jueves, 10 de agosto de 2017

No hay dos sin tres

Este verano no ganamos para sustos

 Seguimos con la biografía de Mies a cargo de Schulze y Windhorst. Te cuento. Estamos en la Alemania prenazi y Mies las está pasando canutas. Los alemanes más rancios ven con malos ojos el nuevo lenguaje arquitectónico moderno, no soportan sin ir más lejos los techos planos por considerarlos undeutsch. La colonia Weissenhof de Stuttgart, que Mies diseñó allá por 1927 junto a otros firmes seguidores del Movimiento Moderno como Le Corbusier y otros que no tanto (como su admirado Berlage) a los que precisamente se les dio como único requisito poner cubiertas planas y pintar los exteriores de blanco riguroso, fue ridiculizada y comparada con un barrio de Jerusalén, incluso con fotos trucadas en las que se puede ver el flamante complejo transitado por camellos y árabes con chilaba. Como oposición a los progresistas (que habían formado una asociación llamada Der Ring), los clasicistas crearon un grupo opositor (Der Block), y levantaron, no muy lejos de la colonia de Mies, una agrupación de viviendas con cubiertas inclinadas, que eran más “culturalmente alemanas” (los nazis, tan neoclásicos, y tan diferentes aquí de los fascistas italianos, echarían también pestes del edificio de la Bauhaus de Gropius llegando al extremo de añadir una cubierta inclinada sobre el ala de los talleres). Si hubieran visto más allá de la retórica nacionalista, los tradicionalistas podrían haber atacado la colonia Weissenhof por un hecho mucho más prosaico (y grave): a los dos años buena parte de los edificios estaban penosamente deteriorados. Más tarde, en 1935 ya, los nazis tumbaron igualmente un proyecto de Mies para edificar una casa para la familia Lange en Krefeld en virtud de una “ley de fealdad” usada para bloquear obras modernas. Los Lange, utilizando sus influencias, consiguieron finalmente la aprobación de las autoridades a condición de que la casa se ocultara tras un talud de tierra. Mies rehusó. Un último ejemplo: ese mismo año (1935) trabajó en un proyecto de pabellón que representara a Alemania en la exposición universal de Bruselas para el que diseñó una versión gigante del mítico de Barcelona. Hitler en persona, seguramente junto a Speer, revisó todos los proyectos y rechazó airadamente el suyo, que al parecer acabó literalmente por los suelos.

Y es que en aquellos años extremos y extraños Mies, aparentemente sin ideas políticas definidas, tuvo que hacer malabares ideológicos para sobrevivir. En 1926 le vemos por ejemplo haciendo un monumento al levantamiento izquierdista de 1919 en Berlín y a sus dos héroes ajusticiados, Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, en el que propone un potente muro de ladrillo con prismas escalonados (simulando un paredón de ejecuciones) donde ajusta un mástil y una enorme estrella de acero y dos metros de diámetro con la hoz y el martillo que dio no pocos problemas (la siderúrgica Krupp se negó a fabricarla por considerarla demasiado radical, así que a Mies se le ocurrió encargar cinco piezas en forma de rombo -a eso Krupp no puso pegas, y es que la pela es la pela- que se montaron en obra). Los nazis se cepillarían el monumento en 1933. Sin embargo, cuando asume la dirección de la Bauhaus (1930), el de Aquisgrán (al que los estudiantes consideran elitista y antidemócrata frente a Hannes Meyer, su anterior director), sufre un monumental motín que acaba con la intervención de la policía, el cierre de la escuela durante varias semanas durante las cuales se elaboran nuevos estatutos y la expulsión de sus 170 estudiantes. Mies, que mucha cintura -metafórica- no parece tener, se defiende: “Hannes Meyer (…) quería hacer la escuela políticamente comunista. Yo no estoy en absoluto a favor de eso. No soy alguien que pretenda mejorar el mundo; nunca he querido serlo. Soy arquitecto, me interesa la construcción y los problemas de la forma”. Su equidistancia ideológica -extrema- vuelve a manifestarse cuando no tiene empacho en apuntarse a la Academia Prusiana de Bellas Artes (que por el nombre muy progresista no parece), la que, ya prácticamente en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, organizaría la famosa exposición “Arte degenerado” que condenaba 650 obras de pintura y escultura modernas (de entre otros muchos Paul Klee, que fuera profesor en la Bauhaus). Poco después Mies sale por piernas de Alemania. Tras la visita de dos oficiales de la Gestapo en su casa para interrogarle de muy malas maneras decide salir casi con lo puesto (aunque en Chicago le esperaba una cátedra en el Armour Institute que llevaba un tiempo negociando). Su tren pasa por Aquisgrán, donde su hermano Ewald le deja su pasaporte (el suyo se lo habían quedado los agentes de la Gestapo) con el que consigue cruzar la frontera con Holanda, donde, in extremis, le hacen un nuevo pasaporte en el consulado alemán de La Haya. Se embarca finalmente en el transatlántico de irónico nombre Europa que le deja en Estados Unidos el 29 de agosto de 1938.

