 1932. Pero se tomó su tiempo libre para caer bajo el influjo de los políticos alemanes y la belleza de la juventud aria. (...)

En realidad Johnson era un amasijo de contradicciones. Era un esteta brillante, un connoiseur, un intelectual que devoraba ideas y un conversador estimulante como nadie. Si de joven estaba poseido de lo que Lamster llama una "altivez extravagante", estaba demasiado lleno de entusiasmo para ser simplemente un cínico. Le salvaba, se podría decir, una genuina curiosidad que nunca le abandonó, incluso en sus últimos años. "El aburrimiento era algo que Johnson no podía soportar", nos cuenta Lamster. Fue también un hombre que pasó la mayor parte de su vida buscando algo en lo que creer, adorando una deidad arquitectónica tras otra: fue el gran acólito de Mies van der Rohe, hasta que dejó de serlo, tomó posesión del posmodernismo directamente de Robert Venturi y Denise Scott Brown para después abandonarlo por lo que otros llamaron Deconstructivismo, que hizo propio comisariando una exposición homónima en el MoMA. Finalmente, al final de su vida, decidió que Frank Gehry era el arquitecto más importante del momento, y su trabajo comenzó a dejarse influir de manera obvia aunque no muy convincente por la arquitectura del canadiense [Johnson visitó el Guggenheim bilbaíno señalando que era el mejor edificio de la arquitectura contemporánea]

Pero era también un obseso descarado de la publicidad, lo que explica por qué al final de su carrera, cuando su extensa asociación con John Burgee había terminado y trabajaba solo, eligió como cliente a un cierto constructor de nombre Donald Trump. Él y Trump se necesitaban mutuamente: Trump quería un nombre famoso, y Johnson buscaba con desesperación seguir en el candelero. Johnson hizo unos pocos edificios horrorosos para Trump, quien lo más seguro es que ni se diera cuenta, lo único que le importaba era poder reivindicar que eran diseño de Philip Johnson. Y Johnson consiguió seguir siendo el centro de atención. 

El capítulo de Trump en la larga carrera de Johnson parecía tan solo una extravagante nota al pie de página cuando sucedió en los 90. Ahora es un poco más difícil de pasar por alto. En apariencia los dos no podrían haber sido más distintos: Johnson era un experto conversador, y Trump es un inepto. Johnson mostraba desprecio por la vulgaridad de Trump y su falta de curiosidad intelectual, mientras que Trump no comprendía el refinamiento de Johnson. (...) Pero ahora que conocemos a Trump como algo más que un simple constructor, es difícil no recordar la obsesión de Johnson con los dictadores, su esnobismo, su necesidad de ser el centro de atención, y preguntarse si no tenían algo más en común de lo que parecía por aquel entonces. (...)

Quizá la contribución más importante de Lamster sea el mostrarnos que, por muy electrizante que pueda ser la capacidad de dominar el primer plano, ello no confiere las perdurables cualidades de la grandeza". (Paul Goldberger, Una nueva biografía del arquitecto Philip Johnson, el "hombre en la casa de cristal" en The New York Times. Goldberger reseña el libro The Man in the Glass House de Mark Lamster).





domingo, 16 de diciembre de 2018

Más madera


"El término "posmoderno" lo terminó de acuñar, de hecho, un arquitecto, Charles Jencks, en un libro panfletario donde se atrevió a ponerle fecha al certificado de defunción del llamado Movimiento Moderno o Estilo Internacional: esa arquitectura anónima, acontextual, desornamentada, social y hormigonada que habían conseguido imponer Le Corbusier y sus colegas, pero que detestaban las clases populares de Europa y América. La fecha era el 15 de julio de 1972, día en que se terminó de demoler uno de los proyectos más emblemáticos del fracaso moderno: el conjunto de viviendas sociales Pruitt-Igoe en San Luis, Missouri, del japonés Minoru Yamasaki. Retransmitida por televisión en una suerte de anticipo de la violenta caída de otra obra de Yamasaki -¡las Torres Gemelas!-, la voladura del Pruitt-Igoe fue también la voladura de los principios de la modernidad [la demolición apareció en la mítica cinta Koyaanisqatsi con música de Philip Glass, casi tan monótona como los edificios. Yamasaki es también autor de la torre Picasso de Madrid]. 

