Hoy el edificio que te traigo es bien conocido pero ¿sabías que tras esta fachada plácida y pautada (hoy ya mera "cáscara" como la llama Antón Capitel en el artículo que mencionábamos) se esconde una historia gore de evisceración brutal? Lo que ni el mismísimo Napoleón consiguiera (el palacio estuvo en primera línea de combate durante la invasión francesa de Madrid) lo consumaría un arquitecto brutalista y moderno-romántico según la definición de Denslagen. ¿Y sabías que un cirujano fiel, moderno también pero menos romántico (aunque seguramente más sensible y nada brutal, qué cosas) devolvió sus entrañas a la vida manteniendo su espíritu clásico pero renovándolas completamente tras un ejercicio en el que, en sus mismas palabras, se trataba de "volver a pensar, de 're-construir' un hipotético palacio" que mejorara el que existía antes de su demolición? Se viene ocurrencia, atención. Este edificio nos ha recordado a la serie Severance, aquí pobremente traducida como Separación cuando en inglés el término es mucho más duro. En ella, intentaré no deslizar espóileres, una misteriosa corporación (Lumon) ofrece a sus empleados voluntariamente dividir sus mentes de tal forma que cuando estén trabajando no tengan la más mínima noción de quiénes son fuera de la oficina y viceversa, dando lugar de hecho a dos personas completamente distintas (el "fueri" y el "dentri") que solo tienen en común su cáscara externa. Durante la serie veremos la lucha entre la gran corporación y algunos trabajadores que se han arrepentido de su decisión. Si te gusta el surrealismo tiene unos puntazos que lo vas a flipar. Algo similar, ya sabes que aquí todo está muy cogido por los pelos, le podría haber pasado a nuestro palacio, acaso sufriente por causa de la salvaje escisión que lo separó en dos entidades distintas.
Volveremos más tarde al edificio en cuestión pero en este punto me gustaría seguir con Romantic Modernism. Nostalgia in the World of Conservation, el libro de Wim Denslagen que estamos leyendo. El capítulo tercero (Romantic Modernists) nos ofrece una jugosa evolución de la teoría de la conservación de edificios, preocupación bastante reciente por otra parte, centrándose en Holanda pero no sólo. Fíjate por ejemplo lo que dice el artículo XVI de Los Principios y reglamentaciones para la conservación, restauración y ampliación de edificios antiguos de la Sociedad Neerlandesa de Patromonio fechado en 1917: "la reconstrucción de partes desaparecidas de un edificio es una mentira contra la historia". Aun reconociendo que podrían haber excepciones, remarca que solo se deberían admitir "los infrecuentes casos donde se puede realizar con una certeza absoluta y donde es totalmente posible llevarla a cabo". Vaya, nuestro edificio separado no cumpliría la norma. La vanguardia arquitectónica, con Berlage a la cabeza en Holanda, había declarado tabú la imitación del arte y la arquitectura del pasado, algo que no es sino una consecuencia de los postulados románticos. La copia de los estilos históricos (los revivals decimonónicos) eran indicativo de falta de creatividad, había que ser original como fuera (el artista tenía una misión sacrosanta, v. The Brutalist), cuando lo cierto es que no mucho antes la copia era parte esencial de la formación del artista. Pues parece que hoy las cosas siguen más o menos igual. Casi 100 años despues del documento neerlandés que te menciono, el arquitecto que recompuso el dentri de nuestro "palacio hipotético", comentando precisamente dicha intervención, parece disculparse por su modus operandi: "Que la invención deba ser el interés primero de un proyecto de arquitectura es poco menos que un axioma hoy. Y, sin embargo, no siempre es así. Hay proyectos donde el arquitecto se mueve guiado por el señuelo de la invención, pero hay otros en los que hacer uso del "conocimiento disciplinar" es clave para orientar el trabajo". Volviendo a Holanda, decir que en el terreno práctico, con todo, la historia era otra, y los ciudadanos a menudo se oponían con éxito a las reconstrucciones "modernas". Denslagen presenta el caso de la Wijnhuistoren, torre levantada en la ciudad hanseática de Zutphen en el s.XVII que tras un incendio fue reconstruida filológicamente en 1920 a pesar de la inflamada oposición de insignes modernos como Berlage. Solo tres iglesias destruidas en la Segunda Guerra Mundial en Holanda fueron reconstruidas con parámetros modernos (aquí tienes una de ellas, juzga tú mismo). Con todo, los teóricos siguieron emperrándose en el axioma romántico. En la Carta de Venecia de 1964 puede leerse lo siguiente: "Toda reconstrucción debería ser descartada a priori" aunque la aprueba con recelo si se trata de un edificio de gran interés national y emocional que se ha perdido en un desastre "y la identidad y la historia de una comunidad dependen de ello". La nostalgia, remata Deinslagen, está mal vista en los círculos más intelectuales, para los que no deja de ser una "aflicción propia de ignorantes (...), un