Tras tanto vaivén, y estando nuestro protagonista tan poco interesado por las ideologías y los nacionalismos, no es de extrañar (es la idea más interesante de lo que llevo leído del libro) que Mies defendiera el movimiento internacional (que no es otra cosa que la modernidad llevada a sus últimas consecuencias), vocacionalmente apátrida y neutro, frente a los estilos nacionales, actitud que además encajaba como un guante en un mundo ya harto de guerras salvajes, nacionalismos tronados y utopías imposibles: “Mies era partidario de la abstracción, sin ninguna simpatía nacional ni ideología política alguna: un perfecto Prometeo de la nueva modernidad”.  El mismo Mies lo expresará palmariamente en el discurso que pronunció durante la cena de gala para celebrar su nombramiento en el Armour (donde Wright nada menos le presentaría), el 20 de noviembre de 1938: “Mi único objetivo es crear orden en la desesperante confusión de nuestros días”.

¿Y qué fue de Ada? Se quedó en Alemania (Mies huyó como vivió, solo, ni tan siquiera intentó llevarse a su amante de entonces, Lilly Reich, que le visitaría en América pero que finalmente se quedaría en Alemania). Pasó la mayor parte de la guerra en Berlín y escondió a varios judíos en su pequeño apartamento, demostrando una inédita valentía. Moriría en 1951 de cáncer, como una de sus hijas (Waltraut, la única que se fue a vivir a Chicago) en 1959, y el propio Mies diez años después.


A estas alturas te estarás preguntando a qué vienen las fotos que acompañan esta entrada. A nada (o no), aquí ya sabes que nos gusta jugar al despiste. Se trata, como ya habrás adivinado, de Bilbao, la del efecto, en concreto la Plaza del Museo. No, no es el Guggenheim en este caso, sino el de Bellas Artes. Mi señora contraria quería ver la exposición de la colección privada de una de las Koplowitz, una ecléctica (y algo impúdica) exhibición que agavilla desde esculturas griegas a una instalación de Weiwei. Estaba yo cruzando una de las salas acristaladas sobre el patio interior donde destaca una bella escultura modernista que parece estar dándole un síncope ante la visión de la torre Iberdrola cuando me quedé prendido más que prendado de la heteróclita vista que se podía contemplar desde allí y decidí acercarme a la plaza en cuestión, a la que asoman, en pavorosa freak parade, edificios cada uno de su padre y de su señora madre. Veamos. Está la cristalina torre de Pelli, totalmente desproporcionada (con una no menos desproporcionada visera en su entrada), y a sus pies varios bloques de edificios de estética contemporánea que muestran sus angulosas fachadas metálicas justo al lado de lo que me pareció en un primer momento una cuidada rehabilitación pero, cielos, no, es un enorme edificio (ocupa toda una manzana) sin duda de reciente construcción que parece sacado de la Secesión vienesa con dos torreones culminados por bóvedas bulbosas en brillantes colores (una de ellas circundada por un lema en euskera, que bien podría ser la famosa frase de Venturi “Menos es un peñazo”), por no hablar de unas esculturas amorfas, unos recios miradores más propios de Cantabria que de aquí y hasta gárgolas y todo, vamos, que no le falta de nada. Contrastando con esta folie decimonónica está el propio museo, en ladrillo y de una bella sobriedad (la ampliación, toda vidrio y cristal, le sienta como a un Cristo dos pistolas). Al otro lado de la plaza, dos edificios de, calculo, los años 50, uno, con un exiguo chaflán, parece imitar al Flatiron, el otro, de amenazante presencia, está coronado por un monumental tejado con dos enormes terminaciones en forma de antenas gemelas. En fin, todo un muestrario arquitectónico de estilos variopintos (como la exposición de Koplowitz) que (obviamente en mi opinión) no hay por dónde cogerlo. Vuelve Mies.




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