Ese mismo año de 1972, Robert Venturi, junto a su mujer y socia Denise Scott-Brown y un compañero en la Universidad de Yale, Steven Izenour, habían dado a la imprenta un texto no menos antimoderno que la dinamita utilizada en Missouri y sólo un poco menos explosivo: Aprendiendo de Las Vegas. En él demostraban ser los apóstoles de una herejía demoledora que consistía en admirar la instant city levantada en el desierto de Nevada que los arquitectos educados y la inteligentsia en general juzgaban el culmen del mal gusto y la degradación moral. (...)

Más que una alabanza de Las Vegas, el libro de Venturi y Scott Brown era una investigación sobre la posibilidad de que la arquitectura pudiera seguir resultando legible e inteligible para el común de los mortales. Un gran tema (lo sigue siendo hoy) que Venturi y su socia no habían sido los primeros en abordar. En rigor, cabe adjudicar el mérito a Umberto Eco, que en un libro de 1968, La estructura ausente, había descrito las estrategias de comunicación propias de la arquitectura, y las había visto a la luz de un conflicto planteado por él mismo en un volumen anterior, Apocalípticos e integrados: el conflicto entre la alta y la baja cultura. (...)

Esta pretensión no dejaba de ser paradójica en Venturi, alumno y profesor de las universidades más elitistas del mundo y autor de libros que sólo leyeron los arquitectos más cultivados. De hecho, Venturi fue el historiador, el pope y el crítico que él mismo había despreciado implícitamente en Aprendiendo de Las Vegas. Y lo fue, sobre todo, en su mejor libro, Complejidad y contradicción en la arquitectura, publicado en 1962; un sutil y polémico repaso a los estilos y autores que le gustaban al estadounidense: entre los primeros, el helenismo o el manierismo; entre los segundos, Miguel Ángel, Borromini, Lutyens o... ¡Le Corbusier! Es decir, estilos y autores ambiguos que habían sabido moverse en la heterodoxia, acrisolando temas, motivos e inquietudes diferentes en una arquitectura dinámica y viva. Una arquitectura que, lejos asimilarse al lema castrador de Mies van der Rohe, "less is more" (menos es más), materializaba el eslogan opuesto: "Less is a bore" (menos es un aburrimiento). (...)

Más allá de sus edificios -en realidad, muy poco imitados-, hoy el influjo de Venturi sigue produciéndose a través de sus ideas, que han devenido lugares comunes. De hecho, los temas preferidos del estadounidense, como el del creador eximido de responsabilidad, la defensa de la cultura popular, la obsesión por la comunicación o el énfasis en lo contradictorio, hace ya tiempo que han perdido su sentido arquitectónico para confundirse con el credo de nuestro tiempo. La posmodernidad fracasó como estilo pero triunfó como ideología. El ejemplo de Venturi lo demuestra mejor que nada". (Eduardo Prieto, El buen nombre de la mala arquitectura en El Mundo). 

sábado, 8 de diciembre de 2018

Invisibles (2)




Pues vamos a darle otra vuelta a la instalación de Plensa en el Palacio de Cristal madrileño. El juego de transparencias entre las etéreas esculturas, diseñadas específicamente para el singular recinto, y el no menos etéreo palacio produce una suerte de espejismo moderno que da que pensar. Para empezar las tres cabezas representan a otras tantas mujeres que no contentas con desaparecer encima se mandan callar unas a otras poniendo el dedo índice sobre los labios. No creo que sea casual que las figuras sean femeninas. También sorprende experimentar cómo el exceso de transparencia produce la paradoja de la ocultación, algo de lo que ya Poe dejó constancia en La carta robada: lo más expuesto escapa a la observación por demasiado evidente.

En lo más propiamente arquitectónico, la exposición me ha traído a la memoria el follón de la intervención de Snøhetta en la neoyorquina torre AT&T de Johnson (el autor de las madrileñas Torres Kio). La famosa torre de granito, de 1978, marcó el pistoletazo de salida de la arquitectura posmoderna y supuso todo un varapalo a las arquitecturas cristalinas del estilo internacional, convirtiéndose en chirriante manifiesto con un interesante plus de morbo ya que Johnson había sido defensor del Movimiento Moderno en Estados Unidos y fiel protector de Mies, con el que había trabajado en la cercana torre Seagram (acero y vidrio toda ella) veinte años atrás.