síntoma de degeneración, una forma sentimental y equivocada de añoranza de un pasado idealizado, una huida del presente a una tierra soñada que nunca existió", aunque finalmente se pregunta si es siempre algo negativo para pasar a relatar en detalle diferentes casos. Destacaremos uno, la reconstrucción (más bien ya resurrección) de la Frauenkirche de Dresde, icónica iglesia barroca diseñada en 1726 por Georg Bähr y que fue pintada por Canaletto nada menos. Destruida en la Segunda Guerra Mundial, quedó en estado de penosa ruina y el gobierno de la República Democrática Alemana decidió no hacer nada al respecto, dejándola tal cual como un recuerdo de la guerra. Luce la triste ruina, rodeada de escombros, bastante deprimente en las fotos de la época. Tras la caída del muro y la reunificación germana las sensibilidades cambian y un grupo de ciudadanos piden su reconstrucción más de 40 años después de su destrucción, lo que le hace un caso muy singular en el campo de las rehabilitaciones. Por supuesto el debate fue encendido, y en él resultaba obvio que las heridas provocadas por el pasado nazi aún no estaban cerradas. Detractores de la reconstrucción argüían que "el deseo de recuperar edificios reconocibles, faros familiares en el entorno residencial, puede ser peligroso, ya que puede potencialmente movilizar un sentimiento de orgullo nacional". Igualmente contraria era la iglesia luterana, que consideraba la reconstrucción un gasto desorbitado e innecesario, y la Sociedad Nacional de Protección de Monumentos, quien en su reunión anual de 1991, celebrada en Potsdam, señaló sobre la cuestión que dado que la historia era irreversible, resultaba imposible reconstruir un monumento destruido y sostenían que el valor de un monumento histórico residía esencialmente en su antigüedad, incluyendo las huellas que el tiempo había dejado en su estructura, ninguna de las cuales puede repetirse ni imitarse. Algo que coincide casi punto por punto con lo que Santiago de Molina plantea en su blog: "Fingir que sabemos cómo sería lo que falta de una ruina es siempre una ficción (...) Por mucho que las reglas de una reconstrucción parezcan claras, las decisiones de lo que se erigió en el pasado respondieron a golpes de cincel y decisiones de un último momento difícilmente imaginables. Sumado a eso, no queda nada de los tapices, de los colores ni del vino derramado sobre aquellas piedras. No quedan siquiera las emociones vividas entre sus columnas ni los ecos de las plegarias. Cada reconstrucción con los pedazos caídos de una ruina tiene mucho de un tramposo puzzle infantil". Ya en 1849 John Ruskin, otro romántico al que Pevsner colocaba en la raíz de la Modernidad, decía lo mismo: "Es imposible, tan imposible como resucitar a los muertos, restaurar algo que alguna vez haya sido grande o hermoso en la arquitectura... el espíritu del obrero fallecido no puede ser invocado ni ordenado a dirigir otras manos y otros pensamientos. Y en cuanto a la copia directa y simple, es palpablemente imposible". Un importante historiador alemán, Hanno-Walter Kruft, echaba más leña al fuego de la polémica dresdense (rozando la crueldad) afirmando que cuando un monumento se destruye deliberadamente su reconstrucción implicaría una revisión de la historia, algo moralmente inaceptable y una forma de manipulación intolerable. Las reconstrucciones, según Kruft, se originan en la nostalgia de quienes no se han enfrentado al pasado y quieren presentarnos una imagen de la historia distinta a la real. Denslagen nos presenta también las ideas de otro historiador, Jörg Traeger, quien aportó variables muy interesantes a la polémica. Tras resaltar que era un debate originado en la antigua República Federal Alemana, recordó que la República Democrática tenía una sensibilidad muy diferente sobre la cuestión pues ellos, además de la guerra, habían tenido que soportar 40 años de represión estatal comunista, apostillando que los alemanes occidentales no deberían decir a los orientales cómo debían recordar su historia. Para los ciudadanos de Dresde la imponente iglesia barroca era un símbolo de la cultura europea y veían su reconstrucción como un "deber moral", Traeger señalaba además con estupor que sus oponentes, llevados por una rectitud teórica propia acaso del mundo académico, no tuvieran en cuenta el lado humano de la cuestión. Sea como fuere la ciudad hizo caso omiso a las recomendaciones de la reunión de Potsdam y se decidió seguir adelante con la reconstrucción, por supuesto, caligráfica. Acabada en 2005, así luce hoy (más información aquí). Podríamos compararla con el caso de la catedral de Coventry, también destruida parcialmente en la Segunda Guerra Mundial. Aquí en cambio se optó por mantener las ruinas y levantar a continuación una catedral de diseño contemporáneo proyectada por Basil Spence, quien fue nombrado Sir por este trabajo, formando ambas construcciones un conjunto unificado aunque variopinto donde lo nuevo y lo antiguo van de la mano.
