|
Este verano no ganamos para sustos |
Seguimos con la biografía de Mies a cargo de Schulze y
Windhorst. Te cuento. Estamos en la Alemania prenazi y Mies las está pasando
canutas. Los alemanes más rancios ven con malos ojos el nuevo lenguaje
arquitectónico moderno, no soportan sin ir más lejos los techos planos por
considerarlos undeutsch. La colonia
Weissenhof de Stuttgart, que Mies diseñó allá por 1927 junto a otros firmes
seguidores del Movimiento Moderno como Le Corbusier y otros que no tanto (como
su admirado Berlage) a los que precisamente se les dio como único requisito
poner cubiertas planas y pintar los exteriores de blanco riguroso, fue
ridiculizada y comparada con un barrio de Jerusalén, incluso con fotos trucadas
en las que se puede ver el flamante complejo transitado por camellos y árabes
con chilaba. Como oposición a los progresistas (que habían formado una
asociación llamada Der Ring), los clasicistas crearon un grupo opositor (Der
Block), y levantaron, no muy lejos de la colonia de Mies, una agrupación de
viviendas con cubiertas inclinadas, que eran más “culturalmente alemanas” (los
nazis, tan neoclásicos, y tan diferentes aquí de los fascistas italianos, echarían
también pestes del edificio de la Bauhaus de Gropius llegando al extremo de
añadir una cubierta inclinada sobre el ala de los talleres). Si hubieran visto
más allá de la retórica nacionalista, los tradicionalistas podrían haber
atacado la colonia Weissenhof por un hecho mucho más prosaico (y grave): a los
dos años buena parte de los edificios estaban penosamente deteriorados. Más
tarde, en 1935 ya, los nazis tumbaron igualmente un proyecto de Mies para
edificar una casa para la familia Lange en Krefeld en virtud de una “ley de fealdad” usada para bloquear
obras modernas. Los Lange, utilizando sus influencias, consiguieron finalmente
la aprobación de las autoridades a condición de que la casa se ocultara tras un
talud de tierra. Mies rehusó. Un último ejemplo: ese mismo año (1935) trabajó
en un proyecto de pabellón que representara a Alemania en la exposición universal
de Bruselas para el que diseñó una versión gigante del mítico de Barcelona.
Hitler en persona, seguramente junto a Speer, revisó todos los proyectos y
rechazó airadamente el suyo, que al parecer acabó literalmente por los suelos.
Y es que en aquellos años extremos y extraños Mies, aparentemente
sin ideas políticas definidas, tuvo que hacer malabares ideológicos para
sobrevivir. En 1926 le vemos por ejemplo haciendo un monumento al levantamiento
izquierdista de 1919 en Berlín y a sus dos héroes ajusticiados, Rosa Luxemburg
y Karl Liebknecht, en el que propone un potente muro de ladrillo con prismas
escalonados (simulando un paredón de ejecuciones) donde ajusta un mástil y una
enorme estrella de acero y dos metros de diámetro con la hoz y el martillo que
dio no pocos problemas (la siderúrgica Krupp se negó a fabricarla por
considerarla demasiado radical, así que a Mies se le ocurrió encargar cinco
piezas en forma de rombo -a eso Krupp no puso pegas, y es que la pela es la
pela- que se montaron en obra). Los nazis se cepillarían el monumento en 1933. Sin
embargo, cuando asume la dirección de la Bauhaus (1930), el de Aquisgrán (al
que los estudiantes consideran elitista y antidemócrata frente a Hannes Meyer,
su anterior director), sufre un monumental motín que acaba con la intervención
de la policía, el cierre de la escuela durante varias semanas durante las
cuales se elaboran nuevos estatutos y la expulsión de sus 170 estudiantes. Mies,
que mucha cintura -metafórica- no parece tener, se defiende: “Hannes Meyer (…)
quería hacer la escuela políticamente comunista. Yo no estoy en absoluto a
favor de eso. No soy alguien que pretenda mejorar el mundo; nunca he querido
serlo. Soy arquitecto, me interesa la construcción y los problemas de la
forma”. Su equidistancia ideológica -extrema- vuelve a manifestarse cuando no
tiene empacho en apuntarse a la Academia Prusiana de Bellas Artes (que por el
nombre muy progresista no parece), la que, ya prácticamente en los prolegómenos
de la Segunda Guerra Mundial, organizaría la famosa exposición “Arte degenerado” que condenaba 650 obras
de pintura y escultura modernas (de entre otros muchos Paul Klee, que fuera
profesor en la Bauhaus). Poco después Mies sale por piernas de Alemania. Tras
la visita de dos oficiales de la Gestapo en su casa para interrogarle de muy
malas maneras decide salir casi con lo puesto (aunque en Chicago le esperaba
una cátedra en el Armour Institute que llevaba un tiempo negociando). Su tren
pasa por Aquisgrán, donde su hermano Ewald le deja su pasaporte (el suyo se lo
habían quedado los agentes de la Gestapo) con el que consigue cruzar la
frontera con Holanda, donde, in extremis,
le hacen un nuevo pasaporte en el consulado alemán de La Haya. Se embarca
finalmente en el transatlántico de irónico nombre Europa que le deja en Estados Unidos el 29 de agosto de 1938.
