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Y la nave va... |
Entramos en campaña, y en una que se adivina complicada. Se ve a nuestros políticos más atacados que la nave de
Star Trek. Y en este caldo de cultivo sin igual, surge con fuerza el surrealismo, Marca España en momentos de particular tensión. Los partidos se lanzan en tromba a buscar el voto en plan
Mad Max, como si no hubiera mañana (para alguno de ellos no lo va a haber), y la ciudadanía contempla atónita prodigios sin cuento. Tenemos por ejemplo a uno que ha sido defenestrado porque no era lo bastante
orgánico y de tan etéreo necesitaba volar liberado del aparato. Tenemos a otra que propone que como los pobres dan mala imagen a los turistas, pues se les quita de la calle (¿para llevarlos adónde?) y aquí paz y después gloria (recomendamos a la alcaldable en cuestión la lectura del relato
Soapy´s Choice de O. Henry,
aquí en inglés). Y tenemos a un tercero que ha propuesto nada más y nada menos que recuperar las
naumaquias en el estanque de El Retiro madrileño. De nuevo, parece un titular de
El Mundo Today, pero es real. Las naumaquias eran unos combates navales representados en enormes piscinas construidas ex profeso ya desde la época romana, algo así como la versión acuática de las luchas de gladiadores. Con las terribles escenas que vemos en el Mediterráneo casi a diario, suena a broma pesada.
Llegados a este punto convendría recordarme que esto es un blog de arquitectura, así que a ver cómo conecto. Pienso en el nuevo Whitney, y a ver qué me sale. Con mucha imaginación, podríamos decir que el recién estrenado museo, destacando con su extraño envoltorio cristalino sobre las fachadas de ladrillo del meatpacking district neoyorquino, barrio en tiempos industrial y sin glamour pero ahora devenido en pijo destino turístico gracias a intervenciones tan interesantes como el High Line (una antigua línea ferrea elevada para trenes de mercancías en los años 30 reconvertida en parque elevado) o edificios icónicos de Nouvel o Gehry, parecería un carguero conradiano que marcha solo, etéreo, en singular naumaquia al encuentro de su rival. Que conste que lo del símil naval lo usan también
Jonathan Glancey y
Oliver Wainwright (este último habla de
rompehielos) en respectivas críticas sobre el museo. Pues eso, puro
romanticismo industrial (el oxímoron es de
Christina Rosenvinge). ¿Qué, he salido de esta? Va a ser que no, pero con lo que me ha costado el primer párrafo ahí se queda.
La crítica británica ha sido bastante más benévola que la americana con el edificio. Según recoge un interesante
artículo de Kosme de Barañano para
El Mundo, Justin Davidson dice del nuevo Whitney que
"la cosa podría haber llegado en un paquete plano de Ikea y luego haber sido prodigiosamente mal montada". Y es que
, visto en fotos, el museo es que no hay por dónde cogerlo. Cada fachada parece pertenecer a un edificio diferente, a cuál más feo. A lo mejor lo que le ha pasado a Piano es que ha querido conectar en vano referencias demasiado dispersas (como yo aquí hoy): el
antiguo Whitney de Breuer y su fachada brutalista con una aparente voluntad de disgustar; el duro pasado fabril del barrio; la High Line, verdadero icono del distrito (Wainwright dice que el museo es un High Line vertical con sus pasarelas voladas como continuando el parque elevado) y el probable deseo del arquitecto, tras los elegantes diseños corporativos
como el Shard o el centro Botín, de reivindicar su lado
bad boy (a Wainwright le dice con cierto orgullo que aún lo es), ese que en los 70 hizo aterrizar una refinería (el Pompidou) en pleno Marais parisino... ¿Resultado? Pues como esta entrada, un lío inconexo.
En lo que todos los críticos coinciden es en señalar su prodigioso interior. El museo ofrece unas salas realmente magníficas, amplias, iluminadas, conectadas de manera fluida, lo que permite disfrutar de las obras mucho más que en museos más convencionales. Es sin duda un edificio diseñado de dentro afuera teniendo muy en cuenta su función. Con todo, Davidson aún le pone una pega: en su afán por abrir el museo al barrio con espectaculares vistas (Piano habría seguido ahí una estrategia opuesta a Breuer, cuyo museo estaba cerrado a cal y canto al exterior), consigue que el visitante acabe por distraerse con el fabuloso skyline sobre Manhattan (es en ese sentido
"un museo en conflicto consigo mismo") y sentencia, en su interesante
crítica, que
"es tan sensible a su localización, tan entregado a su misión y tan generoso en su suministro de vistas, luz y comodidad, que confunde virtud con personalidad". Pues yo prefiero un edificio eficiente a uno efectista.
No te pierdas lo que dice Zabalbeascoa en
El País de ayer sobre
el inesperado ganador del Mies
: "Valorar más la imagen de un edificio que sus consecuencias y los valores
que transmite es una manera anticuada de entender el potencial
transformador de la arquitectura".
Finalmente decir que Piano triunfa donde otros fracasaron: el recientemente fallecido Graves, que diseñó un proyecto que embutía al edificio de Breuer en un asfixiante decorado posmoderno, y Koolhaas, que le colocaba encima una amenzante excrecencia robótica. Ambos proyectos fueron tumbados, seguramente porque no servían al Whitney sino que se servían de él. El de Piano triunfa precisamente porque es lo contrario a ellos. Jonathan Glancey lo deja muy claro:
"El nuevo Whitney es evidentemente un servidor del arte, una fábrica para el arte". Acabará, también, por gustarnos.