Otro ejemplo de reconstrucción, verdaderamente alarmante en este caso, es el de varias ciudades de Bélgica. La rehabilitación aquí de los edificios destruidos no se hizo para reproducir lo que existía, sino lo que debería haber habido según los iluminados de guardia. Se decidió en cada caso qué estilo era el que más se ajustaba a la ciudad (Ypres optó por el "Gótico de Brujas", Lovaina por el "Barroco de Brabante", etc), vamos, como si estuvieran eligiendo el papel pintado, y se reconstruyeron de esa manera, en una suerte de ficción enloquecida si puedo dar mi opinión. Y otro caso más, que ya conocemos por Fráncfort y su "nueva ciudad vieja": el ayuntamiento que decide echar abajo un edificio moderno que había ocupado el lugar de otro anterior destruido en catástrofe para resucitarlo, práctica que también puede resultar discutible.
Si te parece podríamos abandonar ya las frías brumas del norte, tan proclives acaso a sesudas elucubraciones, y volver al edificio con el que iniciábamos la entrada que no es otro que el Museo Thyssen-Bornemisza en Madrid. El inmueble que ves hoy (su fachada queremos decir), conocido en tiempos como el palacio de Villahermosa, fue obra de Antonio López Aguado y en él según los expertos puede verse la influencia de Juan de Villanueva. Tras su ajetreado comienzo como decíamos enfrentado a la invasión napoleónica gozó de una vida regalada y fastuosa como no podía ser de otra manera hasta la Guerra Civil, momento en el que es abandonado por sus dueños y se convierte en sede del Banco Transatlántico para, ya en 1973, año fatídico para el palacio, pasar a ser cuartel general de la Banca López Quesada. Dicho banco encargó a Fernando Moreno Barberá el proyecto de reconversión del edificio en museo y el arquitecto, moderno romántico, decidió conservar únicamente la fachada protegida del palacio, desventrándolo y horadándolo para construir hasta tres sótanos nuevos. No especialmente recordado hoy (yo le descubrí en Madrid Brutal), Moreno Barberá, quien estuviera cautivo durante la Guerra Civil en la prisión de San Antón en Madrid más tarde reconvertida en la sede del Colegio de Arquitectos (que le dedicaría en singular requiebro una exposición en 2012), estudió con Paul Bonatz en Alemania en plena Segunda Guerra Mundial y conoció a Mies o Neutra en Estados Unidos. Trabajó con el régimen franquista en, entre otros proyectos, el desarrollo de los Paradores, y su huella en Valencia es especialmente palpable gracias a sus conexiones con la región, era familiar cercano de Rita Barberá, la que sería alcaldesa de la capital del Turia, y de Miguel Colomina Barberá, director de la Escuela de Arquitectura y padre de Beatriz Colomina. En Madrid ha dejado edificios de un sofisticado brutalismo que en nada tienen que envidiar a sus referentes británicos, así la facultad de Biológicas en la UCM. En nuestro palacio no fue menos brutal, el enorme atrio que generó su evisceración, de una modernidad apabullante más propia de una gran corporación americana que española (podría haber sido escenario ideal para Lumon), era impresionante, ya solo podemos verlo en fotos. Y a punto estuvo de levantar un bloque de nueve plantas paralelo a Paseo del Prado para tapar las medianeras del edificio anexo al palacio, más alto, algo así como matar moscas a cañonazos. Estuvo en duda entre un paralelepípedo cristalino o un bloque de hormigón, finalmente se decidió por este último que en el proyecto de ejecución describía como "una escultura abstracta, que se iluminaría de noche (...) y constituiría un elemento de ornato y decoración de la vía pública como lo fueron en su tiempo las cuádrigas, aguilas, etc que rematan otros edificios". No convencido al cabo por la propuesta decidió afortunadamente descartar la extensión. Aun así la obra levantó ampollas, por lo menos en Antón Capitel, quien en aquel artículo de 1980 en Arquitectura nº222 se despacha sin miramientos sobre la intervención: "Se cambia absolutamente todo el interior porque así se desea, pues ser moderno parece ser para el Banco y el arquitecto, lo único bueno. Ello les llevará a despreciar un hermosísimo y hoy privilegiado interior, carísimo si se quisiera reproducir, prescindiendo de una posible sede muy suntuosa y de auténtico lujo, para cambiarlo por el costoso y falso lujo moderno. Puesto que, restaurado y provisto de instalaciones, el Palacio daría el mismo o mejor servicio al Banco, no se entiende la decisión de éste, y estaría en su derecho, pues de su propiedad se trata, si la obra antigua no fuera un espléndido palacio madrileño al que se le debía mejor consideración" (aunque en postdata final, "nota de urgencia" la llama, pide disculpas a Barberá por su taxativo veredicto alegando que desconocía el mal estado del palacio en su interior, dato que le aporta Luis Moya nada menos, aunque se reafirma en la idea de que la separación entre ultramoderno interior y exterior clásico no le convence: "me sigue pareciendo muy poco atractivo un edificio antiguo por fuera y moderno por dentro"). Poco podía sospechar Capitel que su deseo iba pronto a convertirse en realidad de manos de otro arquitecto mucho más sensible al contexto.