Pues bien, la torre (ahora de nombre Madison 550), que llevaba un tiempo viviendo el sueño de los justos, la compra el conglomerado de rigor (saudí para más señas) que quiere darle nueva vida, y qué mejor que abriendo sus bajos al comercio. Como la monumental arquería, que parece diseñada por Speer, tiene una falta de atractivo que raya en hostilidad (destacando en ello ese tremendo arco central de ocho plantas que debe acongojar visto a ras de suelo), encargan a Snøhetta que le den un aire más amistoso y a los noruegos no se les ocurre otra cosa que forrar el despropósito de vidrio ondulado. La paradoja está servida (nos recuerda a la intervención de Koolhaas en el IIT, solo que ahora es al revés): el edificio que se quería de sólido granito para enfrentarse a los palacios de cristal miesianos de su entorno iba a tener en su base un forro transparente al más puro estilo moderno. Todo a mayor gloria del capitalismo más chusco, que, como señaló Adjaye hace unos días en el World Architecture Festival, está corrompiendo la arquitectura. En lugar de ser árbirto de ideas, el británico señala que la arquitectura se está vendiendo al gran capital: "muchos proyectos hoy en día están conducidos por un elitismo que tiene que ver con un liberalismo hipercomercial". Rowan Moore habla también de esta tendencia imparable en un artículo sobre la intervención de los noruegos en el que, tras poner a caldo a Johnson, al que tilda de comisario cultural, y al edificio, del que recuerda cómo fue comparado por Huxtable a un ejemplo de "hábil canibalismo", apunta: "Sería otro paso en la ubicua "cristalización" al nivel de la calle de las grandes ciudades, donde todo lo que es sólido debe fundirse en defensa del sacrosanto shopping". Wainwright también puso el grito en el cielo (habló de vandalismo), y hasta Foster, nada posmoderno que digamos (habla de dicha arquitectura como cartoonish, vamos, como salida de unos dibujos animados, y cínica) se posicionó en contra de la intervención, aunque, todo sea dicho, es justo lo que va a hacer él en su proyecto para Colón en Madrid. Pero el que no se contradiga que tire la primera piedra.

Las protestas a favor de preservar el AT&T se materializaron con manifestaciones de, todo sea dicho, cuatro gatos, aunque uno de ellos nada menos que Robert A.M. Stern, quien portaba en las mismas una maqueta de la torre imitando la famosa portada del Time de 1978 en la que aparece Johnson con una maqueta de su edificio (igual la misma) en pose desafiante, como un moisés pintón (la metáfora es de Moore) soteniendo las nuevas tablas de la ley. El caso es que ocho meses después de dichas protestas el edificio había sido protegido por ley (Snøhetta no son Koolhaas) y la reforma no podía ya hacerse en los términos planteados. Los noruegos se la envainan y dejan los bajos como estaban centrándose en reformar la parte posterior del edificio creando un relajante espacio público y tal. ¿Bien está lo que bien acaba? Cito a Moore de nuevo: "Las ciudades están hechas de cosas así, de los empeños de gente no siempre agradable por dejar marca, de la provocación y la ambición transformada en mampostería y espacio, los cuales, redimidos por el paso del tiempo, llegan a revelar una nobleza inesperada. O al menos un carácter distintivo. Olayan y Chesfield [actuales dueños de la torre] deberían darse cuenta de que tienen algo único entre manos y, en vez de darle una patada, tendrían que sacar el mayor provecho de ello". 

Acabamos volviendo al inicio. La transparencia, como señalaba Anthony Vilder, es obsesión de la modernidad, y bien que nos retrata en esa sobreexposición complaciente que nos brinda internet. Santiago de Molina lo explica muy bien. Acaso haya que volver a una arquitectura matérica y sólida, enraizada en la tierra, que nos dé cobijo y sombra, que nos devuelva el secreto, la invisibilidad y el misterio antes de que nos disolvamos en el resplandor del ciberespacio. "La luz oscura del espacio oculto fascina tanto como confunde...". (Luis Fernández-Galiano, Criptoarquitecturas, en Arquitectura Viva 209).






domingo, 2 de diciembre de 2018

Invisibles


"La modernidad ha sido encantada por el mito de la transparencia; transparencia del yo ante la naturaleza, del yo ante el otro y de todos ante la sociedad" (Anthony Vidler, Transparency). Fotos de la exposición Invisibles de Jaume Plensa en el Palacio de Cristal de Madrid.