Mérida es una ciudad de belleza difícil. Sobre todo si vienes sin ir más lejos de ver Trujillo. Aunque el simple hecho de sentarse unos minutos en el teatro romano merezcan, por poner un ejemplo, los más de 600 kms de ida y vuelta desde la Villa y Corte, hay que reconocer que su urbanismo es desbaratado y sus edificios andan algo descuidados. Quizá es lo que tiene estar repleta de restos arquelógicos que hacen su aparición a cada vuelta de esquina obligando a edificios y calles a inauditos requiebros en un esfuerzo titánico por construir sin destruir. Lo nuevo y lo antiguo colisionan en todo momento en este sobrecogedor palimpsesto lleno de cicatrices y fantasmas que nos hace sentirnos como a bordo de una máquina del tiempo fuera de control.
Uno de mis mayores alicientes para revisitar la antigua capital de Lusitania, la provincia más occidental del Imperio Romano, era ver el trabajo realizado por José María Sánchez García en el Templo de Diana (otro monumento que por sí solo justifica la visita a la ciudad). He de decir que de entrada me decepcionó un poco (la culpa la tienen las magníficas fotos de Roland Halbe a las que te enlazaba en la entrada anterior, aquí están de nuevo), principalmente por su estado de conservación, que contrastaba con las inmaculadas imágenes del fotógrafo alemán. Con todo, el trabajo de Sánchez, arquitecto local que ya se había hecho notar gracias a su anillo para el Centro internacional de innovación deportiva cerca de Plasencia, que quizá inspirara a Foster para su campus de Apple en Cupertino (quién sabe si a su vez el extremeño estuviera rindiendo homenaje al proyecto presentado por OMA para la Cidade da Cultura de Santiago), me parece excepcional por lo complejo de meterse a construir en semejante entorno y por el resultado conseguido. Sánchez rodea al templo con un anillo cuadrado de sobriedad miesiana que busca el contraste con la construcción romana pero al mismo tiempo se le asemeja al reproducir el mismo lenguaje clásico desde la modernidad y eleva una teatral terraza desde la que contemplar el soberbio monumento. El anillo de Sánchez conforma un marco neutro que realza el exuberante cuadro romano. Si vas por la noche, veladas sus manchas y pintadas y espectralmente iluminado, la experiencia puede ser inolvidable (especialmente si acabas de disfrutar de una celestial mousaka en el cercano restaurante Shangri-la).
El arquitecto que pretenda dejar huella en Mérida lo tiene crudo. Veamos un par de ejemplos. Moneo, me dirás, lo logró. Su museo romano le catapultó a la fama internacional, pero lo logra a base de un interior espectacular en el que continente y contenido se funden hasta disolver los límites de tal manera que no sabes distinguir dónde acaba el museo y empieza la exposición propiamente dicha, no (creo yo) por un exterior que huye de la potencia icónica de su entorno (está al lado del teatro y anfiteatro romanos) alzando un envoltorio inescrutable de ladrillo que de lejos lo asemeja a un anónimo almacén. Al contrario que en Murcia, donde Moneo planta cara a la barroca catedral, aquí se repliega, anonadado, ante Emerita Augusta. Y qué decir del Palacio de Congresos de Nieto y Sobejano. Soy fan de los arquitectos madrileños y sus magníficas obras en Córdoba, San Sebastián o Lugo (échales un vistazo aquí), y estoy deseando que empiecen con su ampliación del Museo Sorolla en Madrid, pero en mi modesta opinión aquí hacen un edificio totalmente ajeno a la ciudad, seguramente porque no podían hacer otra cosa. Para empezar está situado en la otra orilla del Guadiana, cerca del puente de Calatrava, alejado por tanto del centro urbano, lo que acentúa su desconexión y falta de referentes, pero es que encima los arquitectos le dotan de unas formas angulosas, una fachada opaca (cubierta por una piel que, en descomunal tatuaje, reproduce lo que parece ser el plano de la capital extremeña en un intento vano de conectar el palacio con la ciudad) y un color gris que lo hace casi antipático (me recuerda a un cruce entre H&dM y Wright). Es como si, sin saber muy bien qué hacer, hubieran tirado por la calle de enmedio y que salga el sol por Antequera. Para empeorar las cosas, está cerrado a cal y canto cuando no hay nada programado, con lo que no podemos disfrutar de su interior, probablemente más amable que su exterior (más fotos, de Roland Halbe de nuevo, aquí). Finalmente, Selgas Cano, presentes en Badajoz y Plasencia con sendos palacios de congresos, aportan a Mérida la Factoría Joven, un espacio rompedor (como una versión del Templo de Diana tuneada por Mariscal) que ofrece esparcimiento a los jóvenes según una idea promovida por un profesor de Educación Física (Carlos Javier Rodríguez) de un instituto cercano. Te enlazo a unas magníficas fotos de, cómo no, Roland Halbe (debo decir que una vez más la realidad queda algo desvirtuada con respecto a la ficción fotográfica). Otra vez al arquitecto se la bufa el entorno y opta por construir a su bola, no hay otra en Mérida, muestrario inconexo de arquitecturas de todo pelaje y condición.
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