Marchando una de zombies |
Arco, la feria de arte contemporáneo que se celebra estos días en la capital con Colombia de país invitado, tiene al personal que se pone a miccionar y no expele gota. Aparte de hacer vibrar a la ciudad con bizarros ejemplos de arte, ha propiciado el milagro de que el presunto centro cultural Daoiz y Velarde, que llevaba terminado pero fantasmagóricamente vacío varios meses, haya abierto sus puertas para una exposición one-off financiada por la embajada de Colombia a cargo de Óscar Murillo, el Basquiat colombiano, tras la cual el contenedor volverá a dormir el sueño de los justos.
Como quiera que no sé cuándo podré volver a entrar en el buque fantasma me apresuré a ir a la exposición mayormente por tomarle el pulso al edificio, que ya le tenía ganas. Rafael de la-Hoz, autor de la reconversión de un antiguo pabellón de los cuarteles Daoiz y Velarde en el edificio que hoy nos ocupa, ha hecho un excelente trabajo de remodelación manteniendo las recias fachadas de ladrillo del cuartel (con marcadas cicatrices) pero horadando su suelo hasta incorporar dos teatros (uno de ellos se supone que exclusivamente para obras infantiles) y dejando la planta superior diáfana para eventos artísticos.
Los desarbolados espacios generados por de la-Hoz (también responsable, en el mismo antiguo complejo militar, de la reconversión de otros pabellones en escuela de danza y en la Junta municipal del distrito de Retiro, mientras que el edificio principal, dedicado a polideportivo, fue remodelado por Óscar Tusquets), dan a menudo un poco de grima, más que nada por lo vacíos que están (mi atemorizada hija y yo éramos los únicos visitantes de la exposición el día que fuimos), algo a lo que desde luego ayudan y no poco las extrañas piezas de Murillo desperdigadas sin orden ni concierto por todo el edificio: cabezas de maniquíes luciendo pelucas de variado pelaje, cuadros dispersos apoyados en el suelo sin ton ni son (varios de ellos hubieran merecido estar expuestos como debe ser), ridículos muñecotes tumbados en extrañas posturas, cajas sobre palés, monos de trabajo blancos colgados sobre percheros móviles, todo ello mientras podía oirse el relato en distintos idiomas de las tribulaciones de un inmigrante colombiano en Inglaterra (trasunto del propio Murillo, afincado en Londres donde se ha convertido en el niño bonito de las galerías más famosas, Leonardo di Caprio llegó a pagar 400.000 euros por uno de sus cuadros). En fin, un escenario entre apocalíptico y esperpéntico del que salías con mal cuerpo. Entre todo este despropósito destacaba un cartel reivindicativo precisamente haciendo alusión a la polémica inauguración fantasma del no menos espectral edificio. Según apareció en la prensa, un grupo de vecinos se aprestó a protestar el día de la apertura de la exposición aludiendo a las posibles intenciones electoralistas de la misma, extremo tan plausible como el hecho de que los mismos manifestantes también las tuvieran. En todo caso, es innegable que los vecinos estábamos ya hartos de ver el esqueleto del edificio con las obras interrumpidas (siete años ha tardado la remodelación en ver la luz), y ya el colmo es la amenaza de que, una vez más, un flamante edificio con excelentes posibilidades de uso quede zombificado al carecer de una financiación adecuada.
De todas formas, en la pancarta, que aquí puedes ver rodeada de los pelucones (Murillo la recogió de la protesta vecinal y en plan performance improvisada la colocó como parte de la exposición), hay cosas que no me cuadran. Por una lado se pide los cuarteles para el barrio, genial, y a renglón seguido se pone la cifra del coste del edificio (13 millones) como si fuera algo exorbitante: hablamos de 6.800 metros cuadrados, por lo que el metro viene a salir por 1.900 euros. Barato no es, pero tampoco me parece que sea una cifra escandalosa. En todo caso, el que algo quiere algo le cuesta, si queremos equipamientos de calidad habrá que pagarlos, digo yo.
En fin. Arte y arquitectura han sufrido, en los tiempos de caloret financiero, un destino común: su conversión en puro espectáculo fallero. Reventada la burbuja la arquitectura cargó con sambenitos injustos y ahora hace sistemáticos actos de contrición y penitencia. El arte por contra se libró de los rigores cuaresmales y sigue teniendo bula para montar el show mediático, signo de nuestros tiempos, auspiciado por las sonrojantes inversiones de las grandes fortunas. Ahí está el famoso perrito de Koons, vendido por 43 millones de euros (seguro que te has hecho una foto delante de otro famoso perrito suyo, el Puppy del Guggenheim bilbaíno: Dios los cría...). Pero ya estoy cayendo en la trampa, que como dijo Machado todo necio confunde valor y precio: no sé dónde leí que el arte actual es la vida sexual del dinero, y, de paso, la forma más cool de blanquearlo. Me despido haciendo votos para que el ayuntamiento sepa dar vida al antiguo cuartel, para que la arquitectura sea más valorada y seamos conscientes de que lo que vale cuesta, y para que los artistas modernos, algunos de ellos capaces de crear obras de gran valía creativa, no caigan en la tentación de la banalidad del ruido vacío para ganar fama viral y echarse a dormir.
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