Para más inri la ingente obra de Barberá va a perder su sentido muy pronto porque la Banca López Quesada pasaría a formar parte del Fondo de Garantías de Depósitos, dependiente del Banco de España. Siendo propiedad del estado se planteó utilizar el palacio para ampliar el Museo del Prado, de hecho durante un breve tiempo el gran atrio se utilizó como sala de exposiciones. Sin embargo cuando, a mediados de los 80, comenzaron las negociaciones para que la colección Thyssen-Bornemisza se quedara en Madrid se pensó que el palacio podría ser una buena sede; es de todos conocido que tanto el empaque del edificio como su excelente localización cerca del Museo del Prado fueron clave para que el barón Thyssen aceptara la propuesta. Era con todo necesario acondicionar el edificio para alojar los casi 800 cuadros de la codiciada colección y se recurrió para ello a Rafael Moneo. Como veíamos al principio, el arquitecto navarro va a dedicarse a "re-construir" el edificio partiendo de lo que siempre fue (un palacio) y olvidando lo que, seguramente, nunca quiso ser (un banco). Imposible ya recuperar sus trazas originales destruidas en la demolición Moneo debe repensar ese "hipotético palacio" para el que partirá de la fachada que curiosamente menos importancia había tenido en su historia: la norte frente al jardín, donde situará la entrada del museo y tras la que creará un atrio ("zaguán" en sus palabras) iluminado cenitalmente alrededor del cual girararán las diferentes salas en las primeras dos plantas. La tercera planta, que aloja las piezas más antiguas de la colección, se ilumina con luz cenital natural gracias a los lucernarios marca de la casa. Muchas de las salas se distribuyen en enfilada abonando la ficción de que nos encontramos en un palacio aunque, recordemos, dicha organización no tiene nada que ver con la que originalmente tenía el edificio. Nuestro Pritzker demuestra de nuevo con esta pensada rehabilitación que es un arquitecto más racional que racionalista, más sensible que romántico, y más realista que académico. Antes que seguir ciegamente sesudas teorías, Moneo escucha con atención a las preexistencias (o al programa, o al entorno, o al cliente, o más bien a todos a la vez) y por tanto vemos un Moneo completamente distinto en cada rehabilitación porque se adapta al proyecto y no al revés. Así, no le importa convertirse en copista beauxartiano en el Banco de España madrileño porque era lo que juzgaba necesario en ese proyecto concreto, mientras que en el caso que nos ocupa asume el papel de creativo fabulador de una ficción absolutamente creíble, una mentira piadosa que hasta el moderno más romántico perdonaría (no sabemos si sería el caso en la obra del Banco de España). Sobre la ampliación de 2004 a cargo de BOPBAA para alojar la colección de Carmen Thyssen-Bornemisza, que Moneo no pudo (o no quiso) asumir al estar centrado en la ampliación del Museo del Prado diremos, ya a título personal porque a estas alturas no damos para más, que siempre nos gustó aunque choque violentamente con la fachada del palacio. El edificio tan decididamente blanco y la espectacular cafetería del joven estudio catalán nos trajeron un soplo de brisa mediterránea, alegre y fresca que se agradece entre tanta contención y severidad castellanas.
Si te interesa saber más sobre los entresijos del edificio y su evolución hasta museo, te recomendamos el librito De palacio Villahermosa a museo Thyssen-Bornemisza. Historia de un edificio de José Manuel Barbeito, que se encarga de la rica historia del palacio, y del propio Rafael Moneo, quien actualiza el texto que sobre su intervención escribió para Apuntes sobre 21 obras, mítico libro que llegué a hojear aunque no compré por desgracia ya que hoy es imposible de conseguir (bueno, la Casa del Libro te ofrece una copia de segunda mano por 399,99 eurillos de nada, te lo enlazo por si te interesa. Me pregunto por qué GG no se decide a reeditarlo). Nos despedimos deseando que tanto nuestro palacio ficticio como los desdoblados trabajadores de Lumon encuentren al fin la paz interior.