Tras tanto vaivén, y estando nuestro protagonista tan poco
interesado por las ideologías y los nacionalismos, no es de extrañar (es la
idea más interesante de lo que llevo leído del libro) que Mies defendiera el
movimiento internacional (que no es
otra cosa que la modernidad llevada a sus últimas consecuencias), vocacionalmente
apátrida y neutro, frente a los estilos nacionales, actitud que además encajaba
como un guante en un mundo ya harto de guerras salvajes, nacionalismos tronados
y utopías imposibles: “Mies era
partidario de la abstracción, sin ninguna simpatía nacional ni ideología
política alguna: un perfecto Prometeo de la nueva modernidad”. El mismo Mies lo expresará palmariamente en el
discurso que pronunció durante la cena de gala para celebrar su nombramiento en
el Armour (donde Wright nada menos le presentaría), el 20 de noviembre de 1938:
“Mi único objetivo es crear orden en la
desesperante confusión de nuestros días”.
¿Y qué fue de Ada? Se quedó en Alemania (Mies huyó como
vivió, solo, ni tan siquiera intentó llevarse a su amante de entonces, Lilly
Reich, que le visitaría en América pero que finalmente se quedaría en
Alemania). Pasó la mayor parte de la guerra en Berlín y escondió a varios
judíos en su pequeño apartamento, demostrando una inédita valentía. Moriría en
1951 de cáncer, como una de sus hijas (Waltraut, la única que se fue a vivir a
Chicago) en 1959, y el propio Mies diez años después.
A estas alturas te estarás preguntando a qué vienen las
fotos que acompañan esta entrada. A nada (o no), aquí ya sabes que nos gusta
jugar al despiste. Se trata, como ya habrás adivinado, de Bilbao, la del efecto, en concreto la Plaza del Museo.
No, no es el Guggenheim en este caso, sino el de Bellas Artes. Mi señora
contraria quería ver la exposición de la colección privada de una de las Koplowitz,
una ecléctica (y algo impúdica) exhibición que agavilla desde esculturas
griegas a una instalación de Weiwei. Estaba yo cruzando una de las salas
acristaladas sobre el patio interior donde destaca una bella escultura
modernista que parece estar dándole un síncope ante la visión de la torre Iberdrola cuando me quedé prendido más que prendado de la heteróclita vista
que se podía contemplar desde allí y decidí acercarme a la plaza en cuestión, a
la que asoman, en pavorosa freak parade,
edificios cada uno de su padre y de su señora madre. Veamos. Está la cristalina
torre de Pelli, totalmente desproporcionada (con una no menos
desproporcionada visera en su entrada), y a sus pies varios bloques de edificios
de estética contemporánea que muestran sus angulosas fachadas metálicas justo
al lado de lo que me pareció en un primer momento una cuidada rehabilitación
pero, cielos, no, es un enorme edificio (ocupa toda una manzana) sin duda de
reciente construcción que parece sacado de la Secesión vienesa con dos
torreones culminados por bóvedas bulbosas en brillantes colores (una de ellas
circundada por un lema en euskera, que bien podría ser la famosa frase de
Venturi “Menos es un peñazo”), por no
hablar de unas esculturas amorfas, unos recios miradores más propios de
Cantabria que de aquí y hasta gárgolas y todo, vamos, que no le
falta de nada. Contrastando con esta folie
decimonónica está el propio museo, en ladrillo y de una bella sobriedad (la
ampliación, toda vidrio y cristal, le sienta como a un Cristo dos pistolas). Al otro lado de
la plaza, dos edificios de, calculo, los años 50, uno, con un exiguo chaflán, parece
imitar al Flatiron, el otro, de
amenazante presencia, está coronado por un monumental tejado con dos enormes
terminaciones en forma de antenas gemelas. En fin, todo un muestrario arquitectónico de estilos variopintos (como la
exposición de Koplowitz) que (obviamente en mi
opinión) no hay por dónde cogerlo. Vuelve Mies.